Ser antisistema, señor ministro, es nuestra primera obligación

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Pedro Costa Morata *

Antes de nada, señor ministro de Interior, y para centrar la semántica del asunto, dejo sentado que ese sistema al que se refiere por oposición, cuando justifica que las fuerzas de seguridad sacudan la badana a los jóvenes, a quienes usted califica de antisistema, es el que aquí considero y contra el que me pronuncio; no creo errar, además, si sostengo que son muchos miles, seguramente millones de ciudadanos los que comparten estos planteamientos antisistema.

Y ahora, ya entrando en materia y sin intención de extenderme demasiado, le señalaré algunos rasgos de ese sistema, el suyo de usted, señor ministro, que nos obligan a estar contra él, es decir, a ser antisistema. Rehuyo profundizaciones teórico-doctrinales sobre el neoliberalismo que nos embarga (ideal y literalmente), empobrece y humilla, al que se aplican ustedes con singular celo y saña. Así, aludo en primer lugar al curioso hecho de que este sistema que tanto merece ser combatido aparece sostenido y apuntalado por un conjunto de ministros en los que abundan los altos funcionarios del Estado, incluso catedráticos, que no dudan, con deslealtad intrínseca y dogmática, en atacar al Estado útil, social y solidario, a fuer de liberales ortodoxos y ejemplares. Su empeño, fuertemente ideológico, de poner las actividades esenciales de interés general –sanidad, educación, etcétera– en manos de intereses privados se aclara y explica teniendo en cuenta que antes de acceder a esos niveles de poder desde los que perjudican al Estado han cumplido su misión como banqueros y gente de empresa mimada por el capital; y a sus brazos volverán, con gran probabilidad, cuando dejen su ejercicio político de desmantelamiento del Estado y aspiren a una jubilación dichosa y bien remunerada (no como la de esos millones de españoles que han pasado por sus manos y bajo su hacha).

Hay buenos ejemplos, pardiez, de funcionarios del Estado que se dedican a machacar al Estado. En primer lugar, nada menos que el ministro de Economía, De Guindos, que sintiéndose ya ministro in pectore nos espetó aquello de que “el Estado es el problema” (24-11-2011, en sede Faes), sin la menor intención de reconocer que el problema, más bien, ha sido la banca de la que procede, Lehman Brothers, originaria de la crisis mundial y en la que, a juzgar por los resultados, no creo que se distinguiera por su competencia, precisamente. O el ministro de Hacienda, Montoro, entre cuyas recientes y sabrosonas actividades entre ministerio y ministerio, ha destacado la de asesorar para que las empresas paguen lo menos posible al fisco: encomiable ejercicio y currículo, a fe mía, para todo un ministro del fisco. O el ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Arias Cañete, cuya fortuna personal petrolera no sabemos qué le estará sugiriendo ahora, cuando tiene que decir que no a ese dislate de refinería de petróleos proyectada en Extremadura.

Pero, funcionarios o no, nuestros ministros han formado un cuadro muy caracterizado en el que –por lo que a mi humilde opinión respecta, ya digo– han sido llamados para hacer lo contrario de lo que por su profesión y obligación  debieran hacer. En este apartado entra el ministro de Defensa, Morenés, empresario del sector bélico que, claro, lo primero que ha dicho es que no hay por qué irse de Afganistán. El mérito de participar en una guerra imperialista, necia y criminal corresponde a los socialistas antecesores, pero el actual Gobierno está dispuesto a apuntarse a cualquier guerra, y no otra cosa cabe pensar –dios me perdone– si vemos que se ha buscado a un vendedor de armas para el cargo

Todo esto es importante porque el stablishment neoliberal global –especialmente en su apartado europeo y en particular el popular-conservador– sabe que la crisis seguirá agravándose y ganando en riesgos, y tampoco están seguros de que la vuelta programada al capitalismo del primer tercio del siglo XIX (incluida la esclavitud legal tipo, digamos, dickensiana) resulte exitosa en plazo prudencial: por eso los gabinetes pensantes (en fino, think tanks) contemplan muy seriamente la guerra como salida, a la manera de los años de 1930. De ahí que debamos preocuparnos por la escalada anti Irán, singularmente hipócrita, ya que se justifica en la necesidad de impedir que el régimen de los ayatolas obtenga la bomba atómica pero siguiendo el guión que impone Israel, que posee la bomba desde los años de 1960. Esta locura, en la que España se muestra tan activa, nos hace antisistema.

Debemos citar en este punto al ministro de Exteriores, García-Margallo, que –aparte de tener muy claro que su papel es el de ser el primer y más activo agente comercial de las multinacionales españolas– cree firmemente que por Israel y Estados Unidos merece la pena renunciar a las importaciones de petróleo (¡qué listo y oportuno, qué buen agente comercial!) aunque le resultará imposible demostrarnos que Irán, que nunca ha atacado a nadie., sea más peligroso que Israel para la paz y la decencia internacionales. O, ya puestos, a la señora ministra de Fomento, Ana Pastor, que lanza al país una filípica sobre los derroches (¡como si los suyos fueran inocentes y se nos pudiera imputar de esos dispendios al pueblo estupefacto!); y tras el broncazo se pone a prometer superobras en todas las comunidades del PP y a rescatar otras, como ciertas autopistas en ruina que siempre fueron advertidas como inviables. En cualquier caso, ¿quien dudará del mérito del presidente Rajoy en la selección de sus ministros?

Estamos contra un sistema así, en el que despuntan deslealtad, incompetencia y contradicción. También consideramos con legítima alarma el que sean numerosos los ministros y ministras confesionales, porque evidencian y evidenciarán su hipocresía, como es inevitable para todo político que se atreve a definirse confesional. Esto de la confesionalidad también nos hace antisistema, claro.

Ya acabando, y como anotación histórico-política, recordaré que la democracia a la que tan convencidamente se adhiere el nuevo Gobierno, su partido, la oposición dinástica y etcétera, etcétera, porque en ella fundamentan sus victorias electorales y sus programas, es lo que siempre fue: primero, la ofensiva con éxito de una clase enriquecida que quiso añadir el poder político al económico que ya de hecho tenía, arrebatando a los reyes absolutos fracciones crecientes de poder con un parlamento a su medida; y luego, un juego de partidos turnantes, basado en el sufragio censitario y masculino, que durante dos siglos representó a una minoría, y cuando no hubo más remedio que hacerlo universal, quienes desde siempre usufructuaron ese poder político se las ingeniaron para que esa democracia se envileciera y reconvirtiera en tramposa, garantizando que el dinero y los privilegiados siguieran controlándola. Sí, sí, lo sabemos: el sistema se basa en esta democracia: por eso hay que estar contra el sistema. Un buen antisistema no debe conformarse con ese eslogan con el que se inició el 15 M de “Democracia real, ya”, porque la real es ésta, efectivamente, y conviene no despistarse; sino que ha de perseguir y exigir otra democracia.

Y en último lugar, y para su tranquilidad policial, le aseguro que ser antisistema no implica echarse el monte, no. Pero no olvide que estamos contra éste su sistema y que, como ciudadanos de bien y responsables, hacemos profesión de antisistema.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista. Fue Premio Nacional de Medio Ambiente  en 1998.

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