Para leer a Carlos Fuentes

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Julio Ortega *

(Carlos Fuentes ha muerto el 15 de mayo en la ciudad de México a los 83 años. Volvemos a sus novelas más conocidas, 'La muerte de Artemio Cruz' y 'Aura', ambas de 1962, para proponer, en su relectura, una interpretación de la obra narrativa del gran escritor mexicano).

La muerte de Artemio Cruz  y Aura cumplen 50 años de su publicación.  Son dos tratados sobre la muerte, ese melodrama mexicano, experto en representar la violencia a través de imágenes, iconos, y hasta repostería popular, para procesarla y humanizarla. En su larga negociación con la muerte, que incluso Marx entendió como barbarie premoderna cuando aplaudió la invasión norteamericana que la modernizaría, México ha logrado unos de los pactos más laboriosos y fecundos: domesticar la violencia, sobrevivirla y hacerla creativa. En México, hasta la muerte trabaja contra la violencia. Por eso, estas dos novelas de Carlos Fuentes son las responsos de dos padres feroces y devoradores, Artemio Cruz y Consuelo, que representan el exceso de muerte de una cultura que hace de la novela la forma de un exorcismo moderno. No en vano la novela es uno de los instrumentos más refinados de la primera modernidad; y la imprenta, en las Américas, el principal medio de las libertades modernas, que son la crítica y la emancipación de la servidumbre. La muerte de Artemio Cruz es la necrología más extensa que se ha escrito, se toma 350 páginas, y no es para menos, ya que busca dar cuenta de la más robusta tradición hispano-árabe-azteca-colonial-mexicana, la del Macho. Cuando el mexicano despertó, esta novela ya estaba allí. Buscó, y casi siempre encontró, su lugar en ella.

He llegado a creer  que Carlos Fuentes practica una irrestricta novelización; la cual nos incluye y, en la lectura, nos toca descifrar. Nos ha dado un papel en las operaciones de  leer, y varias veces me ha parecido encontrarme en la prensa capítulos de una novela que Fuentes no ha escrito aún. Es el caso de los políticos mexicanos, que parecen estar buscando su lugar en alguna página apocalíptica y jocosa de Cristóbal Nonato.  Por lo demás, casi todo lo que escribe habría que leerlo como la saga de un relato que convierte a la historia en ficción, a la política en esperpento, a la biografía en enigma, y a la novela misma en el discurso que hace y rehace nuestro tiempo como si pudiese ser otro, siempre en proceso de configurarse, y a punto de ser más libre. Comunica la energía inquieta de una complicidad tan imaginativa como crítica.

Julio Cortázar y Gabriel García Márquez le hicieron concebir la noción, característicamente fuenteana hay que decir, de que todos los novelistas del Boom estaban escribiendo la misma novela, con capítulos nacionales, y que cada gran novela del otro era no sólo un triunfo personal sino un alivio: lo eximía a él de escribirla, y le permitía ahondar en su propia página. En una carta de 1964, Julio Cortázar le comenta a Fuentes el ensayo sobre la nueva novela que le ha enviado, y le reprocha su inclusión al lado de Alejo Carpentier . "Tendrás que reconocer -le escribe- que el hombre que escribió "Rayuela" no puede aceptar "El siglo de las luces" que es absolutamente su polo opuesto en materia de actitud estética”. Lo interesante no es sólo la imagen que proyecta Cortázar de su propio taller, sino la necesidad de definirse que le impone un reordenamiento de la nueva biblioteca que Fuentes, una y otra vez, postula. En 1966, Fuentes lee las primeras 80 páginas del libro que está escribiendo García Márquez, y de inmediato hace una crónica anunciando el nacimiento de una obra maestra. Al año siguiente, cuando sale la novela, le escribe a Cortázar: "Te escribo por la necesidad imperiosa que siento de compartir un entusiasmo. No sé dónde anda en estos momentos GGM y puesto que no puedo escribirle al autor, te escribo a ti, a quien todos debemos tánto (ese TANTO indefinible que es un aire nuevo, un campo más ancho, una constelación que se integra). Acabo de leer  “Cien años de soledad” y siento que he pasado por una de las experiencias literarias más entrañables que recuerdo..." Y añade: " Y qué sentimiento de alivio, Julio; ¿no te sucede que cada buena novela latinoamericana te libera un poco, te permite limitar con exaltación tu propio terreno, profundizar en lo tuyo con una conciencia fraternal de que otros están completando tu visión, dialogando, por asi decirlo, con ella?"

Se suman, así, los tres innovadores del relato en el intercambio profundo propiciado por los riesgos casi deportivos de Fuentes. Por eso he dicho que cualquier retrato de Carlos Fuentes sólo puede ser un retrato de grupo. En esa foto familiar, la presencia de Cortázar se nos ha hecho más actual y más íntima. García Márquez despierta a los muertos a nombre del amor fabuloso, o sea escribiendo contra el tiempo. Y Fuentes debió hacer un pacto con algún dios azteca porque su Edad del Tiempo, la saga de su obra incompletable, es cada vez más reciente y más próxima.  Por lo mismo, cada vez que un periodista me pregunta qué queda del realismo mágico le respondo: el realismo mágico. Y cuando un escritor joven y astuto me pide nombrar qué sobrevive  del boom de la novela latinoamericana, le digo: tú, porque gracias a esos novelistas ya no te tragará la selva.

La literatura es siempre un espacio de diálogo privilegiado, donde por un momento el lenguaje parece el instrumento de acordar un mundo  compartible. La obra de Fuentes tiene tambien esa apelación política: no se ha ahorrado un solo adjetivo en contra de los viejos y nuevos imperios. Me parece que lo decisivo de esta apelación renovada de la obra de Fuentes sea su capacidad de ensanchar el presente. La historia se actualiza, la memoria nos despierta entre demandas, el futuro nos consume en su juicio. El tiempo discurre con la pasión del habla, hecho verbo transitivo, apelativo, y antagónico.

Bien visto, la duración del habla dialógica es una imagen del mundo: el tiempo encarnado en su fluidez. Se trata de una imagen caleidoscópica, organizada como una temporalidad sublevada. Se despliega en un montaje escénico hecho de secuencias y fragmentos que no requieren ya unificarse ni resolverse. La idea de Walter Benjamin, que toda época sueña a la siguiente, que tanto escandalizó a un Adorno disciplinario, se actualiza como relato. Cada época tiene la imagen temporal de una novela, y la novela la vivacidad de su propio tránsito.

En esta poética de la lectura el lector termina reorganizando su propia biblioteca, y actualizando en su tiempo de leer la temporalidad desencadenada. El lector forma parte de las voces que alientan en estas novelas con su intenso registro, vivacidad y nitidez.

La vasta obra de Carlos Fuentes es un acto literario capaz  de actualizar la historia; una actividad creativa que inventa una nueva lectura; y una acción plena del lenguaje de nuestro presente. Creo, por ello, que su muerte (en su caso, temprana) hará que la excesiva confianza que se tomó con todas las formas temporales le devuelva a su obra  la actualidad imparcial de la lectura.  Hay escritores que después de muertos son discretamente olvidados hasta que una nueva generación de lectores los recobra.  Y hay otros que aunque muy presentes y famosos han sido poco leídos. Pasa con los intelectuales públicos: su presencia es tal que interfiere con la intimidad de la lectura. Además, en la saturación actual de las comunicaciones, los escritores más presentes terminan siendo, a veces, los menos leídos. Me atrevo a creer que la vasta obra de Fuentes encontrará ahora a sus lectores más libres.

(*) Julio Ortega (Casma, Perú, 1942). Escritor y crítico literario. Es catedrático de Literaturas Hispánicas en la Brown University (Providence, Rhode Island, EEUU). Entre sus obras destacan El discurso de la abundancia (1992), Retrato de Carlos Fuentes (1995), Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno (2000) o El sujeto dialógico: Negociaciones de la modernidad conflictiva (2010). Colabora regularmente con El País.

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