Francisco Serra
La hija de un profesor de Derecho Constitucional, recién cumplidos los cinco años, acababa de dar un giro a su vida amorosa. Tras unos agitados meses en los que había manifestado a quien quisiera escucharla que quería casarse con una amiga suya muy maja (“¿No eres un poco joven?”, le preguntó el profesor, algo inquieto: “¡Qué va!”, contestó ella: “¡es muy frecuente, muchos niños se casan!”, dando por zanjada la cuestión) y, poco después, con su propio padre, finalmente se había echado un novio algo menor que ella, pero sin intención de contraer matrimonio, para alivio del profesor.
En la fiesta de celebración del cumpleaños, el profesor conversó con los otros padres y al final, como pasa siempre en los últimos tiempos cuando se juntan tres o cuatro españoles, acabaron hablando del euro y la crisis. Antes, en esos festejos se intercambiaban recomendaciones para evitar las inoportunas enfermedades infantiles o noticias sobre aquellos comercios que ofrecían, rebajados, los más bonitos vestidos de temporada para los críos. Pero ahora en los parques, como en los bares, apenas se charla de fútbol (pese a los continuados éxitos de la selección nacional), ni por supuesto de toros y casi ni siquiera de política, sino de los continuos ajustes y el destino de la moneda común.
La madre del novio de su hija trabajaba en una importante empresa del sector energético y tenía muy claro lo que iba a suceder en los próximos meses: nos vamos a salir del euro. Los periféricos: España, Grecia y Portugal. Italia era un caso muy distinto (estaba mal, pero, como siempre, al final iba a superar los problemas). La deuda española era imposible de pagar. Habría una quita. Las grandes empresas ya se estaban preparando para afrontar la nueva situación. La mayoría ya tenían más negocio fuera que dentro del país.
Los demás padres, descorazonados, intercambiaron miradas de tristeza. El más resuelto se subió a un banco y sujetó la piñata para que los chavales tiraran de los hilos y salieran las golosinas. En el revuelo que siguió, el padre comprobó, con sentimientos encontrados, que su hija había conseguido gran cantidad de caramelos y chuches. Hasta entonces no había demostrado esas habilidades para competir con los demás niños y solía acudir, quejosa, a su padre para que persuadiera a algún pequeño a compartir con ella sus adquisiciones. En esta ocasión un padre previsor (que aún no sabía, no solo que Dios ha muerto, como ya afirmó Nietzsche, sino que también el Estado de bienestar ha perecido) había reservado algunos obsequios para los que no habían llegado a hacerse con nada y los repartía con generosidad, sin percatarse de que algunos “gorrones” se ponían varias veces en la cola.
Como siempre, en sus juegos, los niños reproducen el mundo de los adultos que, igual que ellos, buscan obtener beneficio en la gigantesca piñata en que se ha convertido nuestra vida social: el ganador se lleva todo lo que puede. El profesor ayudó a su hija, tan satisfecha, a llenarse los bolsillos con sus pertenencias y emprendieron el camino a casa.
Al día siguiente, el profesor fue al Vips a comprar el último libro traducido del gran periodista Gay Talese y, ante la insistencia de la niña, le compró a ella un muñeco llamado Popobe. Algo sorprendido, el profesor descubrió entre los libros más vendidos un grueso volumen que llevaba por título: Aprenda de la Mafia. Para alcanzar el éxito en su empresa legal. El profesor, aunque había pasado toda la vida en la Universidad (o tal vez por eso mismo), no dudaba de que las formas de actuación de las organizaciones criminales fueran de utilidad para manejar prósperos negocios, pero le sorprendió la evolución que habían sufrido los manuales para directivos en los últimos tiempos. Hace unos años el más solicitado era Si Aristóteles dirigiera General Motors, pero fue rápidamente desplazado por el más audaz Maquiavelo para ejecutivos. En el mundo de lobos en que hoy vivimos, el modelo de capitán de empresa (“el héroe de nuestro tiempo”, en un tiempo sin héroes) ya no es el sabio heleno ni el sagaz florentino, sino el casi siempre atribulado Tony Soprano, que a pesar de sus problemas familiares siempre consigue tomar las decisiones correctas e imponerse a sus enemigos.
Por la tarde, en casa, la niña se encaprichó del rotulador con el que el profesor corregía exámenes y se lo quiso comprar: “Toma, tengo dinero, pero no dinero de mentira”, afirmó y, sacando con mucho cuidado de un monedero diminuto que le habían regalado un par de monedas de un euro y algunos céntimos, se las tendió al profesor. “Las guardo para cuado sea mayor”, prosiguió, “hay millones”.
“Claro, cielo”, le contestó el profesor, no queriendo desengañarla y recordó que uno de los mejores periodistas españoles del siglo pasado, Julio Camba, había publicado una recopilación de sus artículos con el título de Millones al horno y, unos años antes, las divertidas Aventuras de una peseta, en las que se narraba cómo, después de la I Guerra Mundial, se había producido en algunos países una grave crisis económica y la peseta pasó a valer millones y, por eso, se puso a viajar. En nuestros días, al crearse el euro, los españoles también nos hemos puesto a viajar y hemos llegado a pensar que éramos millonarios, pero de repente nos hemos dado cuenta de que todo lo que teníamos apenas valía y, observando las monedas que la niña tenía, comprobó el profesor, los céntimos estaban acuñados en España, pero los euros (que tanta desventura nos causan hoy)…en Alemania, por supuesto.
Los juegos amorosos tampoco son inocentes. Veo a mujeres sensibles acompañadas de gruesos hombres con dinero y glotones modales. Es una desgracia
Vivimos en precario como en la postguerra española (a vivir hasta donde nos llegue en la hecatombe, que son dos días). La vida social es un asco. Se ha degradado; aunque el consumo de la burbuja también era degeneración.
A ver si la crisis barre la exaltación consumista de grupos numerosos de niños con sus padres obligados a celebrar cumpleaños de amiguitos en Mac Donald y otras compañías de comida de engordamiento infantil antidietético