Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional abrió la puerta, porque había sonado el timbre, y se encontró frente a un “hombre de negro”. Acababa de leer en el periódico que Montoro iba a enviar sus propios “hombres de negro” a las Comunidades Autónomas y el profesor, que se sentía culpable por haberse tomado el día anterior, en contra de las consignas de austeridad del gobierno de Rajoy, un gran helado de pistacho, temió que también se hubiera previsto enviar interventores que controlaran a aquellos ciudadanos casi en quiebra, al borde de la necesidad de ser “rescatados”.
Tras unos momentos de duda, el profesor descartó la idea y buscó en el desconocido un parecido razonable: su padre había sido interventor de Hacienda y tal vez hubiera regresado de entre los muertos para encomendarle alguna terrible misión. Al no descubrir ningún rasgo familiar, el profesor pensó que debía tratarse de un empresario de pompas fúnebres que publicitaba sus servicios con alguna oferta de último minuto, recomendándole fallecer antes del primero de septiembre, pues, como se había informado en cuartopoder.es, con la subida del IVA, la tarifa de los servicios funerarios iba a ponerse por las nubes.
Cuando el desconocido, por fin, manifestó ser miembro de una confesión religiosa empeñado en hacer proselitismo, el profesor suspiró aliviado y le cerró la puerta en las narices, mientras exclamaba: “¡Dios ha muerto, señor!”. El profesor, de nuevo ante el ordenador, consultó en la Red las manifestaciones del día: sería conveniente, si quería llegar a tiempo a su destino, evitar, en todo caso, la Gran Vía, la Puerta del Sol y la Plaza de Cibeles, porque, además de las ya programadas, a veces surgían concentraciones espontáneas. Pese a todo, aunque la convocatoria de protesta de su sindicato estaba prevista para el día siguiente, el profesor no descartaba unirse a alguna de aquellas con las que pudiera encontrarse.
El profesor había pasado, en los últimos tiempos, del desánimo al enfado. El día anterior, antes de llevar a su hija al parque, había tenido que llamar a un compañero para comunicarle que, casi con toda seguridad, su contrato no iba a ser renovado para el próximo curso, porque la Universidad había cambiado la forma de calcular las previsiones docentes y, después de seis años dando clase, ya no se le consideraba necesario.
Un par de días antes había coincidido en una reunión de amigos con una profesora de una universidad catalana (además, había ocupado un lugar muy significativo en la sombra en el tripartito) a la que, después de dieciséis años de impartir lecciones, también la habían despedido. Recordaba ella cómo la última vez que se vieron habían jugado una partida de billar americano. Al profesor le vino a la cabeza el título de un libro, en el que se estudiaba la creciente pérdida del “capital social” en los últimos años en los Estados Unidos de América: Solo en la bolera. El profesor, de adolescente, había frecuentado los billares y allí había iniciado relaciones de amistad que se prolongarían por muchos años. Tal vez hoy los americanos jueguen solos a los bolos, pero los billares en España, desde luego, casi han dejado de existir hace ya tiempo.
El verdadero despilfarro, pensó el profesor, no había tenido lugar en los años de la bonanza económica, sino que se estaba produciendo ahora, destruyendo el capital humano que había costado tanto acumular: cuando acabe la crisis (si es que eso sucede alguna vez), España será un erial, porque la formación de tantas personas preparadas se habrá perdido y sus vidas serán vidas desperdiciadas para la comunidad. La cooperación, que parecía por fin haber dado fruto y estaría en la base del reciente triunfo español en los deportes de equipo, casi no existe ya en los puestos de trabajo, en los que todos tememos que nos llegue el turno en esta lotería siniestra provocada por los continuos ajustes.
En el caso de los funcionarios, el desánimo ha dado paso al enfado, porque se han roto las reglas por las que se había regido su acceso al empleo público: los que se dedicaban a él, se pensaba, ganarían menos que los trabajadores de la empresa privada, pero a cambio obtendrían cierta seguridad y podrían llegar a disfrutar de una pensión digna. Ahora, en medio del partido, se han cambiado las normas y pueden encontrarse, ya próximos a la jubilación, sin trabajo, sin subsidio de desempleo, quien sabe si también sin protección frente a la vejez y la enfermedad.
En Italia el gobierno de tecnócratas ha propuesto eliminar a uno de cada diez funcionarios, aunque quien conoce la historia antigua no puede dejar de advertir que ya en la Roma clásica existió la costumbre, en situaciones de excepción, de diezmar a las tropas: se echaba a suertes quien sería eliminado y sus propios compañeros, con piedras o palos, acababan con él. El verdadero significado de ese atroz procedimiento, según nos relata Tito Livio, era amedrentar a los soldados que, ante el temor de sufrir ese castigo, no darían muestras de cobardía, pero el propio historiador ya señaló la escasa utilidad de tal recurso, que no generaba sino descontento.
Los funcionarios españoles, antes de que se llegue a introducir por completo ese funesto sorteo han decidido movilizarse y manifestar su enfado. Es dudoso que pueda llamárselos indignados, porque su estado de ánimo ya no se corresponde con la mera indignación, sino que se ha convertido en ira. Un ciudadano “indignado” se revuelve frente a una situación injusta y puede contentarse con una reparación “ética”, que se le reconozca que tenía razón y se actúe en consecuencia. A un ciudadano “iracundo” eso no le basta y es capaz de asaltar un palacio o una prisión, someter a juicio a quien pretende que si no tiene pan “coma pasteles”, increpar o zarandear a quien identifica con el origen de todos sus males. Ahora en España el estado de ánimo colectivo, ante lo que no podemos llamar sino “rescate”, tiene mucho “tomate” y hay muchos ciudadanos que ya no están solo indignados, sino además muy “cabreados”.
gracias tus comentarios me han sido de mucha utilidad
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¿El 15M uniformado?
Los militares irritados afirman:
«Hemos sido pacientes, tolerantes, solidarios y firmes», recuerda su asociación, la AUME, que advierte de que sus capacidades de aguante tienen «un límite».
Recordemos que la diferencia entre una protesta corporativa y una popular es que las demandas de la primera afectan sólo a un cuerpo de profesionales, incluso a costa de los intereses generales.
Que sigan mostrándose pacientes, tolerantes y solidarios… sobre todo con los manifestantes que saldrán hoy a las calles.
Lo de firmes les va en el oficio y el límite lo ponemos nosotros, la población civil.
Les recordamos unos cuantos límites para las manifestaciones que se avecinan y a las que les convidamos a asistir: hagan efectivo que todo agente del orden esté identificado y las pelotas de goma, prohibidas como en nuestro entorno o que, al menos, nunca sean disparadas directamente contra las personas. Eso sí sería «rebeldía absoluta»: dejar de ocultar con su anonimato y sus cañoneras la violencia de quienes nos (des)gobiernan.
http://propolis-colmena.blogspot.com.es/2012/07/el-15m-uniformado.html