Carlos García Valdés
En los últimos tiempos el Gobierno parece que, tímidamente, por los rechazos que suscita, está manejando la denominada “vía Nanclares” para acercar a determinados internos de la organización terrorista ETA a la mencionada prisión alavesa, rompiendo la dispersión penitenciaria a la que eran sometidos y, a la vez, propiciando la posibilidad de que puedan comenzar a descontar parte de la condena impuesta suprimiéndoles la clasificación previa en primer grado y con la aplicación de beneficios tales como permisos de salida o, en su caso, el tercer grado de tratamiento.
Técnicamente, la medida se adopta en base a la propia legislación del ramo, que autoriza a la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias a marcar el destino carcelario de los condenados, disponiendo su ubicación en el centro que tenga más conveniente a los efectos regimentales o tratamentales. Pero además, no puede olvidarse que el mismo Código penal vigente también contribuye a la toma de una decisión al respecto, al permitir una mayor benignidad en la ejecución de un sistema penitenciario de por sí duro con los miembros de las organizaciones y grupos terroristas. Y así, de esta manera, si bien se impone el rigor más que razonable en la práctica del internamiento, con algunas de las características ya mencionadas (dispersión en los establecimientos, primer grado, supresión de permisos y otros beneficios generalizados, cuarenta años de cumplimiento máximo o imposibilidad de acceso a la libertad condicional extraordinaria), ambas disposiciones legales admiten la posibilidad de volver al régimen ordinario de ejecución si los penados se arrepienten y comienzan a devengar la responsabilidad civil a la que fueron sentenciados, requisito el primero de los mencionados inexcusable y plenamente razonable.
Precisamente por esto, el Gobierno tiene en sus manos un poderoso instrumento legal para tratar de dividir a la banda y utilizar los recursos que autoriza la ley en beneficio de la disolución de la actividad terrorista. No cabe duda que los reclusos de estas organizaciones criminales se mantienen firmemente unidos en los centros carcelarios, sometidos a la clara vigilancia de los dirigentes que no permiten fáciles deserciones entre sus filas. Y que este control sigue siendo su fuerza, si bien muy mermada hacia el exterior por encontrarse precisamente encerrados. Esta es mi experiencia personal y este fue, esencialmente, el motivo de la denominada dispersión en las diversas prisiones del territorio nacional, lejos del País Vasco, cuando el número de etarras presos superó los seiscientos, para dividir, separar y, por qué no, clasificar mejor a los condenados, efectuándose lo mismo con todos los encarcelados por otros hechos de terrorismo como los islamistas o los Grapo.
La política penitenciaria es un aspecto más de la lucha contra esta gravísima delincuencia. Desde la transición, brutalmente golpeada por aquélla, se arbitraron mecanismos para su control y castigo. De una primera etapa -de la que yo respondo- en que los presos de ETA se concentraron en la prisión de Soria y los de Grapo en la de Zamora, se pasó -lo que se mantiene en la actualidad- a un sistema de dispersión de los mismos en diferentes centros a lo largo de nuestra geografía, criterio sostenido por todos los Gobiernos de los últimos tiempos que sucedieron a los primeros de la UCD. La edificación de los nuevos establecimientos-tipo, de estructura modular, con departamentos cerrados, propició la elección del modelo que ha constituido un verdadero éxito desde el punto de vista del alejamiento de los reclusos de sus puntos de influencia y conflicto. La propia Ley General Penitenciaria de 1979 facultaba la decisión pues, por un lado, reservaba a tal Administración los traslados de presos y condenados y por el otro, no exigía imperativamente una u otra opción, es decir concentración o dispersión en los locales de encierro, quedando a la conveniencia del Centro Directivo.
Cuantas reformas posteriores a esta fundamental disposición se han efectuado, tanto del Código penal cuanto de la norma de ejecución, inciden en la especial peligrosidad criminal y penitenciaria de los terroristas, destinándoles a centros cerrados de cumplimiento, suprimiendo cuantas ventajas ofrece la generosa legislación del ramo, como he dicho, en cuanto a clasificación, acceso al tercer grado o régimen abierto y a la libertad condicional. Pero del mismo modo que la legalidad vigente se muestra inflexible en líneas generales, inclinándose por el cumplimiento tajante de las sentencias, sin reducciones globales o automáticas, también existe un envés pues contempla la posibilidad del acortamiento, vía beneficios, de las condenas firmes en los supuestos de arrepentimiento expreso de los autores, matiz de sumo interés que se recoge en nuestras leyes a partir de la 7/2003, arrepentimiento activo que comporta, entre otros requisitos, el rechazo del delito cometido y su reconocimiento, el facilitar a las autoridades su persecución y pedir perdón a las víctimas.
Esta senda es la que parece haber tomado el Gobierno en determinados casos y no entiendo que sea radicalmente desacertada por diversos motivos. En primer lugar, porque la misma normativa legal que impone el merecido rigor también contempla la posible excepción, que no fue contestada entonces ni parlamentaria ni popularmente. En segundo término, porque la separación entre esta categoría de reclusos, considerando a unos recalcitrantes, que descontarán su pena prácticamente en su integridad, y a otros susceptibles de concretas ventajas, hace daño sin dudar a la banda, faculta la descoordinación entre sus miembros e impide el férreo control de los dirigentes. En tercer lugar, porque nada se opone a entender que la privación de libertad, incluso en estos supuestos de delincuencia extrema y con determinados requisitos marcados previa y legalmente, no esté fundamentalmente dirigida hacia la reinserción y readaptación social, como dicen los textos constitucionales y penitenciarios, cuando aquélla aparece como posible y, por fin, en último término, si tales medidas de suavización del régimen carcelario se acuerdan, lo han de ser muy meditadas, exigiéndose la realización de la totalidad de los criterios legales y de manera individualizada para cada interno, comprobada uno a uno la verdad del repudio a la violencia alegado, base del beneficio que se va a otorgar.
Conozco el rechazo que esta orientación gubernamental puede provocar en las víctimas y en gran parte de la sociedad española, que ha sufrido el terrorismo selectivo o indiscriminado a lo largo de las últimas décadas, no siendo necesario que se me explique con detalle. Como Director General tuve presos a los etarras, sufrí un atentado de los Grapo y he asistido a muchos entierros. Pero con la misma autoridad puedo decir que cuanto contribuya a la derrota absoluta y definitiva, con garantías, de las organizaciones terroristas, sin deberles nada, es aceptable como medio razonable de política criminal.
Me parece un posicionamiento lógico para difundirlo entre las victimas del terrorismo. Éstas han sido vilmente manipuladas mediáticamente (El Mundo sobre todo) y politicamente (todos los partidos.
A las victimas se les ha infantilizado, no hay racionalidad en su postura ante situaciones como la analizada en el artículo. Esto es consecuencia de la anterior manipulación.
Nada tienen que ver los objetivos en el tratamiento penitenciario de terroristas, con las posiciones políticas o institucionales de partidos afines a los mismos. A esos se les combate de otra manera.
Sr, Vladés, propicie la difusión de estos planteamientos. Los necesita la opinión pública para entender las decisiones de su gobierno.