Un comunista envuelto en humo

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Juan Carlos Monedero *

Dice la crónica que la coincidencia en marzo de 2005 en Madrid entre el homenaje del mundo intelectual, artístico y político a Santiago Carrillo y la retirada de la última estatua ecuestre de Franco de la Plaza de San Juan de la Cruz era una venganza histórica donde el viejo comunista representaba la victoria de la República sobre la dictadura. Lástima que no fuera verdad. Como demuestra el desmantelamiento actual del artículo 1 de la Constitución, quien triunfó fue el poso sucio del franquismo, correspondiendo al partido fundado por un Ministro de Franco, Manuel Fraga, poner su goma 2 constitucional a los maltrechos fundamentos del Estado social. No les faltó en el empeño un PSOE amable que colaboró en la explosión controlada del Estado democrático con motivo de la reforma sin referéndum ciudadano del artículo 135 de la Constitución.

Para completar la tarea de demolición, para la voladura del Estado de derecho colaboraron los jueces franquistas –de palabra, obra u omisión- que echaron de la carrera judicial a Baltasar Garzón por, precisamente, querer indagar en los crímenes de la dictadura y los negocios sucios de los hijos y nietos de los que ganaron la guerra. Todos han saludado elogiosamente la figura de Carrillo. Me quedo con los diputados del PP que no se levantaron en el hemiciclo a aplaudir a su enemigo. Ellos mantienen viva la memoria del mejor Carrillo.

En estos tiempos en los que hay que celebrar a los que en otros lugares de Europa están execrados –léase Manuel Fraga, ministro de la dictadura que firmó sentencias de muerte contra demócratas y que luego firmaría nuestra Constitución-, Santiago Carrillo merece mil veces más el saludo de la democracia que esos personajes siniestros a los que siempre combatió y que, al final, terminó saludando como si con la venerable ancianidad las culpas se extinguieran. Ay si Hitler hubiera ganado la guerra y llegado a viejito… ¿También habría que perdonarle los pecadillos de juventud? Si hablamos del bando de la democracia, Carrillo era uno de los nuestros. Otros no. Esa es la memoria pertinaz que hay que escribir en piedra. La otra debiera ser arrastrada por el viento, al igual que las mentiras de la Casa Real, el falso consenso, el “esto es lo que hay” y el “usted no sabe con quién está hablando”.

La historia de Carrillo, empezada cuando el cine era mudo, se narra en celuloide en blanco y negro. Es casi un siglo dando guerra. Tanta biografía da para rotos, descosidos, zurcidos y también renovación de vestuario. Y con esa imagen de perejil rojo de todas las salsas históricas, el rostro de Carrillo tiene detrás el escenario del cartel del “No pasarán” colgado en la Plaza Mayor de Madrid, un Moscú helado en el invierno que derrotó a Hitler, las manifestaciones obreras de París y los homenajes a los republicanos de la novena compañía que entraron con Lecrerc a liberar la capital de Francia, el regreso a España con Pasionaria, el silencio estruendoso de un millón de comunistas en las calles de Madrid llorando a los asesinados en Atocha, su dignidad sentada bajo el manto de balas de Tejero en el Parlamento, su rostro cubierto de humo que siempre dejaba ver que había mucha historia por contar. Ese rostro representa una esquina brillante de la historia de España. La más honrada que marca el ADN más auténtico de la democracia española. El de la solidaridad, la generosidad, los cientos de miles de días de cárcel de los militantes, los cientos de miles de golpes y maltratos de la policía, las cajas colectivas, el apoyo mutuo.

Pero la larga vida también hizo que se tuviera que representar la farsa de la Transición, donde el responsable de la Junta de Defensa de Madrid se fumaba un cigarrillo con el responsable de la Quinta Columna, Manuel Gutiérrez Mellado, como si nada hubiera pasado, como si en el pasado no estuviera ninguna huella del presente, como si tanto dolor y tanta muerte tuviera que necesariamente olvidarse. Carrillo tomó café con Manuel Fraga, el que volvió a asesinar a Julián Grimau, su camarada, el día después de su ejecución diciendo que tipos como él merecían ser lanzados por una ventana como fue el caso. Y Carrillo gritó: “¡Olvidemos! ¡Ya hemos enterrado a todos los muertos!”. Pero era mentira, porque esa transición inmaculada tenía a más de 120.000 de sus mejores hombres y mujeres enterrados en zanjas, en el recodo de una carretera, en fosas comunes de olvido y vergüenza.

Por eso, mientras que se homenajeaba a Carrillo en Madrid, la estatua de Franco se retiraba con nocturnidad y bochorno, como si nos diera vergüenza decir que no cabe gloria alguna al genocida que asesinó tanto que asustó al embajador de Hitler por su ansia de sangre. Muchos, de derechas y de izquierdas, estaban en el homenaje a Carrillo esa noche. Otros estábamos doliéndonos en la Plaza de San Juan de la Cruz porque Franco dijera adiós a Madrid a escondidas. Sabina, que homenajeaba a Carrillo, se pasó a querer ver cómo la grúa levantaba al dictador y a su caballo queriendo ver cosas que no estaban. Unas decenas de franquistas gritaban ¡Arriba España! A los demócratas les quedaba disfrutar en silencio, como pidiendo disculpas, porque un genocida no afeara la capital. La única metáfora es la de una democracia acostumbrada al silencio y al olvido. Y de esa herencia, algunos no estamos nada agradecidos.

Cuando Carrillo puso en marcha la reconciliación nacional, ya andaba el Caudillo queriendo cambiar la celebración de la Victoria por la celebración de la Paz. Y el comunista no podía quitarle el protagonismo al dictador. Por eso empezó la demonización del líder del PCE en el exilio. Carrillo, con 21 años en 1936 y jefe de la Junta de Defensa de Madrid, nunca dio la orden de ejecutar a los presos de Paracuellos que habían sido sacados de las cárceles ante el riesgo de la caída inminente de Madrid (no pocos de ellos integrantes de la Quinta Columna, responsable de los atentados en el Madrid republicano). Con un gobierno roto y desorganizado, la República tardaría un par de meses en reaccionar y frenar los actos de venganza. Franco asesinó hasta después de muerto. Pero era necesario demonizar a los comunistas, los que más habían enfrentado y enfrentaban a la dictadura. Carrillo tenía que ser el asesino de Paracuellos para así tapar el genocidio del general Franco y sus secuaces. Como si un Paracuellos tapase toda una guerra. La que ganaron los que todavía mantienen los apellidos en todos los Ministerios, bancos y empresas de este país una vez llamado España.

No hay un Carrillo. Hay muchos. Y no todos son compatibles. No puede ser igual el Carrillo que hoy saludan Felipe González y Alfonso Guerra (los que quisieron ir a las elecciones de 1977 con el Partido Comunista ilegal) que el que saludan los viejos camaradas que tenían su rostro y sus órdenes en las noches de las decenas de años que pasaron en la cárcel. No es igual el Carrillo del rey Juan Carlos, de Martín Villa, de la momia de Fraga, que el de la gente que aguantó sufrimientos sin tasa, que perdió libertad, hacienda y tranquilidad luchando contra la dictadura. No puede ser igual el Carrillo que se jugó la vida entre 1936 y 1939 en el Madrid de la dignidad que el Carrillo que mandó retirar la bandera republicana para limar las asperezas de cuarenta años de anticomunismo. No es igual el Carrillo que protestó contra la invasión del Pacto de Varsovia que el Carrillo que manejó el PCE con maneras autoritarias propias de aquello que había criticado.

Con un siglo a las espaldas, hay tantos Carrillos como miradas. Su cigarrillo no era un bastón: era una cortina. La última vez que estuve con él fue en la presentación de un libro sobre el 15M. Estaba entusiasmado con el movimiento. Algo había hecho despertar del letargo de la demediada democracia. No era tiempo de pensar en responsabilidades, sino de alegrarse porque, imprevisiblemente, algo había pasado. Estaba en el sitio correcto: con los jóvenes que reclamaban democracia real ya, y no con esas avejentadas formaciones políticas que reclamaban a los indignados que hicieran su propio partido. Es tiempo de calle. Carrillo, el que no se tiró al suelo en el Parlamento cuando lo ordenaron los del tricornio, va a estar el 25S dándose una vuelta en los alrededores de la cámara. Algunos dirán: ¡Pero ese no es Santiago! ¡No puede ser Santiago! Y otros pensaremos: no has entendido el humo de su cigarrillo…

(*) Juan Carlos Monedero es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid y director del Departamento de Gobierno, Políticas Públicas y Ciudadanía en el Instituto Complutense de Estudios Internacionales.

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