El Prestige, frente a sus inmensos daños

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Pedro Costa Morata*

El juicio que se celebra –que será macrojuicio por complejidad y duración– por el naufragio del buque tanque Prestige en noviembre de 2002, y consiguiente marea negraproducida por el vertido de buena parte de su contenido de fuel oil suscita interés por un cierto número de asuntos, unos bien conocidos, otros novedosos.

Desde luego, a diez años de lo ocurrido, el dramatismo que generaron las sucesivas oleadas de fuel oil sobre las costas gallegas (pero no solo éste: el litoral total afectado se extendió entre el norte de Portugal y el suroeste francés) se ha diluido notablemente, aunque ahí ha quedado sobre todo el esfuerzo de miles de voluntarios que se lanzaron a la lucha contra la contaminación separando la indignación que les producía la inepcia de los numerosos protagonistas del desastre de su amor apasionado por la vida y el paisaje atesorados por un litoral privilegiado.

También quedaron para la épica chusca aquellas frases de políticos minimizadores de lo abrumador, fugitivos de sus responsabilidades. Como aquella de “sólo son unos hilillos de plastilina”, de Rajoy, entonces vicepresidente del Gobierno, cuando las fugas del barco hundido generaban nuevas manchas de fuel que se dirigían hacia una costa ya negra y asolada; la desafiante “yo voté porque se alejara el buque de la costa… todo se va a arreglar”, de Fraga, presidente de la Xunta; la desenfadada “las playas gallegas están esplendorosas”, de Trillo, ministro de Defensa; y la vibrante “no tememos una catástrofe ecológica ni prevemos grandes problemas para los recursos pesqueros”, del siempre osado Arias Cañete, ministro a la sazón de Agricultura y Pesca. (Hoy sabemos, cuando vuelve a ser ministro, nada menos que de Medio Ambiente, no sólo que sigue siendo una de las personas menos indicadas para relacionarse con el medio ambiente sino también que entre sus negocios privados figura el del trasvase de productos petrolíferos en esa bahía de Gibraltar a la que, por cierto, se dirigía el barco siniestrado para distribuir entre otros buques menores el fuel embarcado días antes.)

El Prestige había embarcado en un puerto letón el fuel ruso propiedad de Crown Resources, empresa fletadora perteneciente a Alfa, un conglomerado ruso-británico-suizo con base en Suiza y Reino Unido pero nacido en Gibraltar; el barco se encontraba en malas condiciones y por eso evitaba los puertos comunitarios, beneficiándose de las casi inexistentes medidas de inspección en la colonia de Gibraltar. La compañía propietaria era la Mare Shipping, empresa basada en Liberia pero registrada en Bahamas (y de ahí su bandera). La tercera, y principal, “razón jurídica” en danza era Universe Maritime, empresa gerente (armadora) basada en Grecia y perteneciente a la familia Couloutros (a quien ya pertenecía el Mar Egeo, naufragado en 1992 junto a la Torre de Hércules coruñesa); ésta es la que alquila el barco, lo equipa y lo dota de tripulación (que suele ser multinacional). El barco sufrió el 13 de noviembre un accidente provocado por un golpe de mar, que implicó la rotura del casco y las fugas de la carga, el 85 por 100 de las 77.000 toneladas de fuel, y después de errar durante días frente a Finisterre se hundió tras partirse en dos el 19 de noviembre a 133 millas (250 km) de la Costa da Morte gallega y 3.600 m. de profundidad. La magnitud enorme del desastre se ha querido explicar, sencillamente, contraponiendo a la decisión tomada en su día –la de alejar el buque de la costa con la consiguiente extensión de la contaminación por centenares de kilómetros– la opuesta, es decir, haber llevado el barco a un lugar resguardado de la costa para reducir las repercusiones de una posible marea negra.

Dadas las circunstancias materiales –manejo incompetente de la sucesión de hechos que llevó a la tragedia, daños cuantiosos económicos y ambientales– y jurídicas –esa enmarañada presencia  de sociedades ideada para escurrir el bulto a la hora de los problemas, imputaciones personales…– las responsabilidades penales que habrán de ventilarse, diez años después del accidente, resultarán con toda seguridad una lección muy aprovechable por ese Derecho marítimo que cada vez se enfrenta a más episodios de piratería moderna, ligada a la libertad e impunidad que ciertos poderes –petroleros, pesqueros…– exigen en su explotación de los mares.

El fiscal sólo imputa penalmente a los tres principales responsables de a bordo –el capitán y el jefe de máquinas, que son griegos, y el primer oficial, filipino (en paradero desconocido– y al más directo representante de la administración del Estado responsable de la navegación en nuestras aguas, el director general de Marina Mercante, en ese momento José Luis López-Sors; el fiscal se enfrenta a una ineludible duplicidad de papeles y situaciones: como representante del Estado debe acusar y conseguir que se condene a los responsables, entre los que el propio Estado aparece nítidamente señalado a través de sus funcionarios o políticos, por más que quiera evitarlo; y como defensor de los intereses públicos (más generales que lo estatal) deberá obtener que se falle una compensación justa por los daños causados en lo que tiene carácter público (pesca, marisqueo, aguas, playas, paisaje…) y por ello siempre el Estado aparece como entidad subsidiaria, en lo penal y en lo financiero. Imputados civiles también son la aseguradora The London Steam-Ships Owners y los fondos aseguradores, llamados FIDAC (cuya responsabilidad en 2002 era de 175 millones de euros); la naviera Mare Shipping es responsable civil subsidiaria. Las 1.500 entidades públicas y privadas que ejercen la acusación pública (como Nunca Máis, que dirigió las movilizaciones, sin precedente en Galicia, de protesta por el desastre) insisten en las responsabilidades políticas y amplían sus demandas al ministro de Fomento entonces en ejercicio, Álvarez Cascos, y al mismo presidente Aznar.

Una novedad de gran importancia es que por primera vez se ha evaluado el coste de los daños globales –económicos, sí, pero también en cierta medida los ambientales–  con el resultado de que éstos ascienden a casi 4.500 millones de euros. La investigadora de la Universidad de Santiago, Mª do Carme García Negro y su equipo ya estudiaron los costes monetarios del naufragio del Aegean Sea y desde entonces han ido mejorando la metodología, que han aplicado aquí y que incluye daños directos e indirectos, actuales y retardados. Otro estudio, en este caso elaborado por investigadoras de la Universidad de A Coruña bajo la dirección de Blanca Laffon, relativo al daño genético personal sufrido por los voluntarios y empleados que trabajaron en las labores de limpieza de las playas, informa de que aquél existió en los casos de mayor exposición pero desapareció a los siete años.

Con la negra experiencia de los naufragios periódicos de petroleros, que arranca del Polycomander (1970), pasa por el Urquiola (1976) y tiene al Aegean Sea (1992) como precedente inmediato del Prestige, Galicia se siente inerme ante esta plaga que una y otra vez surge azotando sus valores más estimados: su mar, su litoral y la inmensa riqueza de ambos. “Excremento del diablo” llama al petróleo Steve Coll en Prívate Empire: ExxonMobil and American Power (2012), tanto por su capacidad intrínseca de envenenador como por su poder e influencia incontestados (en lo político, lo económico, lo psicológico…).

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista. Premio Nacional de Medio Ambiente en 1998.

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