La despolítica ambiental y el toque de rebato por lo más sagrado

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Pedro Costa Morata *

Se sabía perfectamente, desde las filas ecologistas, que un gobierno del PP agravaría la situación ambiental (problemas, proyectos, normativa) arremetiendo contra numerosos aspectos que consideraría necesario someterlos al desarrollismo a ultranza que caracteriza a una filosofía neoliberal en su versión más cerril. Y, así, sobrepasado el ecuador de la legislatura, el comportamiento de distintas administraciones del PP y muy especialmente del Gobierno central, ha ampliado el espectro del enfrentamiento con nuevas luchas que, a su vez, están estimulando la creatividad y el despliegue moral del movimiento ecologista.

Siete ámbitos de enfrentamiento merecen la atención más directa en estos momentos, dando lugar a una proliferación de conflictos probablemente sin precedentes. De entre los más clásicos el primero se relaciona con la nueva Ley de Costas, esa ocurrencia con la que el ministro Arias Cañete espera provocar a importantes fuerzas sociales críticas a cambio de entusiasmar a la inmensa caterva de pillos y especuladores siempre al acecho de oportunidades de saqueo en ese espacio tan privilegiado como frágil y sufriente.

El segundo tiene que ver con las infraestructuras de derroche e imprudencia, como el caso del AVE, diseño desproporcionado que contenía en su esencia, y así lo ha demostrado, el abandono del ferrocarril público, útil y social; o el de varios aeropuertos y autopistas fracasados cuya viabilidad siempre se criticó; en estos momentos se desarrolla el período de alegaciones de la última estupidez: un macropuerto de contenedores en la cala del Gorguel, de la costa murciana, a dos kilómetros del macropuerto de Escombreras y a cinco del de Cartagena.

El tercero lo representa el “caso Garoña”, en el que el Estado adopta decisiones contradictorias pero con una lógica nada sutil: que las empresas explotadoras pidan por su boquita que todo se les concederá (y en esas está el ministro del ramo, Soria). Al mismo tipo de iniciativas sumisas e irresponsables pertenece la moda de la quema de residuos en cementeras en crisis de mercado tras la debacle inmobiliaria, a las que las administraciones públicas vienen concediendo permisos y vistagordas para que aligeren el coste de combustible convencional sustituyéndolo por desechos y sobrantes, funcionando así como incineradoras cuando no lo son (ni están adaptadas para serlo).

Pero otros asuntos resultan más novedosos, con una característica muy interesante y es que sublevan sentimientos, en el universo ecologista, hasta ahora inexistentes, dormidos o inexpresables. Uno de estos casos es el del fracking, nuevo hallazgo, más o menos diabólico, que a modo de promesa y de Grial se nos vende como tránsito feliz a la independencia y la abundancia energéticas; y para ello se proyecta agujerear la tierra a discreción y contaminar suelo y aguas… para unos resultados que muchos estiman magros y equívocos. Otro es el de la minería a cielo abierto, en busca de “metales preciosos”, con el mismo estilo y por las mismas compañías que vienen devastando inmensos territorios en América Latina. Y otro, el de la idea de la privatización del bosque público por aquello de que su explotación es “mejorable”, en principio surgida en la preclara mente de la señora Cospedal (y con corolarios de tanta miga como el ataque al patrimonio y las prerrogativas de las Juntas Vecinales del viejo Reino de León, en cuyas manos la historia y el derecho han puesto recursos muy estimables, destacando importantes masas forestales).

Frente a todo esto la estrategia reivindicativa se basa en dos grandes plataformas argumentales, estando constituida la primera por la negativa sistemática y vigorosa a aceptar la menor recriminación sobre una actitud de rechazo y enfrentamiento hacia proyectos que se estiman necesarios para salir de la crisis. Pero esto pilla a los ecologistas hartos de experiencia y de razones ya que el largo proceso de destrucción ambiental, justificada con la consigna del crecimiento necesario y salvador, no ha llevado ni al desarrollo estable o equilibrado, ni al bienestar consolidado, ni al progreso tan cacareado ni, lo más grave de todo, a la garantía de futuro y supervivencia; tampoco ha evitado crisis tras crisis, incluyendo la actual, especialmente devastadora y canalla.

En algunos de los casos arriba aludidos llama la atención la especial perversidad ambiental de nuevas inversiones empresariales, concretamente las que persiguen recursos naturales básicos –los minerales, los hidrocarburos del fracking, los recursos del bosque público, la explotación de la franja costera,…– que refuerzan destacadamente la configuración, como lacayo, del Estado controlado por el PP, que por la destacada presencia de las materias primas como objetivo más bien podría calificarse de bananero, ya que implica la cesión a particulares del control de sus territorios y recursos convirtiendo la economía de saqueo en nota distintiva del modelo de desarrollo.

El hartazgo ante la cantilena desarrollista se expande con la agresión obscena y meticulosa a la naturaleza –fracking, minería–, y el ritmo de la evolución de esta crisis agudiza, proporcionalmente, la resistencia ecológica, que se profundiza y se redescubre a sí misma haciéndose más y más radical, sí, pero también y sobre todo amplía su fundamento e ideales a lo sagrado, que se perfila como nueva base de crítica y polémica. Es ese sentimiento que hasta ahora se ha atribuido a culturas consideradas inferiores pero que en la actual situación de España viene a suponer, con el cariz profundamente político que lo califica, una formidable y nueva arma de lucha ecológica. El ecologismo, penetrado de amor a la naturaleza (en sus versiones abstracta-intelectual y concreta-conflictiva) está dando un paso más, superado el escrúpulo timorato ante la reivindicación de “lo primitivo”, y reconvierte el apego al territorio y el rechazo a su maltrato físico (que subyacen de siempre en su filosofía práctica), en un declarado amor a la Madre Tierra, en un gozoso repunte de lo sagrado, que es un valor perdido en la niebla del tiempo y que ahora aflora, inevitablemente, en abierta contradicción con la cultura judeocristiana destruccionista (¡y su civilización, que tantos genocidios y saqueos ha de atribuirse!), y por supuesto con el racionalismo ilustrado nefasto con la naturaleza, y su corolario el capitalismo contemporáneo.

El precedente es el continuado apoyo, durante decenios distanciado, sobre las admiradas culturas indígenas supervivientes, a las que se les ha ido dando más y más importancia como cúmulos de valores de aplicación en este proceso reivindicativo; y que han acabado extendiendo eficazmente sobre la protesta de cuño occidental el manto sugerente y reconfortante de lo cósmico y lo ancestral. ¡Tenemos tanto que aprender de ellas! Y ahí despunta un nuevo filón de rabia y rechazo, a escala de nuestros territorios, que reivindica lo guanche ante las repetidas violaciones de la tierra canaria, o lo celta ante el vasto programa de heridas al suelo y al subsuelo gallegos en busca de oro y plata…

Y a los que quieran ver en esta afloración de sentimientos profundos, telúricos y espiritualistas, un episodio irracional de vuelta atrás ridícula e imposible, conviene advertir que la superstición en realidad es esto: el modelo de desarrollo pretencioso y ciego que no lleva a ningún sitio, y que nos arruina material y espiritualmente.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.

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