Carlos García Valdés
La editorial Planeta acaba de publicar (2013) la tercera entrega de las memorias de Alfonso Guerra (Sevilla, 1940) “Una página difícil de arrancar”, continuación de las ya publicadas con los títulos “Cuando el tiempo nos alcanza” (2004) y “Dejando atrás los vientos” (2006). Las primeras se contraen al periodo que comprende los años 1940-1982; las segundas, desde este último citado hasta 1991, y las presentes, desde entonces al momento actual. “Memorias de un socialista sin fisuras”, las subtitula el que fue vicepresidente del gobierno y vicesecretario general del PSOE y en verdad que se corresponde con la percepción que se tiene del relevante personaje. Sus escritos repasan su trayectoria al respecto, ordenados de forma cronológica lo que, en ocasiones, se asemejan más a un dietario que a una biografía donde la elaboración literaria de los recuerdos es lo prioritario. Pero en todo caso, en honor del autor, hay que decir que los mismos no son de un insoportable protagonismo como acontece en otros modelos biográficos. Es cierto que Guerra, como es lógico, habla de cuanto sabe y aconteció pero sin vocación egocéntrica, es decir, como contándolas con una cierta distancia, no con la convicción de que sin él las cosas no hubieran sucedido o su rumbo hubiera sido diferente.
Comienza el texto con una alabanza que hoy cobra fuerza, a la que personalmente añado una postrera deducción. Es la primera un reconocimiento sincero y hondo a la transición democrática operada en nuestro país y con la sospecha de que hoy no se valora como se debería. No es nuevo ese sentimiento para muchos. Ese momento mágico parece olvidado ahora en que parece que todo nos ha sido dado. Por eso que obras como esta rescaten y defiendan aquella etapa merece todo el reconocimiento y aplauso. En páginas posteriores del libro, insiste en estas ideas. Y en segundo lugar, es sencillo inducir de todo lo escrito una defensa de la clase política no necesariamente corrompida, como parece que casi todos piensan, pues es elemento imprescindible para el desarrollo de las instituciones del Estado.
Guerra ha pasado factura de muchas cosas en este postrer texto y lo hace con personas y situaciones que le tocó vivir y, muchas de las veces, protagonizar. Que fue uno de los miembros del gobierno y del Partido Socialista más importante, no ofrece duda. Pero aquí el relato comienza precisamente a partir de su salida del ejecutivo y, por ello, afronta los momentos posteriores con una gran dosis de conocimiento de cuanto sucedió y de explicación de muchas de las cosas que acontecieron.
A este respecto, pocos se libran de crítica en ocasiones acerada. Siempre leal a Felipe González, no escatima presentarnos sus discrepancias con él, que se van haciendo más profundas. En cambio, Carlos Solchaga no parece que le guste desde el primer momento, ni como ministro ni como efímero portavoz parlamentario. Sus reservas a Baltasar Garzón se narran con escasos miramientos al dudar de su lealtad al grupo, cuando Felipe se lo anuncia como el gran fichaje de las elecciones de 1993, y después rechazar su pago compensatorio, a través de la llamada caja B, cosa que le solicitó el juez al renunciar momentáneamente a su carrera. Cuando posteriormente narra lo acontecido con los GAL, que lo enmarca en la locura terrorista previa, es inmisericorde con la forma de instruir del juez en muchos de sus asuntos y concluye con su ambición y vanidad personal. Tampoco habla bien de Javier Solana, siempre medrando, ni de ciertos medios, especialmente de el diario “El País” de Polanco, al que no traga; ni le gusta el comportamiento de José María Maravall, oportunista y disgregador, o la personalidad de Narcis Serra, flojito en todo. Al margen de los políticos, tampoco olvida las conspiraciones contra él tramadas por determinados periodistas, “la banda del crimen” les dice, resueltos, en su momento, a acabar como fuera con el gobierno del que formaba parte, apoyando descaradamente y con juego sucio a Aznar. Después, cuando de su mandato habla, no puede ser más extremo en el encono, y ello desde sus comienzos o con su presencia en el trío de las Azores, “estigma de la humanidad” lo califica, falseando los motivos justificativos de la guerra de Irak. Finalmente, Guerra entiende su fracaso electoral del 2004 como consecuencia de la manipulación efectuada con motivo de los atentados del 11-M, monserga que no ha cesado todavía.
Cuanto narra tiene fundamento o, al menos, con tal se ofrece al lector. Por ejemplo, cuantas iniciativas se emprendieron por los “renovadores” encuentran el rechazo frontal de Guerra, como algo inútil -“renovadores de la nada”, decía Txiki Benegas y él repite con aprobación- y pernicioso para el partido. Por el contrario, cuando presenta la peripecia de las últimas elecciones que ganó el PSOE, antes del triunfo arrasador de José María Aznar, se reafirma en lo inútil del pretendido nuevo aparato pues, en definitiva, fue el mismo quien diseñó y llevo a cabo la campaña triunfante aunque otros se atribuyeran el éxito. Las jornadas electorales de las perdidas elecciones del 96, se cuida mucho de insistir en que no fueron ni organizadas ni asumidas por él. A raíz del triunfo del PP, las páginas se endurecen.
No es cambio equilibrado en la crítica de la corrupción que ya se extendía. Ni la empezó, que se sepa, el PP, ni se afrontan en el libro de forma muy enérgica, en mi opinión, los escándalos Roldan o Rubio que, sin embargo, fueron determinantes para el deterioro de la imagen socialista. Es cierto que menciona con desprecio esta situación pero, a mi entender, no ahonda en el problema que dio lugar a la misma que no fue otro que la acomodación al poder y la sensación de impunidad que trasmitía el ejercicio del mismo durante tantos años continuados. Un signo de lo expresado es la defensa que Guerra hace a ultranza de Guillermo Galeote, implicado en el ‘caso Filesa’, o de la gestión de la Expo 92 sevillana, donde parece que no pasó nada cuando el sentir popular es, desde luego, distinto. Aprovechando el caso de presunta financiación citado, los dardos de Guerra también apuntan a la instrucción que llevó a cabo Marino Barbero, catedrático de Derecho penal y entonces por el sexto turno -no por el cuarto, como dice- magistrado de la sala 2ª del Tribunal Supremo. Asimismo, no deja de reseñar como el futuro presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, no firmó un escrito de apoyo al entonces tesorero del partido.
Emocionado es el recuerdo que Alfonso Guerra profesa a los amigos y demás asesinados por ETA, si bien menciona, de forma destacada, a los compañeros que desaparecieron, especialmente a Fernando Mújica, deteniéndose también en los de otras formaciones políticas, pues al político sensible y honesto cualquier muerte le alcanza; de ello deja muestra el autor en sus páginas. Cuantos vivimos aquella etapa terrible no podemos olvidar los entierros y el dolor gratuito ocasionado por los desalmados y de esto hay justo reflejo en las páginas de este libro. No menor sentimiento profundo expresa al hablar de Salvador Allende, de su viuda, Hortensia Bussi, y del Chile sometido a la tiranía del general, así como de los amigos muertos: Abril Martorell y Ramón Rubial. De Adolfo Suarez habla ahora con respeto. Valora su contribución al cambio político operado en España y nos da a conocer su conversación, llena de dignidad y valor, con el golpista Tejero el 23-F.
El gobierno de Rodríguez Zapatero lo interpreta como el triunfo del relevo de la juventud en el PSOE, mencionando los avances sociales que procuró. Nombrado Guerra presidente de la Comisión Constitucional del Congreso., tuvo ocasión de pronunciarse respecto al nuevo Estatuto catalán, que tacha de inconstitucional en alguno de sus artículos, presagiando el futuro sentenciador. Nadie pedía esto, en mi opinión, causa de muchos males posteriores, ni menos la legalización de Bildu, sobre la que pasa de puntillas.
La última parte del presente libro autobiográfico de Alfonso Guerra baja el tono. Pareciera como si desease terminarlo. De ahí, por ejemplo, la menor atención a la segunda legislatura de Zapatero o la nula dedicación a escándalos como los del ERE en su tierra. Todo concluye con su nombramiento como hijo predilecto de Andalucía, en 2011, posiblemente lo que más ha satisfecho a Guerra en su larga y provechosa trayectoria humana y política.
A la gente mayor, ya se sabe lo que les ocurre. Se acuerdan muy bien de la niñez, pero no se acuerdan de lo que han hecho ayer. Como D. Alfonso
¿Qué parte de culpa tiene él en la aprobación del «Estatut»?
Y en la legalización de Bildu no se oyó ninguna voz discordante en su partido, tampoco la suya.