Los demonios que los españoles llevamos dentro

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Francisco Serra

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El príncipe Felipe, durante su discurso en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, el pasado 25 de octubre, en Oviedo. / Ballesteros (Efe)

Un profesor de Derecho Constitucional fue al médico. Le había salido un padrastro en el dedo y se le había infectado; a pesar del tratamiento con antibióticos le seguía doliendo y no tuvo más remedio que volver a visitar al doctor. En la sala de espera, varias personas de edad (el profesor era el más “joven” de todos) aguardaban su turno e intercambiaban comentarios sobre la actualidad. El profesor entabló conversación con un señor muy agradable que parecía sostener opiniones bastante razonables hasta que, sin venir a cuento, expresó su parecer sobre una noticia del periódico: “la esperanza de vida de los españoles”, leyó, “ha descendido mucho en los últimos años”. Y a continuación prosiguió: “He oído que esto pasa porque los masones van a los hospitales para inyectar líquidos en los sueros de los enfermos ingresados en los hospitales para que se mueran antes”.

El profesor contempló horrorizado a su interlocutor y, balbuceando, intentó mostrarle lo absurdo de sus afirmaciones hasta que, poco después, le tocó el turno. Al salir del despacho del especialista, el hombre que había formulado ideas tan disparatadas había desaparecido. Para los que han llegado a conocer la extraña fijación del “anterior Jefe del Estado” (con ese eufemismo se denominaba al dictador en la época de la transición) por el “contubernio judeo-masónico”, cualquier teoría conspirativa que atribuya nuestros males actuales a oscuras fuerzas ligadas a una religión o a la práctica de un determinado rito les hace rememorar algunos de los momentos más tristes de nuestra historia nacional.

El profesor recordaba haber leído que una de los argumentos utilizados para justificar la persecución de los judíos en otros tiempos era la acusación de que se dedicaban a envenenar las aguas para provocar enfermedades. Atribuir ahora a una sociedad ya nada secreta actuaciones parecidas no es más que una muestra de que los demonios latentes en la vida española vuelven a aflorar. Es probable que a algunas personas, pertenecientes a una determinada clase social, les sea difícil admitir que aquellos a los que ellos mismos han votado son los que, recortando el presupuesto en sanidad y educación, están conduciendo a un rápido deterioro de las condiciones de su existencia.

Unos meses antes, un amigo le habló de un colega que, al acudir ya con la maleta preparada, a ingresar en el hospital, para ser operado de corazón, le comunicaron que de momento no iba a ser sometido a la intervención porque los índices a partir de los cuales se consideraba conveniente realizarla se acababan de modificar. No hace falta que se ejecuten ningún tipo de acciones para acelerar la muerte de pacientes gravosos para la sanidad pública, pues basta con pequeñas alteraciones de las condiciones en que se prestan los servicios o una ligera subida en el precio de los medicamentos para que se produzca un deterioro de la calidad de vida de los ciudadanos más necesitados de ayuda.

La mayoría de los jubilados gastan mucho en botica y el profesor recordaba cómo su padre, desde al menos diez años antes de su fallecimiento, debía tomar una docena de pastillas al día para aliviar sus múltiples padecimientos hasta que una noche, cumplidos ya los ochenta, no volvió a despertarse.

Cuando el profesor regresaba a su domicilio se cruzó con un joven que, como es habitual, hablaba por el móvil sin importarle ser escuchado por los demás viandantes. “Ya voy para casa, mamá”, explicaba, “es que se me ha hecho tarde quemando contenedores… en la Complutense”. El profesor contempló con asombro al chaval, que aún no parecía tener edad suficiente para acceder a los estudios universitarios, y que se ufanaba de haber llevado a cabo una acción tan vandálica e injustificada, por mucho que se compartieran los motivos para  defender la jornada de huelga en la educación.

El profesor hubiera deseado no haberse levantado ese día de la cama, porque de manera brusca se había dado cuenta de la forma en que la crisis ha destruido nuestro tejido moral, haciendo que volvieran a aparecer los demonios que los españoles llevamos dentro. Al día siguiente, vio en televisión el solemne acto de entrega de los Premios Príncipe de Asturias, cuya utilidad es más que dudosa en el momento presente, y en los discursos que afirmaban que España es una gran nación y no debemos dejarnos arrastrar por el pesimismo solo advirtió el profundo alejamiento existente entre la “España oficial” y la “España real” (nada “principesca”).

Recordando uno de los textos clásicos del pensamiento español (del “tacitismo”, tan estudiado por Tierno Galván, el “viejo profesor”), atribuido a Baltasar Álamos de Barrientos (lejano antecedente de la distinción política entre “amigo” y “enemigo”, esencial para Carl Schmitt) se sentó ante el ordenador y empezó a escribir, para uso de quien, con toda probabilidad, si pervive la monarquía (lo que no es nada seguro) se va a convertir, muy pronto quizás, en el próximo rey de España, para que llegara a conocer lo que se habla en las calles de su país y tal vez aún no ha escuchado (o no quiere escuchar).

Discurso político al rey Felipe VI antes del inicio de su reinado (y II): La monarquía será sometida a un 'plebiscito cotidiano'. 

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