Jesús Cuadrado *
Si hoy viviera Tony Judt, el gran historiador de los países ex comunistas, interpretaría la intervención de Putin en Ucrania, en coherencia con su gran obra “Postguerra”, como un hecho más en la compleja transición postcomunista. En eso pensé al leer el discurso del presidente ruso a propósito de la anexión. “Crimea es tierra santa rusa” proclamaba Putin en una sala San Jorge del Kremlin, cargada de solemnidad imperial. Recordó que en Crimea fue bautizado el príncipe Vladimiro, comenzando allí la cristianización de Rusia, y que él estaba aplicando ahora la misma política de contención de Rusia que ya se hacía en los siglos XVIII, en el XIX y en el XX. Cuando leí estas palabras de un nacionalista ruso que dice actuar para proteger a los millones de “rusos” que viven en Crimea, y en toda Ucrania, recordé expresiones muy similares de Milosevic, pronunciadas hace no mucho, durante la crisis de Yugoslavia. ¿Qué tienen en común Putin y Milosevic?
Ambos son líderes de origen comunista, que han ejercido el poder cuando los regímenes en los que se formaron ya no existían, que recurren a una nueva base política y juegan la carta étnica para compensar su falta de interés por la democracia, por un sistema de convivencia entre diferentes. Para ambos, el patriotismo ofrecía una forma alternativa al comunismo para garantizarse el poder. El patriota ruso Putin y el patriota serbio Milosevic excitan las diferencias culturales, de origen étnico o lingüísticas, como sustitutos del comunismo caído en el que se formaron, con recursos no muy diferentes a los de los Le Pen, en Francia, Wilders, en Holanda, o el alcalde de Badalona, en España. Así, abren la caja de lo que Amin Mallouf denomina “identidades asesinas”. Ambos, y otros con currículo similar, transitan de los “comunismos nacionales” al ultranacionalismo, bien acompañados con una sobredosis de historia patria. Un serio peligro, que puede poner violencia entre grupos donde, como señalaba otro buen experto en los países del Este, Garton Ash, hasta ahora no existía. Nótese cómo para Putin los “rusos” de Crimea no eran ucranios, sino compatriotas suyos que deben ser liberados; si se recuerda a Milosevic y los cientos de miles de personas asesinadas, violadas, torturadas, o los millones de desplazados de sus casas, habría que preocuparse.
Aunque con resultados muy diferentes, sobre todo en función de su incorporación o no a la UE, la evolución de estos países ha contado con este tipo de liderazgos hipernacionalistas de extracción comunista. El propio Milosevic apelaba a Kosovo como “último baluarte de resistencia de la Serbia medieval frente a los turcos”, como su “tierra santa serbia”, “santuario de la patria”, para impulsar uno de los genocidios más vergonzosos, unido a un salvaje proceso de “limpieza étnica”, como ha puesto de relieve el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. La historia como arma fue utilizada por otros líderes comunistas reciclados en ultranacionalistas, como quienes en la antigua República Democrática Alemana, en su fase final, para reconciliarse con la gente, cantaban las glorias de la Prusia del XVIII, o como quienes se apuntaron al “comunismo nacional” en Bulgaria y Rumanía, donde los que habían adulado a Nicolau Ceaucescu, el “Conducator, crearon el Partido de la Gran Rumanía, antisemita y conocido por sus ataques a la minoría búlgara. Se trata, pues, de un patrón conocido de políticos, de esos que, en palabras de Madeleine Albright, “no respetan los semáforos rojos”. Algunos ya han producido suficiente daño, otros, como Putin, están en ello, y muchos, afortunadamente, no pudieron producirlo gracias al anclaje de sus países en la UE.
Su pasión por la historia no era el único rasgo diferenciador, tenían otros, como su afición por las privatizaciones “en forma de cleptocracia”, con resultados como el de los treinta y seis oligarcas rusos, que en 2004 ya habían acaparado unos ciento diez mil millones de dólares, o el enriquecimiento súbito del yerno del presidente ucranio en esa misma época, Víctor Pinchuk, que “compró” al Estado una de las acerías más importantes del mundo. Así que, frente a esta deriva caótica postcomunista, hoy interesa preguntarse si la UE fue, y es, la solución para estos países. Se suelen poner de relieve múltiples carencias de la UE, sobre todo la falta de coordinación en las políticas que deberían ser comunes y en la política exterior, o que no sea un verdadero Estado. Pero se olvida que Europa es sobre todo una idea, como la paz o el progreso, un refugio en el que conviene estar, en el que para los países del antiguo bloque soviético lo más importante era lo que tenían que perder si quedaban fuera.
Hay pocas dudas sobre la influencia decisiva de la UE para poner fin a la violencia en la antigua Yugoslavia; los que se mataban hace nada coinciden en el objetivo común de entrar en la UE, quieren estar dentro para no volver al pasado. El gran dramaturgo rumano Ionesco lo captó perfectamente cuando decía, en los años noventa, que su país natal “estaba a punto de abandonar Europa para siempre, lo cual significa abandonar la historia”. Por eso fue tan decisivo el proceso de ampliación abierto en la cumbre de Copenhague de 1993 a los países del centro y este de Europa, incluidas las tres ex repúblicas bálticas de la URSS; lo hicieron forzados, como suele ocurrir en la UE, por el desastre de los Balcanes, pero fue resuelto con rapidez tras un breve proceso de asociación. Es cierto, la UE no es un Estado, pero su ventaja radica en su imprecisión, la que le hacía mofarse a Kissinguer con su “si tengo que telefonear a Europa, ¿qué número marco?”. Pero, de otra forma, ¿hubiera sido posible un proceso de ampliación tan intenso en tan poco tiempo? Y, para quienes tienen dudas, ahí están sus datos económicos.
Y ahora Putin pone a prueba a la UE en Ucrania. Era conocida la retórica del presidente ruso sobre sus aspiraciones territoriales, a las que me refería en un post anterior, pero con la anexión de Crimea interpela directamente a la UE. Durante cuatro años, entre 2008 y 2012, he participado en la Asamblea Parlamentaria de la OTAN en los debates sobre la posible incorporación de Ucrania y Georgia, tanto a la Alianza como a la Unión Europea, y siempre dominó un núcleo mayoritario de aliados partidario de priorizar la cooperación con Rusia frente a la ampliación. Pero, ahora, la anexión de Crimea obliga a la UE a definir una estrategia clara frente a Putin y, más allá del impasse del pasado Consejo, más teatral que efectivo, ya no servirá la habitual indefinición europea. ¿Le abre el camino de la integración plena a Ucrania, como se hizo en los años noventa, o tiene alguna otra misiva que remitirle a Putin y, de paso, a las caóticas fuerzas políticas ucranias? Es evidente que desde el poder ruso se van a mover las aguas de las diferencias étnico-culturales, lingüísticas o religiosas, y se va a jugar con fuego en Ucrania, pero Europa no se puede permitir, después de tantas dudas y errores, más experiencias de limpieza étnica. Sigue siendo preferible, para la seguridad europea, el buen entendimiento con Rusia, pero, si no es posible, se debe iniciar el proceso que ha funcionado antes con los países del centro y este de Europa. Y que lo sepan, en Rusia y en Ucrania.
Alguien dijo, en pleno desastre de las guerras de Yugoslavia, que los europeos quieren estar seguros de que en el futuro no habrá aventuras, porque ya han tenido más que suficientes. Y, por cierto, para no complicar más las cosas, mejor guardar con siete llaves la gramática de la Guerra Fría, tan utilizada en España estos días para “explicar” la crisis de Ucrania.
¿Quiere decir Cuadrado que la UE va a integrar a Ucrania? No lo creo.
Me ha gustado mucho sigue así señor feudal
Me ha gustado mucho sigue así señor