Hugo Martínez Abarca *
"Lo peor no es cuando tu padre no te reconoce, lo peor es cuando no reconoces a tu padre. Y no lo reconozco", decía alguno de los hijos de Pasqual Maragall en Bicicleta, cuchara, manzana, la película que se hizo sobre el Alzheimer que sufre Maragall. Es algo que conoce quienquiera que tenga el Alzheimer cerca: no es sólo la pérdida de la memoria, no es eso lo peor, lo peor es la pérdida de identidad, mucho más radical, mucho más difícil de abordar. La memoria es la percepción subjetiva de nuestra Historia, nuestro relato de cómo hemos llegado hasta aquí, de cómo nos hemos construido. Nuestra memoria es lo que nos dice quiénes somos. Somos nuestra memoria, sin memoria no somos, con otra memoria somos otros y vamos siendo según vamos construyendo nuestra propia memoria. Cuando perdemos nuestra memoria dejamos de ser nosotros. Lo vemos en las personas, pero también pasa en los pueblos, de hecho la memoria colectiva es una parte crucial de lo que hace identificarse como pueblos.
Se suele decir que España es un país sin memoria histórica. Es falso. Tiene una memoria y, como todas, es selectiva. Ha tenido que morir otra conocida víctima del Alzheimer para vernos empapados de memoria. Desde que se anunció la inminente muerte de Suárez nos hemos sumido en visiones de la Transición: coincidentes con la mitología oficial o no, qué más da. Pero nadie ha dicho que no olvidemos aquello que sucedió hace cuarenta años, que dejemos en paz a los muertos, que miremos para el futuro. Dime cuánto ha renegado quien sea del recuerdo a las víctimas del franquismo porque no hay que mirar atrás y te diré con cuánta emoción se ha referido a la Transición en esos días de luto por un Adolfo Suárez cuyo homenaje ha servido con idéntico entusiasmo para un roto o para un descosido. Incluso ante la aparición del libro de Pilar Urbano, la tromba de reacciones en ningún caso han rechazado que removamos un pasado tan lejano sino que el recuerdo de tal pasado no se ajustara a esa memoria oficial que configura la identidad del país que defienden los Cebrián, Zarzalejos, Martín Villa, Marcelino Oreja… y por delante de ellos la Homero del régimen de la Transición, Victoria Prego, narradora oficial de nuestra mitología fundacional desde aquella serie de TVE hasta los recientes reportajes con Suárez Illana que pretenden desmentir a Pilar Urbano.
La España de la Transición construyó en los años 90 una memoria muy definida como pilar de un conservadurismo en el que todos debíamos sentirnos cómodos. Un relato que se hizo a la vez que el, seguramente fallido, intento del gobierno Aznar de reivindicar la España de la Restauración, de Cánovas y Sagasta como antecedente democrático del que sentirnos orgullosísimos: precisamente los rasgos que muchos reivindicamos como continuados (fraude bipartidista, caciquismo, etc) no son precisamente una memoria que construya un país reivindicable. Pero con ello el aznarato pretendía construir una identidad española más aseada que la que se anclaba en Isabel La Católica, Tomás de Torquemada, Donoso Cortés y Francisco Franco. Junto a ello Aznar impulsó lo que se llamó revisionismo histórico de la guerra civil (y que no era otra cosa que una ridícula reedición de la Causa General franquista y de la propaganda del Régimen del 18 de julio de Ricardo de la Cierva) convencido de que o se contrarrestaba una cierta hegemonía de la memoria democrática o la derecha española siempre aparecería como una anomalía.
De modo opuesto al acertado análisis aznaril, si logramos una hegemonía de una memoria democrática y emancipadora (“Otra memoria de España es posible”) nuestro pueblo vivirá como anomalías perfectamente evitables las etapas de retroceso y los proyectos reaccionarios.
De aquel proyecto lo que más huella dejó en el conjunto del país fue el relato místico de la Transición que ha intentado renacer de sus cenizas en estos días de pasión y muerte de Adolfo Suárez. Es lo que define la identidad de este país en decadencia, de sus instituciones, del régimen político aún vigente. Por ello la batalla por la memoria es prioritaria: la memoria colectiva nos identifica como país.
Cuando se resquebrajan los cimientos institucionales las voces conservadoras más lúcidas no se enrocan en el inmovilismo sino que reivindican una Segunda Transición que acaso tuviera como punto de arranque la abdicación de Juan Carlos (a quien tanto debemos pero que ha cometido errores últimamente que desaconsejan prolongar el desgaste) en su hijo. Esto es, esa memoria de la Transición es la que configura qué somos como país y cómo nos desarrollaremos en el futuro; la memoria de la Transición de Victoria Prego es mucho más poderosa que un mero instrumento en defensa de un régimen institucional. El mito de la Transición no bloquea los cambios sino que nos dice cómo nos comportamos como país cuando la crisis institucional hace inevitable los cambios. Buscando el consenso entre opresores y oprimidos, entre saqueadores y saqueados, intercambiando un limitado reconocimiento de los derechos violados por mantenimiento en lo sustancial de las élites, llegando a acuerdos entre empresarios y trabajadores que eviten toda conflictividad social y renunciando los partidos más críticos a más cambios que los que el poder decadente dicte como posibles (¿Es que Cayo Lara no ha leído a Carrillo? se preguntaba irritadísimo el cada vez más prestigioso Juan Luis Cebrián).
Frente al corsé de la memoria de la transición, un 14 de abril sirve siempre para una memoria colectiva de la ruptura con un régimen monárquico corrupto, caciquil con una constitución de apariencia limitadamente democrática que daba amparo a una dictadura camuflada hipócritamente de dictablanda. Una ruptura que apostó por cambios estructurales hacia una democracia cuyos cimientos fueran el conocimiento, la educación, la laicidad, la reforma agraria, los derechos sociales e incluso la memoria del saqueo (el proceso constituyente se hizo a la vez que se juzgaba el saqueo del régimen alfonsino).
La memoria democrática que tiene un referente en el 14 de abril construye un país que rompe con los poderes ilegítimos para construir la emancipación popular.
Esa otra memoria cuyo referente es 1978 es una memoria diseñada para una construcción conservadora pero relativamente abierta del país, una memoria que nos hace rechazar cambios importantes que no sean dirigidos por las élites como algo peligroso, guerracivilista, una memoria que nos impide reivindicar justicia contra los crímenes del poder, que nos indica lo arriesgado que es no renunciar a reivindicaciones normales (¿qué podría haber de extremista república, laicismo, justicia…?).
La memoria nos dice quiénes somos y por tanto cómo actuamos. La memoria colectiva nos indica el camino. Una memoria democrática nos diría que nuestro camino es la lucha por la emancipación; la memoria de la Transición se ha constituido en una memoria conservadora, que limita todo cambio a aquello que amablemente puede aceptar el poderoso por muchos años que lleve robando todo al pueblo. El 14 de abril construyamos memoria democrática: es la mejor forma de construir un país democrático.
Memoria conservadora, memoria republicana, memoria de la desmemoria de muchos y muchas y falta de memoria en el encuentro donde muchos queremos ruptura donde otros prefieren conservar lo que es para desechar sin pensar y donde miles y miles de jóvenes quieren alejar de sus asambleas a gente que siguen creyendo en la necesidad de alejar de si a los partidos y a los que consideran abuelos cebolleta. Los q promueven el abstencionismo y son incapaces de darse cuenta que muchos entre los que me encuentro estamos en situación de emergencia, de extrema necesidad y necesitamos inclusión y avance, comprensión y acción.
Momentos de gran flexibilidad y momentos de una puesta en escena colectiva para que pongan en el lugar que se merecen a los luchadores de siempre . Hugo ojalá juntos construyamos un país democrático todos los días superando todas las contradicciones pq lo que tenemos delante muchos es la miseria democrática y la amplia miseria social.
Muy buen artículo y gracias por estar ahí.