Elogio de un Ebro potente y libre

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Pedro Costa Morata *

Pedro-Costa-MorataNo es seguro que se tome buena nota de las causas, con los desmanes que subyacen, de esta última y espectacular crecida del Ebro, que tantos daños está produciendo en campos, granjas y poblaciones de las orillas, sobre todo, navarra y aragonesa. Se habrán de compensar, desde el Gobierno de Madrid y las Autonomías, esas pérdidas cuantiosas: esperemos que con generosidad y presteza, aunque sólo sea por la inminencia de una campaña electoral en la que toda trampa o dilación relacionadas con la catástrofe serán castigadas sin apelación.

Pero no es probable, ni mucho menos, que las medidas que se adopten, más allá de las de tipo económico destinadas a paliar el daño material, sirvan ni siquiera parcial o temporalmente para prevenir similares acontecimientos. De momento, hay que reconocer que el episodio se ha desarrollado con inundación previsible y monitorizada, así como con un despliegue de medios que ha evitado las víctimas humanas. Pero a la hora de la reflexión y del examen de conciencia, sobre el abuso sistemático, cuantioso, generalizado ('global', podría decirse) del Ebro, se pasará una vez más de puntillas, sin que nadie se lo atribuya y como si, en definitiva, fuera el propio río el culpable (“que lo draguen, que lo limpien, ¡que lo quiten!”, me pareció oír a un indignado paisano!).

El Ebro sufre de sobreexplotación y maltrato general, y esto afecta a su cauce y sus aguas, pero también a sus riberas y sotos, servidumbres y salvaguardias. El dominio público ha acabado siendo ficticio en grandes tramos, al ser absorbido o restringido, es decir, privatizado de hecho; y el río como flujo irregular ha sido despojado de espacio amortiguador. Todo esto, sin considerar el alto contenido de fertilizantes, pesticidas y todo tipo de desechos agrícolas y ganaderos que, vertidos continua y desconsideradamente, deterioran sin tregua gran parte del propio cauce, así como el acuífero del Valle del Ebro, muy contaminado por nitratos y fosfatos.

Además, el cambo climático empeora las cosas y faculta la extemporaneidad de sucesos excesivos: por ello se hace necesario incrementar la prudencia, el genio e incluso la renuncia: es inevitable actuar sobre el dominio público revisándolo y ensanchándolo, e incrementar los controles, prohibiciones y garantías en sus márgenes integrales. Antes, el deshielo se producía con la complicidad combinada y solidaria de las lluvias escasas y la evolución suave de las temperaturas, y se dejaba sentir, de forma lenta y benigna, de abril a junio; ahora, con lluvias de invierno excesivas y la irrupción impropia del calor inesperado, la nieve acumulada se convierte en torrenteras impetuosas que alimentan los poderosos afluentes pirenaicos, que bajan exigiendo, para sí y para el Ebro, derechos y vía libre.

Pero tampoco de esto tiene la culpa el río, que sigue generando una parte significativa de la riqueza económica de media docena de regiones: motivo más que suficiente como para que se le mime y se le venere, y no se le castigue o maldiga… Y para que se haga un esfuerzo por resolver la inexistencia de una política territorial que debiera ordenar, prever y proteger personas y bienes en toda una región natural dependiente, que es beneficiaria y rehén al tiempo.

El Ebro es un ser vivo, animado y delicado en recreación constante, que aun así ha de enfrentarse a imprecaciones y agresiones cada día por mor, precisamente, de su enorme capacidad de dar riqueza, ya que muchos de sus beneficiarios no consideran que hayan de ceñirse, por prudencia, a sus limitaciones y exigencias. También es, con fundamento, un flujo vengativo; sorprendente, cuando la memoria enflaquece y la codicia se desmadra; y pedagógico, aunque es verdad que sus enseñanzas no son, como debieran, seguidas por quienes tanto le deben. Es un recurso natural potente y accesible, de múltiples (aunque no todos amables) usos: tan generoso como irascible. Por eso estos furores, excepcionales por la aplicación secular de una técnica que lo embrida y somete, son ya canto de cisne: sobresalto para el recuerdo porque la historia de su explotación sofoca y mata, implacable, sus excesos naturales.

La ministra Tejerina, de Agricultura y Medio Ambiente, que parece hecha de la misma pasta mercantilista y antiecológica que su antecesor, el inolvidable Arias Cañete, ha apuntado con un amenazante “cambiar la legislación si se hace necesario”. Viene a exhibir, así, esa filosofía temible de eliminar obstáculos de protección ambiental cuando obstaculizan el desarrollo de planes y proyectos; lo que en estas circunstancias se ha de relacionar con un dragado que ni la experiencia, la sabiduría o el ordenamiento jurídico de cauces fluviales como el Ebro actualmente permiten; esperemos que el trance electoral pase sin que las ideas de Abundio se incrusten en el BOE.

Debiera saberse que la vocación de los ríos no es convertirse en lagos, que es lo que los embalses vienen a provocar. Y, mucho menos, en corrientes de agua racionalizadas y entubadas –como muchas opiniones, desde el drama, parecen exigir–, despojadas de un cauce silvestre siempre en evolución; de un complejo y animadísimo cortejo vegetal de ribera; de una vida acuícola proporcional a su limpieza y potencia; y de una poesía, en fin, que los tiempos se empeñan en trocar, productivismo al canto, en discurrir prosaico y rutinario, cada vez más melancólico.

Mientras tanto los ecologistas, depositarios de la prudencia fugitiva y de una sabiduría que naufraga, aguantan el tirón de las invectivas (“¡como los ecologistas no quieren que se drague el río…!”) que les lanzan agricultores y otros beneficiarios desde hace tiempo desafectos de un Ebro sin el que nada serían. Pero en medio del tumulto, la indignación y las acusaciones, la razón se ciñe a ellos… Impensable salir ahora a misionar, a deshacer entuertos y predicar a favor de un río que sólo hace que sufrir, aguantar y envilecerse: a señalar la avaricia de los campos que llegan hasta sus mismísimas orillas apropiándose por las buenas de la franja de dominio público; a denunciar la puesta en producción de suelos subsidiarios que todo el mundo ha visto inundarse alguna vez; o a condenar, proféticos, osadías y atropellos. Fueron los ecologistas, los que aman al Ebro hasta jugársela una y otra vez, quienes impidieron en los 70 su nuclearización cantada: si bien no fue posible impedir la central de Garoña, surgida en tiempos imposibles, y la segunda, Ascó, logró instalarse tras la debacle sufrida por todo un pueblo arrollado en desigual combate, sí lograron descartar las previstas para el cauce principal del Ebro, en Sástago y Escatrón, más la que pretendía, en Chalamera, su majestuoso afluente, el Cinca.

Y gracias a ellos, a su tenacidad e inteligencia, se ha frenado el dragado de la ría de Huelva, del Guadalquivir navegable y de otros ríos que han sido hallados culpables de obstaculizar el progreso, el futuro y otras gaitas. Aun así, la imprudencia burocrática y los presupuestos nómadas han ido haciendo daño un poco por toda nuestra geografía (por ejemplo, con la malhadada ocurrencia de 'sanear' cauces y riberas, flanqueando éstas con escolleras que –así en el alto Segura– a más de destruir los cañaverales protectores, multiplican la velocidad de las aguas en caso de crecida.) Tomémonos, pues, nuestros ríos en serio.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.

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