¡Vivan los deberes!

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Sebastián Martín *

Sebas_MartinAbundan últimamente las noticias sobre la acumulación de tareas para los colegiales. Hay iniciativas que abogan enérgicamente por su práctica supresión. Estudios científicos demuestran la obviedad: el rendimiento escaso del alumno sobrecargado. Hasta las comparsas del Carnaval de Cádiz rinden homenaje al niño actual, arrastrando la mochila de acá para allá, prematuramente estresado de tanta responsabilidad.

Acostumbrados como estamos a lamentarnos de los efectos sin acudir a las causas, no iba a ser menos en este campo. De forma instintiva, se diría que los niños vienen a casa abrumados de deberes porque han aumentado irresponsablemente los contenidos didácticos, pero nada más lejos de la realidad. El actual desquiciamiento de las tareas revela una sola de las caras de un proceso complejo más general. Y la causa concreta que lo provoca no es otra que ésta: en las horas lectivas no avanzan tanto como debieran porque no se ocupan prioritaria o mayoritariamente de la transmisión de conocimientos.

Para explicarse esta dejación de responsabilidad escolar pronto acude a la mente la crisis y sus recortes. El aumento de la ratio de alumnos por aula, la imposibilidad de contar con personal de apoyo y el retraso con el que se producen las sustituciones introducen, desde luego, un factor de relevancia. Pero no es el único, ni el principal. El motivo central radica en otro lugar. Y manifiesta el desplazamiento progresivo que está experimentando la educación elemental en nuestro país, un tránsito paulatino que va desde la enseñanza tradicional a la enseñanza que podríamos llamar posmoderna.

La oposición arquetípica de ambos modelos podría ensayarse como sigue. La primera, la tradicional, es vertical y unidireccional, se apoya en libros de texto y en las explicaciones del maestro y concibe a los alumnos como receptores de su orientación, no haciéndolos en consecuencia partícipes de su propio proceso de aprendizaje. La segunda es horizontal y multidireccional, se apoya en la propia praxis del niño, quien, a través de proyectos e inscrito en sucesivos contextos de estímulos programados, va desarrollando sus capacidades con mayor espontaneidad, goce y participación.

Lo peculiar del momento de transición que atravesamos es que lo practicado en las escuelas no es ni una cosa ni la otra, sino la combinación desordenada de ambas. Los más consecuentes en su apuesta educativa, los jesuitas, han decidido abrazar el segundo modelo por entero, pero, por ahora, sólo en algunos niveles, y de modo experimental. Lo habitual, en cambio, es entremezclarlos sin concierto ni patrón didáctico de base.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la acumulación de tareas? El vínculo lo da una circunstancia práctica evidente. Los libros de texto van pautando los contenidos tangibles y las habilidades concretas a asimilar por los alumnos. Entreverada su transmisión de proyectos, actividades más o menos lúdicas e iniciativas que antaño consideraríamos más propiamente extraescolares, los maestros caen en la cuenta, al volver al libro, de todo lo que queda pendiente de explicar y que en ningún caso ha podido adquirirse en el desenvolvimiento de las actividades mencionadas. Ya este dato podría bastar para revelar la intensa dificultad que presenta, en nuestras condiciones institucionales y con nuestro personal docente, la enseñanza por proyectos, quizá apropiada solamente para los grados de Infantil. Pero detengámonos en nuestro asunto. Este avance lento y entorpecido en la instrucción de los niños, que retrasa la puntual retención y asimilación de los contenidos didácticos, es la causa que provoca la sobrecarga de tareas, pues lo no enseñado en el colegio se remite, para su comprensión, a la labor en casa.

Así, la función genuina de los ‘deberes’, es decir, crear el hábito diario de un trabajo liviano de repaso de lo aprendido en el colegio, se pervierte, hasta convertirse en la adquisición de facto del aprendizaje, logrado ya por intervención familiar. Obsérvese cómo con ello se dispara la desigualdad: aquellos niños que cuenten con la posibilidad de ser enseñados por sus padres tendrán más posibilidades de prosperar. Y nótese también la odiosa inversión de roles que se produce: aquello de que al cole se va a aprender, mientras que la familia se encarga de educar, se invierte, transfiriéndose a la familia la carga de enseñar a sus hijos mientras la escuela adquiere competencias crecientes en su educación moral y emocional.

En efecto, otro de los signos de este complejo proceso de transformación escolar es la importancia creciente que cobra la ‘educación en valores’. Asuntos como el respeto a la naturaleza, la igualdad de sexos o la protección de los animales se transmutan en puntos programáticos a repasar durante el horario lectivo, a veces con la excusa, ya citada, de que, tomando esos objetos como medio, también se adquieren y desarrollan las competencias básicas en lectoescritura y cálculo. Y ello por no tratar de la ‘educación emocional’, más propia también del entorno familiar, adulterada al convertirse en objeto de enseñanza y con una tenebrosa inclinación a patologizar cualquier conducta no ajustada a una abstracta e irreal normalidad.

Lo más sorprendente del fenómeno no es que los padres se detengan solo en las evidentes incomodidades que produce el exceso de tareas, sin molestarse en averiguar sus causas y defendiendo, a la postre, el sinsentido irresponsable de que sus hijos se instruyan por ciencia infusa, haciendo poco o nada tanto en el colegio como en casa. Lo que provoca mayor perplejidad es que este proceso de devaluación de la enseñanza pública se haga con el apoyo entusiasmado de los progenitores progresistas.

En una crisis regresiva de neohippismo, muchos padres de izquierda consideran cualquier sacrificio, exigencia o disciplina escolar un atentado a la infancia de sus descendientes, condenándolos así al infantilismo. A la reclamación de un aprendizaje competitivo, responden que lo importante es que los niños ‘vayan felices al cole’. Diríase que algunos defienden un homeschooling encubierto y celebran la caída de los contenidos, que ya suplen en casa. Pero muchos otros olvidan algo esencial para las posiciones progresistas y preterido, sin embargo, por la acartonada pedagogía posmoderna: que el hijo del trabajador, que no va a contar con más recursos para prosperar que su capacidad, requiere una instrucción exigente, bien robusta en contenidos y capaz de articular una rigurosa disciplina intelectual, virtud en absoluto contraria, sino congruente con la libertad del niño y que comprende, cómo no, una potente y adiestrada memoria, ese instrumento del raciocinio tan simplista e injustamente denostado. Y es que sólo instruidos con solidez podrán, de hecho, desenvolverse satisfactoriamente en el contexto sociolaboral que les aguarda, mucho más hostil y competitivo que el que sus padres han afrontado.

Quienes jalean desde la izquierda esta penosa mutación descuidan así que la mejor manera de defender la educación pública es equiparando su grado de exigencia al de la mejor escuela privada. En su afán moralizador, descuidan hasta que los principios éticos, una vez degenerados en doctrina escolar a interiorizar, pueden producir el efecto contrario al deseado: que el niño, al madurar, construya su autonomía en oposición a ellos, por tratarse de materias enojosamente adquiridas. Los bienes éticos se conquistan de otro modo, ajeno por entero a cualquier forma de catequesis: devolviendo la escuela a su función más apropiada, la de suministrar los resortes culturales y cognitivos necesarios para que el niño, de forma autónoma, y con ejemplaridad doméstica, llegue críticamente por sí mismo a la conclusión de que el respeto, la igualdad o la ecología constituyen valores a preservar.

Los deberes, entendidos en sus justos términos, no son, por tanto, un mal a erradicar. Deberían regresar como brevísima dedicación rutinaria destinada a reforzar lo aprendido en clase. Pero para conseguirlo, las horas lectivas tendrían que volver a rellenarse de lecturas, dictados, redacciones, ejercicios, recitados, pizarras y explicaciones, expulsando a la franja extraescolar todo lo concerniente a celebraciones oficiales, proyectos lúdico-festivos, excursiones y educación emocional, dedicaciones que hoy, involucrando también abusivamente a los padres, fagocitan la jornada escolar, pese a resultar insuficientes por sí solas para la instrucción, al menos en el contexto en vigor.

(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.
2 Comments
  1. Guadiz says

    Es difícil estar de acuerdo con este hombre. Las voces individuales o de asociaciones de padres que están surgiendo abogan, mayoritariamente, por la reducción, no por la supresión de los deberes. Este hombre se inventa una postura radical para poder combatirla más eficazmente. Que hay un exceso de deberes en la enseñanza obligatoria es algo que puede comprobar cualquier padre o madre. Y lo que dice de los jesuitas será en su ciudad; en la mía, su modelo de enseñanza es convencional.

  2. Vicent Altea says

    Desde lo más oscuro de la caverna, aparecen sujetos rancios en ideas y peores en objetivos. Manipulación de datos, de la realidad misma. Más de los mismo, eso que nos ha llevado a tener de los peores sistemas educativos del mundo. Algún día estos gurús de la presión, del sometimiento de la individualdad tengan una experiencia pedagógica distinta, lo rápido que aprende un niño feliz, cuidado, protegido, al que se le motiva y se le dan herramientas, espacios y confianza. Pero claro esto crea personas fuertes, difíciles de someter, que cuestionan, que deciden y asumen responsabilidades. Y eso, este sistema educativo corrupto no lo consiente y a sus voceros les inviste de mucha «autoridad». Yo creo que estos auroreros no deberían estar en contacto con nuestros jóvenes.

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