Antonio García Santesmases *
Celebramos un nuevo catorce de abril y es un buen momento para recordar al gran olvidado de la transición política y de la democracia española. Nos referimos a Manuel Azaña. Es un buen momento para recordar por qué se le olvidó y por qué sigue siendo imprescindible volver a leer a Azaña.
Una Democracia sin República.
Como sabemos, toda la transición política de la dictadura a la democracia se basó en una negociación entre las fuerzas reformistas del franquismo y los partidos de la oposición democrática. En esa negociación, el punto culminante fue la resolución de los grandes contenciosos que habían dividido a los españoles: la cuestión religiosa, la articulación del poder territorial y la forma de Estado.
El modelo económico e internacional suscitaba menos discusión ya que se trataba de lograr la homologación con las instituciones europeas. España -la España de la dictadura- era el problema y Europa -la Europa de las libertades- era la solución.
Había llovido mucho desde que el joven Ortega apostara por la europeización de España. El mundo había sufrido dos guerras mundiales, el Holocausto, el Gulag e Hiroshima, pero también había disfrutado durante treinta años de la llamada época dorada en la que fue posible compaginar el crecimiento económico y el empleo, los derechos económico-sociales y el poder de los sindicatos, la economía mixta y la redistribución de la riqueza. La Europa que había alumbrado el Estado del bienestar era la aspiración de la inmensa mayoría de los españoles y, por ello, había un gran consenso en la definición de nuestro modelo exterior. Hoy no estamos en la misma situación. Hoy la solución europea se ha convertido en un problema cada vez mayor para los ciudadanos, sea en Grecia o en Francia, en Inglaterra o en Italia, en España o en Portugal.
La propuesta de las fuerzas reformistas del franquismo fue nítida: se podrían legalizar partidos y sindicatos -incluyendo al partido comunista- siempre y cuando se aceptase la monarquía como forma de Estado y se respetase la unidad nacional. Los viejos del lugar recordarán aquella imagen imborrable del comité central del PCE en el que Santiago Carrillo defendía que lo importante no era enredarnos en un debate acerca de las ventajas o los inconvenientes de la república o la monarquía. No era esa la prioridad. El debate había que centrarlo en elegir entre dictadura o democracia. Hasta su muerte mantendrá Santiago Carrillo el acierto de aquella estrategia para salir de la dictadura.
El PSOE mantuvo un voto particular sobre la preferencia republicana en la comisión constitucional. El encargado de defender la posición socialista fue Luis Gómez Llorente en un discurso que fue recordado cuando se produjo la abdicación del anterior monarca. Fue recordado obviando un punto decisivo de aquella intervención. Gómez Llorente recordaba la preferencia de los socialistas por la forma republicana ya que el socialismo ni podía aceptar como válidos los mandatos del anterior Jefe del Estado ni podía considerar que algún ciudadano estuviera por encima de los demás por cuestión de linaje. Si los socialistas – afirmaba Gómez Llorente recordando a Pablo Iglesias- no aceptaban la soberanía del patrono en el taller, menos aún podían asumir la soberanía del monarca sobre el conjunto de la sociedad. La democracia nace de una aspiración de devolver el poder a los ciudadanos y de no permitir privilegios que se perpetúen por razones ancestrales.
No dejaba de señalar Gómez Llorente en su intervención que el PSOE fue republicano cuando la incompatibilidad entre democracia y monarquía se hizo evidente pero añadía que este comportamiento que provocó la oposición de todos los demócratas a Alfonso XIII no invalidaba lo que podía ocurrir en el futuro. Podría darse una compatibilidad entre el PSOE y la corona si había un respeto a los procedimientos y a las prácticas democráticas.
Gómez Llorente añadía que podría ser acertado que las siguientes generaciones se pudieran pronunciar libremente acerca de la conveniencia de mantener la monarquía como forma de Estado. Esta parte del discurso es la que fue obviada cuando se produjo la abdicación de junio del 2014.
Al olvidar esa posibilidad se trataba de impedir un debate acerca de la forma de Estado que pudiera poner en cuestión el consenso de la transición. Una vez más la memoria republicana era derrotada. Derrotada en los años de la guerra civil cuando la política de no intervención abandonó al gobierno republicano; derrotada en los años cuarenta cuando la guerra fría marcó el apoyo a la dictadura de Franco y derrotada en la transición cuando se fue instaurando el discurso todavía hoy dominante. Ese discurso que habla de una transición en la que el actor del cambio fue el Rey, el guionista Torcuato Fernández Miranda y el actor principal Adolfo Suárez. Un discurso que reconoce, eso sí, el gran papel de Felipe González como legitimador de la monarquía.
Ante este discurso hegemónico no nos puede sorprender que el pensamiento de Manuel Azaña haya caído en el olvido. Para la derecha, el antecedente de la democracia actual no hay que buscarlo en la segunda república. A su juicio es imprescindible reivindicar la España de la restauración y por ello tanto Cánovas como Sagasta, Maura como Canalejas tuvieron su fundación hasta que confluyeron en la FAES como gran laboratorio del pensamiento político liberal-conservador. La derecha y los nacionalismos, como en seguida veremos, tenían un pasado que reivindicar mientras la izquierda mayoritaria se negaba a hacer suyo el legado republicano. Las consecuencias de esta desideologización las estamos hoy pagando.
¿Una segunda Transición sin República?
Esta cultura de no hacerse cargo de un pasado derrotado aparece también en las fuerzas emergentes. La izquierda mayoritaria decidió hacer de la necesidad fáctica virtud ética y legitimó a la monarquía obviando cualquier reivindicación de la cultura republicana. Izquierda unida, por el contrario, sí se ha pronunciado desde hace años por una tercera república y los hay que piensan que es uno de los motivos de su escaso apoyo electoral. Si así fuera sería un síntoma enormemente preocupante de la democracia que estamos construyendo.
Pero algo de eso debe haber si estudiamos la evolución de Podemos y leemos con atención la entrevista del pasado sábado en el diario La Vanguardia de Enric Juliana con uno de los políticos más interesantes de la nueva generación, con Iñigo Errejón. Le pregunta Juliana si Podemos es prisionero de la crítica a la transición y Errejón contesta: “Soy de analizar la transición, pero no desde una postura melancólica que intente ganar batallas políticas treinta y cinco años después. España hoy es otra. La transición con todos sus defectos fue exitosa. Ha creado un sentido común, una cultura y unas instituciones. No es que me encante o crea que todo se hizo bien. Una de las claves del 15-M es que no impugna esos 40 años como si hubieran sido mentira, lo que impugna son las promesas incumplidas o fallidas. Esto marca la diferencia entre una postura de resistencia melancólica y otra antihegemónica” (La Vanguardia, 9 de abril de 2016)
La entrevista sale el mismo día y en el mismo diario en que se da cuenta de la visita de Pablo Iglesias a Puigdemont, donde el President de la Generalitat le regala un cómic sobre la vida de Andreu Nin para que descubra cómo es posible aunar la lucha por los derechos sociales y la defensa de la cuestión nacional catalana. Y aquí está la clave sobre la que convendría reflexionar: por un lado no se quiere cargar con las carencias de la transición, porque las urgencias están en otro lado, pero por otro los nacionalistas conservadores están dispuestos a reivindicar incluso a un revolucionario como Andreu Nin con tal de conseguir adeptos a su causa.
La doble imagen me parece muy ilustrativa de lo que nos pasa: la generación del 15M -si he entendido bien a Errejón- no está por la labor de recordar lo que pudo ser y no fue, pero los nacionalistas sí; ellos sí saben rememorar todos los agravios y aunar todas las voluntades. Pisarello acude al homenaje a Carrasco i Formiguera y Puidemont regala el cómic sobre Andréu Nin a Pablo Iglesias. Una memoria es potenciada y otra está de más.
Por ello me pregunto, hoy que conmemoramos el 14 de abril, si no sería el mejor homenaje volver a leer a Manuel Azaña; volver a bucear en su obra para comprender que todos los temas en los que seguimos enfrascados ya los debatieron los políticos republicanos de los años treinta. A pesar de las urgencias, de las prioridades, de las cuestiones inmediatas, hay que dedicar un tiempo a pensar en lo que pudo ser y no fue. Sólo desde esta perspectiva nos podemos hacer cargo de los derrotados en la guerra civil, de los abandonados en los años cuarenta y cincuenta y de los marginados al llegar la transición.
Esa perspectiva -efectivamente melancólica- es la que hace que sea fascinante volver a sumergirse en las páginas de Azaña y aprovechar el catorce de abril para leer 'La Velada en Benicarló' y recordar aquellas palabras premonitorias de uno de los personajes, de Eliseo Morales cuando dice al hablar de la historia de España: “Se condensó la nacionalidad en torno de un principio dogmático, excluyente de cualquier otra formación para formarla. Así se las gastan ahora los alemanes, imitando nuestras políticas de expulsiones de los siglos XV y XVI. Eso quieren hacer con nosotros los rebeldes. Somos la antipatria, es decir otra nación, proscrita, volcada al suplicio o al destierro… si perdiésemos la guerra se enseñaría a los niños durante muchas generaciones que en 1937 fueron aniquilados o expulsados de España los enemigos de su unidad. Como en 1492 o en 1610”
Efectivamente eso fue lo que se enseñó y por ello los que intentaron aunar la lucha del mejor liberalismo español con las reivindicaciones del republicanismo catalán fueron derrotados y perseguidos. Y a la hora de la transición fueron olvidados.
Si no queremos perpetuar el olvido dediquemos cierto tiempo a la melancolía aprovechando este catorce de abril reflexionando acerca de Manuel Azaña.