Vindicación de las reválidas

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Sebastián Martín *

Sebas_MartinVaya por delante, para evitar equívocos, mi rechazo de plano al modelo de reválidas previsto por la LOMCE. La propia ley, expresiva de los modos de un ejecutivo autoritario que legisló de forma unilateral sobre asuntos capitales, es merecedora de una derogación inmediata por haber sido aprobada sin consenso ni participación de los sectores destinatarios. Y la organización de las reválidas que establece, contando con aspectos meritorios, como los niveles en que se verifican, obedece a una lógica centralista, burocrática, privatizadora y segregadora que se compadece mal con la gestión educativa.

Ahora bien, abierta la veda en el campo progresista contra estas impertinentes evaluaciones ministeriales, todo apunta a que se quiere arrojar el agua de la bañera con el niño dentro. Para ser francos, en el terreno de la crítica se debería contestar a la siguiente pregunta: ¿qué se rehúsa?, ¿el presente modelo de reválidas o cualquier tipo de evaluación unitaria que compruebe la adquisición de competencias y contenidos? Por los argumentos deslizados, se diría que en muchos casos lo que se rechaza de modo general, por autoritaria y desfasada, es la propia idea de reválida. Pero, de ser esta la opción, la izquierda volvería indebidamente a ceder a la derecha neoliberal el monopolio de las exigencias de calidad, esfuerzo, meritocracia y responsabilidad. Y lo haría, además, contradiciéndose a sí misma.

Expliquémoslo. La sociedad es un sistema de expectativas racionalmente fundadas amparadas por el derecho. El propio orden social y su correcta reproducción dependen del cumplimiento generalizado de esa trama de expectativas mutuas, depositadas en nuestros semejantes o en las instituciones de que nos hemos dotado. Cuando los individuos no responden a dichas expectativas, recogidas en normas racionales aprobadas democráticamente, se generan perturbaciones que activan respuestas sancionadoras, administrativas o penales, y mecanismos de compensación civil. Cuando son las instituciones las que no responden al fin que socialmente se les ha asignado, se producen perturbaciones de mayor calado. En este caso, la depuración de responsabilidades se torna mucho más complicada, de ahí que suelan articularse, ante todo, dispositivos de prevención.

Son muchos y muy actuales los ejemplos que ilustran este esbozo teórico. Del ciudadano con ingresos y recursos, estimado como contribuyente, se espera el cumplimiento de unas determinadas normas fiscales. De no observarse y, peor, de generalizarse dicha inobservancia, se compromete la propia viabilidad del orden social. Para evitar este fallo sistémico, existen los servicios de inspección fiscal y las sanciones consiguientes. Por eso la deliberada desinversión sufrida por la Agencia Tributaria o las reformas penales encaminadas a eximir de toda responsabilidad a los defraudadores son tan graves, pues introducen en el derecho y las instituciones pulsiones particularistas que atentan no sólo contra su racionalidad, sino contra el fundamento material de ésta: la garantía del orden social frente a su retorno al estado de naturaleza.

Algo similar acontece en el mundo del trabajo. Del ciudadano, en cuanto propietario de medios productivos y empleador, se espera socialmente el cumplimiento de ciertas normas laborales, cuyo fin es corregir la desigualdad real entre capital y trabajo. Para garantizar la satisfacción de dicha expectativa existen asimismo servicios de inspección y sanciones contra el incumplimiento. La falta de inspectores o la adulteración del derecho laboral, consagrando en él el predominio fáctico del capital sobre el trabajo, son otras tantas agresiones a las bases mismas del orden social. Aquí, la necesidad de que el derecho del trabajo responda a fines de equiparación entre empresarios y trabajadores, evitando el dominio sistemático de los primeros sobre los segundos, se funda en la certeza histórica de que sin esta equiparación se regresa a la explotación descarnada o al combate abierto.

Salvo el anarquismo, muy pocos discursos de izquierda reprobarían un derecho laboral equitativo o una hacienda pública progresiva, unos servicios de inspección eficaces o un sistema de sanciones proporcionales a la gravedad del mal que defraudadores y explotadores infligen en las personas y en la sociedad. Si en lugar de atender a expectativas individuales nos fijamos en las depositadas en nuestras instituciones, volveremos a apreciar idéntico consenso entre progresistas. De hecho, buena parte de la crisis que nos despedaza se explica porque abundaron las instituciones políticas y administrativas que no respondieron a los fines que jurídica y socialmente tenían asignados. Recuérdese que nuestro Banco de España, obviando la opinión de sus inspectores, no tomó las medidas pertinentes contra la sobreexposición a las hipotecas. Y obsérvese asimismo que la corrupción sistémica revela un modo calculado de gobernación dirigido a la instrumentalización de las instituciones públicas para su saqueo en beneficio privado.

Pues bien, en el sistema de enseñanza –como en el de salud– se encuentran depositadas también expectativas legítimas en relación a los fines que debe cumplir. Y esos fines tienen que ver, en su lado positivo, con los contenidos, competencias y aptitudes que el sujeto escolarizado va asimilando en cada una de las fases de su trayectoria académica. Contra lo que sugieren sesgados informes internacionales, en este punto puede pensarse que dichos objetivos se satisfacen razonablemente y que, por consiguiente, no hay necesidad de adoptar medida alguna para garantizar la calidad educativa. Permitan, sin embargo, dudar de este parecer optimista, o interesado, cuando se tropieza, año tras año, en el primer curso de enseñanza universitaria, con graves y crecientes déficits de velocidad lectora, de capacidad de análisis y relación conceptual, de retención memorística, de redacción razonada y de cultura general.

Si se considera, pues, que el sistema educativo puede estar fallando en su función social de instrucción, y si además se entiende que un fallo estructural en este capítulo puede tener consecuencias desastrosas, se convendrá en que se requieren con urgencia dispositivos de prevención para atajar el riesgo. Y uno de esos dispositivos, de eficacia notable si bien organizado, es precisamente el de las evaluaciones unitarias que, ponderando la adquisición efectiva de aptitudes y conocimientos, detecten posibles fallos necesitados de corrección.

La izquierda, por tanto, no debe renunciar a la propia idea de reválida, sino proponer una aplicación alternativa, gobernada por las directrices de prevención e igualdad. Su fase de regulación y preparación debería involucrar resueltamente a la comunidad educativa, incluyendo a padres y, en secundaria, a los propios alumnos. Pero en su fase de aplicación debería respetarse su naturaleza de inspección independiente y externa –y pública, en ningún caso privada– del rendimiento escolar y profesional. Cabe sospechar que tras las quejas contra las reválidas se oculta, en ocasiones, el interés de los docentes en exonerar su labor de toda fiscalización pública. Pero ante un asunto de interés común como el que nos ocupa no proceden los pretextos corporativos; solo cabe garantizar el ejercicio socialmente responsable de las funciones colectivas más neurálgicas.

El propósito de la reválida, estrictamente preventivo y reparador, sería, así, el de detectar posibles desviaciones en la trayectoria educativa preestablecida, tanto a nivel de alumno como del docente o del propio centro. Los fallos revelados carecerían de toda consecuencia sancionadora, pues habrían de enfrentarse con respuestas de refuerzo para el niño, de formación extraordinaria para el docente o de apoyo, mejora, reorientación y protección para el centro. Por tanto, su lógica no sería en ningún caso la de segregar y jerarquizar entre centros y mucho menos la de estigmatizar al alumno, sino la de revelar dónde se requieren actuaciones públicas que garanticen la igualdad educativa y la de oportunidades.

Porque la principal afrenta a la igualdad que padece la escuela no es que se someta a inspección su actividad formativa, sino el contraste creciente en la instrucción que proporcionan pública y privada; un progresivo abismo que las reválidas, bien diseñadas, podrían contribuir a achicar promoviendo una instrucción pública de calidad.

(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.
1 Comment
  1. Juanjo says

    Completamente de acuerdo.
    ..
    Desde luego, uno que tanto por devoción como por obligación, se ha visto obligado a tragarse las diferentes reformas educativas, desde la de Otero Novas hasta la del ministro Wert, está convencido de que la más tendenciosa, irracional, arbitraria y funesta ha sido la LOMCE, que incluso, de modo grosero e irresponsable, enterró todos los análisis y trabajos que en los ocho años del gobierno Aznar habían realizado los equipos ministeriales de Aguirre, Rajoy y P. Castillo.

    En fin la LOMCE es un desastre y cuanto antes se la sustituya mejor.

    Ahora bien, si la LOMCE es un gran disparate, no menos disparate me parece la postura de las «autoridades» de los gobernantes de las CC AA en manos de socialistas y nacionalistas dispuestos a saltarse la legislación vigentes en casos de las consabidas evaluaciones . Una cosa es que se la critique y descalifique y otra negarse a cumplirla

    En primer lugar, porque se corre el peligro de hacer creer al alumnado que las leyes pueden ser desobedecidas cuando a uno le apetezca.

    Y en segundo, porque si el gobierno institucional de mi C. A puede saltarse las leyes vigentes con las que está en desacuerdo. ¿Por qué, si no me gustan, no puedo hacer yo otro tanto con las promulgadas por ellos (bueno, y con las promulgadas por los otros).

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