Para una gramática de los conflictos políticos

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Jose Antonio Pérez-Tapias *

perez_tapias¿Con qué códigos operamos en el ámbito político, más allá o más acá de las normas explícitamente establecidas? Si se desvelan tales conjuntos de “reglas”, haciéndolas conscientes, es de suponer que será más fácil analizar los comportamientos que se dan en la política, acometer la crítica que respecto a ellos sea pertinente y mejorarlos de cara a cómo abordar la resolución de los conflictos que en el campo político se presentan.

Hacer aflorar esos códigos con los que funcionamos en un campo al que el conflicto le es congénito, y en el que la democracia pone los medios para encauzarlo civilizadamente, sería elaborar una suerte de gramática, la cual bien puede apuntar a una especie de gramática de los conflictos políticos, de manera análoga a como el filósofo Axel Honneth nos ofreció hace años un magnífico libro titulado La lucha por el reconocimiento, al cual acompañaba como subtítulo la indicación de corte hegeliano de que implicaba la apuesta “por una gramática moral de los conflictos sociales”. Así, nos introdujo en cómo la demanda de reconocimiento late en los diferentes conflictos sociales, siendo necesario descodificar dicha demanda para poder dar en cada caso la respuesta que abra camino hacia su resolución.  En una órbita más cercana, el también filósofo Germán Cano habla de “nuevas gramáticas políticas” al analizar esas Fuerzas de flaqueza –así se titula reciente obra suya- que son, a su juicio, las que se han movilizado desde el acontecimiento del 15 M hasta lo que está suponiendo la alteración del mapa político español provocada por Podemos.

Aun con esos precedentes y otros que pudieran añadirse, cabe preguntar sobre la legitimidad de quienes se atreven a retomar en cierta forma la tarea de los gramáticos. Somos conscientes de que al hablar de gramática lo hacemos metafóricamente situando como referencia la tarea de quienes se dedican a esa matriz de las artes, como decían los antiguos, que es el estudio de la lengua en la que nos comunicamos. Teniendo presente aquel dicho jocoso que hacía broma con quienes hablaban en prosa sin saberlo –de suyo, aun sabiéndolo, los hablantes no vamos por la vida haciéndolo consciente a cada paso-, los gramáticos sacan a flote la normatividad implícita en el juego lingüístico de cada idioma. No es su función imponer reglas a priori, sino recoger y sistematizar las que subyacen al decir correcto en una comunidad de hablantes. Desentrañadas las reglas, éstas pasan a ser normas que cumplir sin más coerción que la que lleva consigo la voluntad de entenderse comunicándose de la mejor forma a tenor de los recursos que un idioma ofrece. No es voluntad de ningún gramático suplantar la soberanía del pueblo en el uso de su lengua –quizá resto de soberanía que, a la vista de cómo anda la soberanía política, algunos pueden considerar como última-, sino poner de relieve que el lenguaje, con lo que tiene de convención, no es un juego al albur de la arbitrariedad, sino sometido a reglas –como todo juego, con la seriedad que le sea propia-.

¿De qué se trata entonces? Si nos planteamos una gramática de los conflictos políticos su objetivo se puede cifrar en poner de relieve algunas reglas o conjunto de reglas que, sacando a la superficie las lógicas que confluyen y a la vez colisionan en ellos, permitan, si hay voluntad de tenerlas en cuenta –como es el caso de los hablantes interesados en comunicarse bien-, que los protagonistas involucrados en los mismos puedan enderezar el rumbo hacia el mejor tratamiento de dicha conflictividad. Ello no implica la meta de conseguir plenos consensos, algo tan imposible como en algunos casos indeseable, pero sí la pretensión de avanzar en acuerdos, aunque sea pactando los desacuerdos. Así, por ejemplo, y sin pretensiones, obviamente, de exhaustividad alguna, se pueden señalar algunos grupos de reglas para tenerlas en cuenta, máxime en un contexto como es el actual contexto político español, con muchos ingredientes que, amén de comportar nuevos elementos de conflicto, conllevan destacados hechos nuevos que reclaman un aprendizaje colectivo que también tiene como asignatura la gramática de la que hablamos.

Tratándose de pretensiones de entendimiento –no hay política sin palabra-, es insoslayable un primer capítulo de reglas de la comunicación, las cuales no pueden reducirse a las usuales indicaciones del llamado marketing político, con mucho de aberrante, al trasladar con excesivo automatismo pautas de la competencia económica del mercado al ámbito político, donde hay que hacer otras cosas muy distintas de “vender” un producto. Si todo se mira desde el prisma de la cuota de mercado que cada cual puede acaparar, difícil se pone lograr pactos entre los afines en aras de un programa común. Si a eso se añade una espectacularización excesiva, que va a la par de protagonismos muy unipersonales, la comunicación se sacrifica en pro de mensajes simplistas, con frecuencia demagógicos. Las reglas de la comunicación política señalan en dirección distinta, si se quiere salvar la política con el componente deliberativo que no puede eludir toda democracia que se precie.

¿Y qué decir, por ejemplo, de las reglas de la representación? Es lugar común la conciencia de que estamos ante una crisis de la representación política, que se enmarca en una crisis de lo político que afecta al Estado mismo en cuanto se constata su debilidad frente al mercado. La tensión desatada entre representantes y representados, aunque deje atrás la fórmula maximalista “no nos representan” esgrimida por los segundos, no deja de presentar un cúmulo de malentendidos notables. Desde las distorsiones que produce una ley electoral con muchos inconvenientes hasta los déficits que presenta un reglamento del Congreso de singular rigidez, más lo que suponen estructuras partidarias notablemente oligárquicas que mediatizan la relación entre electores y cargos electos…, todo ello redunda en tensiones que nada ayudan a la resolución de los conflictos en nuestra dinámica política. No hace falta insistir en que la corrupción ha sembrado tanto descrédito sobre políticos y política que roturar el terreno conforme a las regla de una representación bien llevada es una urgencia inaplazable.

A estas alturas sabemos que la representación política propia de una democracia parlamentaria no agota lo que a un sistema democrático cabe exigirle. La democracia representativa no excluye otras formas de democracia participativa. La participación política, ese componente republicano que no puede faltar en una democracia madura, requiere nuevos cauces para que la ciudadanía tenga el protagonismo que le corresponde. Por ello, es de todo punto necesario reforzar las reglas de la participación, llevándolas de modo consecuente a las organizaciones e instituciones por las que discurre la vida democrática. Desconsiderarlas da pie, por ejemplo, a los conflictos que bien sabemos que se dan en el seno de los partidos, los cuales se ven atrapados en la patología de las organizaciones –burocratización, oligarquización, hiperliderazgos…- que bloquean su imprescindible funcionamiento como cauces de participación política.

La política se mueve entre la realidad fáctica y los objetivos que a partir de la misma, trascendiéndola, se plantean. Hay objetivos inmediatos, urgentes en cuanto a su logro; en otros casos se trata de metas delineadas como parte de un horizonte utópico. De todas formas es insoslayable formular las reglas de la mediación con las que razonablemente operamos, es decir, con las que establecemos los puentes necesarios para transitar desde la facticidad de lo dado hasta los objetivos pretendidos. Son las reglas que permiten detectar cuándo las mediaciones se convierten en mediatizaciones –los puentes en obstáculos-, como también afinar la crítica de las ideologías en esos casos en los que ciertas mitificaciones encubren pretensiones espurias tras la apariencia de metas necesarias, lo cual induce el agravamiento de los conflictos en vez de su pacificación.

¿Y respecto a la acción que define la política, que, si es tal,  nunca es mera actividad, sino acción con sentido? La acción conlleva sus reglas, precisamente ésas que permiten “leer” en ella su significado como constructora de ese mundo en el que la libertad ha de ser elemento estructural, la igualdad, condición de posibilidad y la justicia, razón de ser. Con esas coordenadas, las reglas de la acción conllevan a su vez exigencias de eficacia, no a cualquier precio, pues si bien no se trata de perseguir una política moralista, la praxis eficaz sí se sitúa en una política moralmente orientada –distinción que ya Kant dejó muy clara-. Son tales reglas las que se hacen notar siempre que se traza una consistente estrategia política, más allá de tacticismos coyunturalistas, la cual permitirá abordar conflictos con la capacidad de generar alianzas y pactos que permitan alternativas viables desde un poder entendido como capacidad colectiva y no como dominio de unos sobre otros. Cualquier gramática política ha de afrontar cómo se conjuga el verbo que, sustantivado, define el centro de gravedad de lo político: el poder. Para ello, como los hablantes en el juego del lenguaje, todos tenemos una palabra que decir en una democracia cuyas estructuras de poder sean inclusivas. Aun albergando conflictos.

(*) José Antonio Pérez Tapias es miembro del Comité Federal del PSOE.

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