El tarjetero negro

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Miguel_Sánchez_OstizNo es un japonesería de chamarilero, uno de esos objetos decimonónicos de laca china decorados con escenas amables de un exotismo doméstico, sino una sofisticada herramienta de saqueo empleada por un sector de la clase política española ligada a la banca. Ligada, sí, porque sin apoyos explícitos políticos la mayoría de los hoy encausados por las tarjetas black no hubiesen estado donde estuvieron, en el fabuloso negocio de las comisiones, las dietas, las tarjetas bancarias, fuente de dinero opaco, los puestos de aparato y nulo contenido  y otras canonjías de fundamento y función sociales por completo dudosos. Para comprobarlo basta examinar las trayectorias profesionales de los protagonistas, auténticos parásitos sociales algunos de ellos. Y es imposible que esas prácticas no se supieran desde instancias de gobierno y estén reducidas al pozo negro destapado.

A estas alturas, el verdadero asunto no es que sucediera algo así con Bankia y aledaños, sino cómo y gracias a quiénes pudo pasar. No basta con decir que, a la manera del cuento de Alí-Babá, se reunió, una vez más, una pandilla de desaprensivos decididos a hacerse con un botín opaco, a escondidas y sobre el lomo de los ahorradores que nutrieron el banco con sus depósitos. Alguien o algo, una situación, una forma de pensar, una ideología, un (des)gobierno les debió hacerse creer que tenían derecho pleno a hacer lo que hacían, y que no es que contaran con la indiferencia sangrante de la ciudadanía, sino con su aquiescencia plena y que, en la misma medida, eran inmunes a ser perseguidos. De lo contrario es difícil no ver ratería en ese comportamiento de obtener beneficios ilimitados sobre bienes privativos para sostener un tren de vida que le está vedado a la gran mayoría de los ciudadanos, a cambio de nada, además, a cambio de nada repito. Que los puestos de representación son sacos de humo es cosa sabida y que las sesiones de consejería dan en cuchipanda, también: ni son decisorias, ni de verdad orientadoras de otra cosa que no sea llenar los bolsillos de los asistentes. Bastaría analizar el contenido de las actas que se redactaron, si es que lo hicieron, para ver cuál era el motivo de sus cobros desproporcionados y del uso del tarjetero negro. ¿Asociales entonces? No, qué va, o no todos.  Hay muchos como ellos, por eso mismo lo pudieron a hacer y lo volverían a hacer si tuvieran ocasión.

Sus manifestaciones en sede judicial están resultando bochornosas, propias de mafiosos. Ignorar que lo que hacían era ilegal, pase, pero que fuera por completo indecoroso eso no, eso es mucho ignorar, eso denota una calidad humana repulsiva y una actitud dolosa de depredador ante la vida, sea cual sea el terreno en el que se movían, banqueros, catedráticos, sindicalistas... da igual, gente peligrosa. El tarjetero negro es el retrato más eficaz de lo que ha sucedido en este país y su por qué, ese grito de guerra de «¡A por el botín!»

Escandaloso en este episodio no hay nada, no puede haberlo porque nuestra capacidad de escándalo está gastada hasta la trama. Pero con escándalo o sin él, hay que señalar que de no haberse hecho público este saqueo suntuario y de no haberse emprendido un procedimiento judicial felizmente ágil y rápido, no hubiese pasado nada, absolutamente nada, el tarjetero negro hubiese seguido funcionando con eficacia de repetidora en montería amañada, como aquellas a las que el relamido Blesa asistía para cobrarse piezas de cuerno y colmillo. Publicidad y acción judicial, digo, porque no siempre la publicidad y denuncia mediática de esta mugre acaba en sentencias judiciales. Son notorios los casos en los que los beneficiarios de las trapisondas bancarias se amparan en no haber sido investigados y procesados para sostener su inocencia.

De no estar procesados, los titulares del tarjetero negro no habrían devuelto una perra, nada, absolutamente nada... de unas cantidades asombrosas dicho sea de paso. Ese gesto no es más que una trapacería procesal con el único objeto, no de reparar el daño causado, sino de evitar penas mayores o penas a secas. Eso lo sabe cualquier letrado que se cuelgue la toga por primera vez.

La realidad es que gracias a una administración dolosa de los caudales de un banco, unos cuantos ciudadanos se dieron a escondidas una vida de verdadero lujo cuando el país iba en picado. ¿Inmoral? Ya no. Hace mucho que esa calificación ni siquiera sirve como argumento, te dirán que es obsoleto y sin duda tendrán razón. Esa es una forma de vida nacional que admite escalas, escalillas, corredores, trastiendas y zonas intocables. Sospecho que no están todos los que son...

Pero casi lo más indignante sea la negación de lo cometido, eso que el filósofo francés Michel Onfray, en su ensayo sobre El Quijote, llama el espíritu denegatorio, es decir, la no admisión de lo cometido, la voluntad de embellecerlo, de enmascararlo, de disfrazarlo, de construir un relato que oculte la realidad de lo sucedido, de hacerlo humo... nada, mal de muchos,«prácticas bancarias» dicen, y que conduce no ya a afianzar el estado de sospecha, sino a sentir un asco profundo, el de nunca acabar.

(*) Miguel Sánchez-Ostiz es escritor y autor del blog Vivir de buena gana.
1 Comment
  1. miguel says

    Cuando tu religión es la santa avaricia,y tu credo la usura,no puede tener otro resultado que no sea este

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