La izquierda escindida

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Sebastián Martín *

Sebas_MartinContemplados en perspectiva, los acontecimientos que nos tienen en vilo responden a una lógica terminante. El PSOE renació en Suresnes con una misión específica: construir un régimen estatal basado en la alternancia entre dos grandes partidos de centro. A esta función política constitutiva la complementaba otra, de naturaleza económica. Consistía en la liberalización de un mercado hasta entonces copado por instancias estatales y en la flexibilización de unas relaciones laborales hasta entonces marcadas por el paternalismo organicista. Dentro de esa tarea de “modernización” de las estructuras productivas entraba también una actualización del sistema tributario, que hizo posible la articulación institucional de un razonable Estado del Bienestar.

Entre las primeras tareas de ese tándem bipartidista figura la “racionalización” del sistema autonómico, constitucionalmente concebido como un reconocimiento asimétrico de singularidades nacionales. Con el consenso de UCD y PSOE y con la decisiva contribución andaluza, cuyas reivindicaciones particularistas siempre tienen como efecto la extensión de la uniformidad, el régimen autonómico pasó a convertirse, bajo la divisa del “café para todos”, en un sistema regional homogéneo. La integración en el Estado de la peculiaridad nacional catalana y vasca, en vez de institucionalizarse a través de órganos específicos de coordinación y representación, se materializó extraoficialmente mediante acuerdos onerosos de gobierno. En lugar de instituirse un modo estable del ser de España se puso en práctica un modo de estar, inestable y casi siempre monetizado.

Las funciones objetivas desempeñadas por el PSOE, que le daban sentido en cuanto partido de Estado, han entrado en colisión directa con el escenario actual. En su código genético está la abierta propensión a salvaguardar un régimen bipartidista y a actualizar las estructuras económicas en el sentido liberalizador dictado por el capital. Su propia composición interna, con predominio evidente de las federaciones meridionales, choca de frente con el reconocimiento asimétrico de las naciones existentes en el Estado. Tales funciones riñen a día de hoy con la realidad del país y con algunas de sus tendencias más pronunciadas. No parece reversible a medio plazo la apertura del juego parlamentario y la acentuación del pluralismo. Tampoco resultan ya tan conciliables las exigencias liberalizadoras del capital con la protección del trabajo y la garantía de los servicios públicos. Y el reconocimiento de la sustantividad nacional de ciertas comunidades autónomas se antoja igualmente insoslayable.

El cambio de escenario ha agudizado también la contradicción entre las funciones históricas objetivas del PSOE y su identidad simbólica progresista. Representante por excelencia de las capas trabajadoras, antes de la crisis gozaba del monopolio del “realismo político” entre la izquierda social. En avances igualitarios, solo se podía llegar hasta donde el PSOE señalaba. Más allá de esa línea se entraba en el terreno del utopismo irresponsable. Su destacado papel en la corrupción y su participación directa en las causas de la crisis y en la distribución inicua de sus efectos ha roto, sin embargo, el encantamiento. La socialdemocracia española cuenta en este punto con una peculiaridad comparativa, pues fue co-artífice del sistema político que hoy hace aguas, pero comparte también destino con sus homólogos europeos. Le toca como a ellos decidir si se integra en los patrones de la gobernación neoliberal, sufriendo las correspondientes divisiones hasta llegar a la insignificancia, como ocurre en Francia, o si otorga prioridad a su papel polémico de representante de los sectores populares frente a la regresión actual, como ha acontecido en Gran Bretaña.

La fractura a la que asistimos se explica entonces por la combinación de los tres factores aludidos: la contradicción creciente entre las funciones del partido y su identidad simbólica de izquierdas ha saltado por los aires por la presión asfixiante del nuevo escenario político. Hay un sector decisivo en la dirigencia, completamente permeado por las pulsiones de la oligarquía, resuelto a ser coherente con el papel histórico de su formación, salvaguardando el bipartidismo, apoyando las “reformas estructurales” y bloqueando cualquier horizonte de plurinacionalidad. Desde su perspectiva, se hace congruente la preferencia por Ciudadanos, ente accidental con la sola misión de restaurar el statu quo mediante modificaciones cosméticas. También se entiende el cordón sanitario que han desplegado en torno a Podemos y los independentistas. Viendo el desarrollo de la trama, se conoce también ahora la razón central del bloqueo vivido desde diciembre: salir al paso de la formación morada para evitar los cambios que propone.

Frente a este sector figura otro, sumamente debilitado, con escasa presencia entre dirigentes y mayor predicamento entre militantes, que se abraza a la identidad simbólica tradicional del PSOE. Para él, el imperativo de favorecer políticas de izquierda prima sobre la defensa del bipartidismo, la ortodoxia liberal y la uniformidad nacional. Sólo las circunstancias y el cálculo estrictamente personal han convertido al secretario general, un centrista de bolsillo, en representante y valedor cualificado de este sector. El dilema, en todo caso, solo cabía resolverlo en democracia consultando al conjunto de la militancia, aunque buena parte de ella, sobre todo en Andalucía, viva subsumida, por razones de subsistencia económica, a la dirección derechista. Evitar ese plebiscito de la militancia, esquivar su pronunciamiento inmediato, ha sido el motivo fundamental del “golpe” sufrido por la actual Ejecutiva. No puede sorprender; los decididos a que el PSOE responda a las funciones que históricamente ha tenido asignadas, que sólo invocaban su identidad de izquierdas para poner emocionalmente prietas las filas, mientras conculcaban sus principios con su praxis, son también los que siempre han odiado la democracia popular.

Estas reflexiones requieren de un epílogo. No sólo el PSOE parece fracturarse. También en Podemos asoma la escisión. Pero no sería congruente ni con su función histórica ni con su identidad. Nació y creció tan vertiginosamente Podemos por la propia aporía que atravesaba al PSOE. Supo resolver la antítesis e indefinición vividas por la socialdemocracia y oponerse a las reformas neoliberales, apostar por la representación de los sectores castigados por la crisis, avivar el pluralismo parlamentario y asumir la fisonomía plurinacional del país. Pero, en la medida en que ya existía una formación que defendía tales principios antes de Podemos, cuya parálisis se debía tanto al prestigio todavía resistente del PSOE como a la cerrazón de su mediocre burocracia dirigente, el nacimiento y relativo éxito del nuevo partido se vivió por algunos como un premio sobrevenido y retrospectivo al acierto y coherencia de la izquierda clásica.

Y es aquí donde aparece la brecha: están quienes piensan que el destino preferente de Podemos, si quiere ser mayoritario, es ocupar el espacio que va cediendo el PSOE, para lo que se hace indispensable adaptarse a su complexión moderada y pragmática, y figuran quienes creen que las contradicciones crecientes del modelo político-económico vigente están produciendo un efecto radicalizador, que Podemos debe encabezar y espolear no sólo para poder ganar, sino también para, una vez gobernando, poder emprender cambios de verdad.

La división de estas dos almas en Podemos es mucho más superficial que la que desangra al PSOE. Sólo su paso por el tamiz cainita del izquierdismo puede convertirla en una batalla por el control del aparato que lleve a una escisión radical. Existe un acuerdo razonable en torno a los fines a cumplir, una posición relativamente unitaria respecto de los desafíos inminentes (plurinacionalidad, TTIP, Estado social) y una identidad coherente, muy marcada, de oposición a los vestigios del statu quo (bipartisimo, corrupción). Misión en Podemos a día de hoy es que esta afinidad de base se sobreponga a cualquier disputa sobre el método, alentando la coordinación fraternal entre las diferentes sensibilidades. Porque, en el fondo, como ha recordado José Luis Villacañas, la aparente ambivalencia que recorre al nuevo partido no es sino expresión de su misión histórica: la de tejer y representar una alianza entre las (autorrepresentadas como) clases medias y las clases populares para dignificar la política y las instituciones. ¿Estarán a la altura de ella, o nos propinarán un espectáculo similar al que en estos días nos ofrece el PSOE?

(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.

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