El anhelo de catástrofe y los antídotos contra el fascismo

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Sebastián Martín *

2016-10-21¿Regreso al tiempo de entreguerras?

Pocas novelas como Doktor Faustus de Thomas Mann recrearon de forma tan matizada la atmósfera intelectual alemana del cambio de siglo, en la que comenzó a anidar el huevo de la serpiente. El afán por “romper las cadenas de una civilización superada”, la liberal-burguesa, se expresaba entre los miembros de las logias estudiantiles en un deseo por “sumergirse de nuevo en lo elemental”. Era el momento en que “la fraseología liberal había dejado de importarle un pito a nadie”. Bajo la doble moral victoriana todavía imperante en las clases dirigentes, comenzaba a latir en la juventud acomodada un anhelo de primitivismo, de retorno abrupto a los valores naturales e impulsivos, escapando con ello de la densa y represiva red de mediaciones que envolvía a una sociedad basada en la técnica y que sólo aspiraba a la seguridad y el confort. Para consumar esa ruptura con el decadente mundo burgués ya se proponían dos vías de superación a principios del siglo XX: las que proporcionaban “lo social” y “lo nacional”, entendidos, respectivamente, en términos jerárquicos y orgánicos.

A poco que nos adentremos en el estudio sistemático del tiempo de entreguerras y de sus raíces culturales, sociales y económicas en las décadas de la belle époque, apreciaremos la distancia casi infranqueable que nos separa del mismo. En los grandes medios, sin embargo, comienzan a abundar ejercicios superficiales de analogía entre ambos periodos, todos coincidentes en su intención: preservar el statu quo frente a posibles alternativas políticas, contra las cuales se agita el miedo y la repulsión. Demuestran así su ceguera frente a un hecho fundamental de la presente encrucijada: que el peligro de recaída en la barbarie lo alimenta precisamente la dinámica propia del orden en vigor.

Bien cierto es que ambas épocas comparten una formidable crisis estructural del capitalismo, seguida de una respuesta institucional dirigida primordialmente a salvar las grandes estructuras corporativas. No obstante, aquí y allá, faltan elementos capitales que permitan trazar sin más el paralelismo y anunciar con credibilidad el riesgo de repetir la historia. El auge fascista fue inseparable de unos Estados débiles, incapaces de monopolizar el ejercicio de la violencia. En su interior crecieron poderosas milicias armadas que tornaban eficaces las estrategias de desestabilización. El discurso y las instituciones del constitucionalismo social y democrático, que comenzó a ensayarse por vez primera, estaban entonces lejos de obtener un asenso generalizado. A izquierda y derecha abundaban impugnaciones totales en nombre de arcadias inminentes. El ascenso fascista resultó además indisociable no sólo de la propagación del nacionalismo integrista, sino también del culto a la violencia, de la exaltación de las pulsiones irracionales más destructivas que, en nombre de una vida comunitaria purificada, llevaban a negar la vida de los individuos y colectivos proscritos.

Como puede observarse, estamos aún lejos de vernos envueltos por ese ambiente cultural e institucional. Y, sin embargo, las sociedades europeas, fundadas tras la Segunda Guerra en los valores antifascistas de la cooperación, la solidaridad y la igualdad material, de continuar el actual proceso de mutación que sufren, aportarán su propia versión del totalitarismo. Pero no será porque unos bárbaros venidos de fuera las invadan, doblegando sus valores fundacionales, sino porque una dirección extraviada las ha ido alejando inexorablemente de ellos.

Dos son los factores que van a permitir el renacimiento de la tragedia si no se atajan a tiempo: el recrudecimiento de las desigualdades económicas y la formidable concentración del poder socioeconómico, traducida, por fuerza, en una correlativa verticalización del poder institucional. Si el primer vector termina socavando la igualdad política entre los ciudadanos, el segundo dinamita los principios capitales en los que se asienta toda arquitectura democrática.

En efecto, la desigualdad económica genera colectividades de intereses radicalmente contrapuestos en el interior de una misma sociedad civil. Se extrapola por necesidad al terreno político, activando dinámicas que abocan al sometimiento, el extrañamiento mutuo y la confrontación. Los contrastes tan agudos de renta resquebrajan la comunidad democrática desde su misma base. Lo sabían ya los primeros en defenderla. Por eso Rousseau advertía que la “libertad civil” sólo resulta factible allí donde “ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse”. Consciente de que “la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad”, encomendaba a la legislación “tender siempre a mantenerla”. Sólo así sería posible preservar la integridad de la ciudadanía.

Por su parte, la concentración del poder, responsable de la solidaridad de intereses entre los vértices socioeconómicos y estatales, corroe hasta eliminar los principios elementales de la soberanía popular, la representación política democrática y la legitimidad de las leyes parlamentarias. De continuar avivándose ambas tendencias, la destrucción de las democracias será cuestión de tiempo.

Anhelo de catástrofe

A estas dos líneas de fuerza acompañan otros fenómenos, propios de la psicología colectiva, que contribuyen al renacimiento del autoritarismo. Su lectura y comprensión está vedada a aquellos sociólogos y politólogos que, reduciendo su labor a la interpretación cuantitativa de sondeos de opinión, consideran estos menesteres propios de la metafísica. Para entenderlos hay que situarse en el clima espiritual que promueve una tensión específica, señalada con frecuencia por Theodor W. Adorno: la existente entre la concentración del poder en una minoría y la consiguiente impotencia creciente de la mayoría, cada vez más enajenada respecto de su propio entorno social, al que percibe como una fatalidad inmodificable, dependiente de factores objetivos que están más allá de cualquier alteración sustantiva.

Esta sensación generalizada de impotencia para cambiar las cosas, intensificada en los últimos años por una política económica de radio internacional que no ha retrocedido un solo paso pese a las miserias que ha ido provocando, suscita mecanismos psicológicos de carácter compensatorio. Las respuestas sistémicas dirigidas a amortiguarlos se sitúan todas en el terreno de lo privado. Frente a la incapacidad de modificar las circunstancias que nos rodean, se alienta el repliegue en lo lúdico y en los círculos despolitizados de lo familiar y amistoso. Y ante la frustración derivada de la impotencia se prescriben las recetas bochornosas de la autoayuda, encaminadas a hacer creer que, en el fondo, nuestras emociones no dependen de factores objetivos, sino sólo de nuestra disposición anímica, de la que somos los únicos responsables.

Estas respuestas no neutralizan el problema. La impotencia no puede dejar de ser percibida como consecuencia de la deshumanización. La incapacidad generalizada para alterar sustantivamente nuestro entorno, aún participando en las instituciones y procedimientos disponibles para ello, nos revela nuestra condición de objetos, no de sujetos de la sociedad en la que vivimos. Se torna evidente la represión sufrida en uno de los flancos de la naturaleza humana, el que nos liga a la comunidad de la que formamos parte. Y los intentos de liberarse de esta represión de la naturaleza pueden expresarse políticamente de forma patológica, dando la espalda a las exigencias, inasumibles bajo el imperio del individualismo, de la organización colectiva para intervenir meditadamente en la realidad sociopolítica. En esta necesidad de liberación anclan, por ejemplo, las retóricas de la cálida inmediatez distribuidas por el nacionalismo patriotero. Y también procede de ella el anhelo de subversión repentina del orden establecido, sin calibrar sus probables consecuencias catastróficas, como solo medio de autodemostración inmediata de que aquello que aparecía como fatalidad era una vulgar obra de la voluntad.

Este anhelo compensatorio de ruptura catastrófica es perfectamente conocido por el poder. No cabe descartar que juegue con él precisamente para hacer tabula rasa con una situación que sabe de colapso. Resulta además exacerbado por la política globalizada actual. Los resortes que la mueven son cada vez más ajenos a sus destinatarios. La ciudadanía no logra reconocerse en sus procedimientos realmente decisorios. Al pautarse por reglas en apariencia técnicas y objetivas, sobre las cuales en nada puede incidir la población, que debe limitarse a sufrir pasivamente sus consecuencias, se produce un extrañamiento recíproco entre las élites que la encarnan y las mayorías que la padecen. Así, las últimas victorias del neofascismo no se explican sólo ni principalmente por constituir una respuesta subjetiva al establishment que simboliza esta clase de política; se deben más bien a la capacidad de las retóricas de la extrema derecha para reconducir y domesticar, mediante consignas comunitaristas y anticapitalistas, este deseo extendido de devolver la política institucional a sus fueros naturales de proximidad.

También hay, qué duda cabe, elementos subjetivos involucrados en el proceso. Tienen que ver con el resentimiento potenciado por la desigualdad y con el odio acumulado contra los beneficiarios de la crisis. La impunidad y el enriquecimiento desvergonzado de quienes la han provocado alimenta un difundido ánimo de revancha que desea materializarse sin atender a consecuencias. Lo apuntaban también los clásicos. Siguiendo el ejemplo romano, Maquiavelo proponía institucionalizar el “desahogo de la animadversión” contra los dirigentes y ciudadanos que habían infringido “las libertades públicas”. Sólo proporcionando “medios legales” a la “manifestación de la animosidad de la multitud”, con tribunales ciudadanos que juzgasen a corruptos y déspotas, se prevenían los exabruptos que acaban “arruinando la república”. Y la política institucional vigente no sólo se despliega a través de estándares y procedimientos ajenos a la ciudadanía; ha ido también cristalizándose de un modo que impide cualquier fiscalización democrática eficaz de los poderes socioeconómicos y políticos.

Antídotos desde la izquierda

Vistos los últimos acontecimientos, no parece que la izquierda esté siendo capaz de articular una respuesta convincente a estas frustraciones y descontentos. Tampoco a sus riesgos. Para hacerlo debe enfrentarse a una realidad que por fuerza ha de resultarle repugnante: su propio discurso reivindicatorio ha introducido otro poderoso motivo de disgregación y alejamiento de lo que, con maneras románticas, consideran lo “popular”. En toda la izquierda, y no solo en la “pija”, la batalla por el reconocimiento de la diferencia de clase ha sido remplazada por la lucha por el reconocimiento de todas las diferencias restantes, objeto tradicional de discriminación. Se ha forjado con ello una encomiable sensibilidad pública, compartida en todos los círculos progresistas, e incluso por algunos centristas y conservadores, capaz de trazar las lindes de lo políticamente correcto –toda una victoria–, pero con la fatal contrapartida de excluir a extensas capas de población de procedencia trabajadora y condición modesta que, lejos de participar de dicha sensibilidad avanzada, se mueven aún por resortes primarios frente a la diferencia sexual, racial o religiosa o ante las reivindicaciones del animalismo y el ecologismo.

¿Cómo llegar a esos multitudinarios sectores populares que culturalmente tienen más en común con un embrutecido conservador populista que con cualquier militante de izquierdas, no necesariamente del progresismo de salón? ¿Cómo evitar que en ellos susciten mayor rechazo quienes supuestamente representan su causa que los resueltos a empeorar sus condiciones de vida? ¿Poniendo pie en sus prejuicios para intentar transformarlos desde la identificación con ellos? ¿Realizando una labor paternalista de concienciación e ilustración? Cualquier respuesta presenta desventajas. Y su mera formulación coloca a la izquierda ante evidencias desagradables.

Por ejemplo, la de que el éxito relativo del reconocimiento de las diferencias civiles, exceptuando la de clase, se debe en buena parte a la mayor complejidad interna de los sectores culturalmente dominantes, según lo muestra con habilidad la magnífica serie Transparent. O la de que sin una vuelta de la igualdad económica a la posición prioritaria de la agenda política las demás causas de la igualdad, de la sexual a la racial, pasando incluso por la religiosa, están condenadas siempre a quedarse a medio camino, a derramar sus efectos saludables solo en las capas altas y medias de la sociedad, sin hacerse generales.

Para afrontar el riesgo cierto de recaída en el autoritarismo las izquierdas deben, efectivamente, precisar su posición respecto de esas capas populares. Hasta ahora solo han sabido idealizarlas, construir todo un discurso sobre una imagen hipotética de ellas, sin tomar pie en ninguna aproximación sociológica empírica, en la estela del ejemplar reportaje crítico de Siegfried Kracauer sobre Los empleados en la Alemania de Weimar. Obsérvese, además, cómo, justo en la actual coyuntura, en la que acucian los peligros, la izquierda, en la búsqueda de antídotos, vuelve a ponerse trampas a sí misma con su característico razonamiento binario y con controversias sobre su identidad.

Vive instalada por ahora en la falsa disyuntiva entre la falacia del “mal menor” y el embuste del “cuanto peor mejor”, dos estrategias que solo se diferencian en el tiempo que tarda en llegar la catástrofe. Se halla perdida de nuevo en pugnas sobre su verdadera fisonomía, definida en torno al persistente binomio de “reforma o revolución”, en lugar de, en pulcro ejercicio dialéctico, adecuar su acción a la fisonomía objetiva y cultural del momento presente. Para ello se requiere el abandono de los apriorismos dogmáticos, la elaboración sobre el terreno de un diagnóstico certero y la actuación en consecuencia.

Según la hipótesis humildemente defendida aquí, los antídotos con que desactivar el fascismo rampante se vinculan al respaldo de toda tendencia conducente a federar el poder y a combatir la desigualdad económica. Como medios preventivos, han de construirse vías de socialización política que hagan efectiva y directa la participación de la ciudadanía en la creación de sus condiciones de vida. Debe en este sentido practicarse y facilitarse la política y la economía de proximidad. Y, para alejar la pendiente autoritaria, han de conquistarse mecanismos que garanticen y endurezcan la fiscalización ciudadana de la dirigencia política y socioeconómica del país. La imaginación y el saber acumulados en las agrupaciones de izquierda deberían volcarse en el hallazgo de remedios prácticos en esta o en parecida dirección, aparcando de una vez la teorización identitaria que sólo condena a la pasividad y la división.

(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.
1 Comment
  1. juanjo says

    Perfecto, si señor. Las fuentes de producción cada vez en menos manos, por otra, la Iglesia, el fútbol y el sindicato de Estudiante comiendo el coco a la juventud. Y la izquierda, en lugar de ser una izquierda como dios manda, amiga de los nacionalistas y dividiendo al proletariado en parcelas.

    O sea enanos rodeados de enanos y los gigantes riéndose a escondidas

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