Hace cuatro años, en víspera de viajar a Bolivia y callejeando por Madrid, pasé por la plaza de Antón Martín y el monumento a los abogados laboralistas asesinados hace ahora 40 años en la calle de Atocha. Todavía quedaban unos ramos de flores agostadas del último homenaje. Saqué unas fotografías y, cuando estaba en ello, sorprendí un diálogo de un grupo de jóvenes que andaba por allí. Los muchachos, ellos y ellas, que con toda seguridad habían nacido años después del crimen se preguntaban de manera festiva qué era aquello y uno dijo con aplomo que «un monumento a los juerguistas».
Con seguridad, a aquellos muchachos nadie les había hablado nunca de lo que allí al lado había ocurrido en 1977, ni por qué, ni quién era el autor del monumento ni a quién estaba dedicado. Son demasiado abundantes los ejemplos de desinformación sobre esa y otras épocas de nuestra historia reciente que no está bien visto encarar con la crudeza necesaria, y se edulcoran y silencian para que los más jóvenes tengan la idea lo más vaga posible de lo sucedido. Agustín Moreno lo ha contado con detalle, por lo menos lo referido a los crímenes de Atocha: no hay voluntad unánime de contar nuestra historia y hacerla común.
Y si he citado ese viaje a Bolivia es porque ese país fue uno de los refugios tradicionales de maleantes de extrema derecha, desde los matones del gobierno, los de Montejurra de 1976, en concreto Stefano delle Chiaie, que formó parte de Los novios de la muerte, el grupo de asesinos que organizó Klaus Barbie durante la narcodictadura de García Meza, 1980-1981; hasta el teniente coronel Masa, relacionado con el GAL y condenado entre otras cosas por narcotráfico, que participó en La Paz en la sangrienta resolución del secuestro de Jorge Lonsdale por el grupo Néstor Paz Zamora, secuestro nunca del todo aclarado, pasando por otros autores o participantes en actividades de grupos parapoliciales de extrema derecha. Novelerías, claro, todo lo que molesta y se cuela por las grietas de la historia oficial lo es. Además de Delle Chiaie, hubo otros, a quienes en distintas fotografías publicadas en Bolivia se les ve luciendo insignias del Ejército español, en concreto las de Grupos Nómadas y GOES, por haber sido legionarios. Alguno de ellos vive en la Costa del Sol, como les consta a Peter MacFarren y Fadrique Iglesias, autores de Klaus Barbie, un Novio de la Muerte (2014).
Resultan curiosos los periplos de los autores materiales de los asesinatos de los abogados de la calle Atocha. Lerdo se esfumó, ignorándose su paradero, que es mucho ignorar si se ponen los medios necesarios. García Juliá acabó en Bolivia y allí fue juzgado y condenado por narcotráfico hasta que se fugó... Luego... luego, quién sabe, o mejor sería decir, quiénes no han querido saber, desde los propios órganos de gobierno, a dónde han ido a parar unos y otros.
Otro caso: el asesino convicto de Yolanda González se fugó a Paraguay, y después de varios episodios rocambolescos, acabó teniendo una empresa de informática que hacía servicios para los cuerpos policiales, como si nunca hubiese pasado nada. El escandalazo saltó a la luz y luego silencio. Y así con todo lo que tiene que ver con las cloacas del gobierno y la actividades de grupos parapoliciales de extrema derecha que apuntan a instituciones del Estado.
Ahora sabemos que uno de los asesinos de Atocha pedía marisco el día del aniversario del crimen, y que no se sabe nada de las gestiones policiales y judiciales que se hubiesen hecho en firme para encontrar a los fugados, a otro... un baile de fugas, burocracia judicial baldía, países hechos refugios seguros, corrupciones, narcos... ¿Para cuándo la limpieza de las cloacas de este país de «democracia de mínimos», como dice Alejandro Ruiz Huerta? Aquí, «remover» es escribir la historia mugrienta de este país, que no es que no supere nada, sino que oculta con saña y tesón lo que no le conviene, lo que puede estropearle la fiesta, las sucesivas fiestas. La memoria incómoda, qué título tan acertado el del libro de Alejandro Ruiz Huerta.
Es obligado preguntarse por la complicidad judicial y policial ante la relativa impunidad de la que gozaron los autores de los atentados de extrema derecha de aquellos años, porque la historia de la instrucción de los casos, cuando la hubo, es bochornosa. Seguirla paso a paso da náuseas. Pero está claro, que mejor no remover, que todo eso pasó hace mucho, que a qué reavivar odios y heridas... las que impiden que en el pueblo natal de uno de los asesinados de Atocha se pueda poner una placa en su recuerdo. Mejor pensar que todo esto son novelerías, crónica negra, thrillers, y que ya aburren, que ya aburrimos con «nuestras historias», que eso es lo malo, que son «nuestras historias», y es dudoso que formen parte de una historia de verdad común y de su relato.