ANÁLISIS

El vuelo gallináceo del independentismo “no nacionalista”

  • Si la distinción entre “nación cultural” y “nación política” es absurda también lo es la dicotomía entre “nacionalismo cultural” y “nacionalismo político”
  • El único cambio relevante en la estrategia independentista para aumentar el apoyo social es la rebaja del estatuto de la lengua catalana
  • Se echa en falta una revisión en los ámbitos económico, fiscal, social y en la soberanía externa de la hipotética República de Cataluña y Arán

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Daniel Escribano, traductor y autor del libro 'El conflicte lingüístic a les illes Balears durant la Segona República (1931-1936)' 

Decía el historiador monárquico y antisemita Friedrich Meinecke que “podemos dividir a la nación en naciones culturales y naciones políticas, naciones basadas principalmente en alguna herencia cultural experimentada conjuntamente, y naciones que se basan principalmente en la fuerza unificadora de una historia política y la Constitución”. Si bien el propio Meinecke matizaba que una nación puede ser al tiempo “política” y “cultural” (Meinecke, 1970: 11), esta dicotomía ha calado entre algunos estudiosos del nacionalismo. El filósofo del derecho Xacobe Bastida (1997: 44) la formula de manera perspicua:

“[l]a nación política parte siempre un Estado ya constituido y su actuación ex post sobre ese Estado tiene una condición legitimadora del mismo, sirviendo de expediente colectivo de referencia y homogeneización a una institución que carece de los antiguos vínculos de solidaridad personal. […] Su concepto básico de construcción comunitaria es de la voluntad individual ciudadana sintetizada en la figura del contrato social". 

En “la nación construida desde la perspectiva cultural”, en cambio, el fundamento de la nación serían los propios “datos culturales que contribuyen a crear los vínculos comunitarios del pueblo” y prevalecerían sobre el “criterio de adscripción voluntaria”, de modo que “el concepto de ciudadano pasa a ser sustituido por el de comunidad popular o cultural”. No obstante, como apunta el propio Bastida (2007: 128), se trata de un dualismo informativamente vacío, por cuanto “es absurdo catalogar hoy una nación como nación cultural si carece de Estado y aspira a conseguirlo, o como nación política si parte de un Estado ya constituido”. “Esto no categoriza ni describe ningún proceso; a lo sumo reitera, con un sinónimo, la realidad. […] Con esto, no se diferencian dos tipos de nación: simplemente se dice que existen Estados con territorio y territorios que carecen de un Estado (de un Estado deseado)”. Si la distinción entre “nación cultural” y “nación política” es absurda, también lo es la dicotomía entre “nacionalismo cultural” (o “étnico”) y “nacionalismo político” (o “cívico”), porque, como apunta el filósofo de la ciencia C. Ulises Moulines (2003: 181), “todo nacionalismo es a la vez político y étnico”. “Es político, por cuanto consiste en un programa de acción política; y es étnico porque se basa justamente en una nación”. Y, sin embargo, la retórica contra el “nacionalismo cultural” se basa en que éste tiene como base una identidad no electiva. No obstante, el convertir en argumento descalificatorio este hecho soslaya que ninguna nación se ha configurado históricamente como el producto de un “contrato social” o de la voluntad ciudadana, en general. Y, si se aplicara al resto de instituciones sociales, tendría consecuencias devastadoras para el orden social patriarcal. Tal y como constata la filósofa política Jule Goikoetxea (2017: 74), quienes descalifican a “las comunidades nacionales porque no son consecuencia de nuestras elecciones morales” deberían explicar “por qué les parecen condenables los vínculos nacionales, pero no los familiares”.

Con todo, el sentido político del dualismo entre “nación política” y “nación cultural” es harto evidente: la primera es el sujeto soberano, mientras que las singularidades propias de la segunda permanecen como hechos prepolíticos y, sobre todo, no habilitan para la constitución de un sujeto de soberanía. Tal y como señala el filósofo Joxe Azurmendi, “cuando se aplica este esquema al nacionalismo, se extrae la siguiente conclusión: existe un nacionalismo que no es nacionalismo, es decir, el cívico, democrático y liberal”. “Y existe otro que es étnico: racista, irracional y romántico. Se establece la distinción entre conceptos de nación blanco y negro. Es decir, el nacionalismo del Estado es bueno y los que lo cuestionan son malos.” Efectivamente, el ensayista procolonialista y conservador Elie Kedourie (1993: 68) pretendía que es “impreciso e inexacto hablar, como se hace a veces, de nacionalismo británico o estadounidense al describir el pensamiento de quienes recomiendan lealtad a las instituciones británicas o estadounidenses”, porque, decía, ni el Reino Unido ni EE UU definen su nacionalidad “desde los puntos de vista lingüístico, de raza [sic] o religión”. Este “no nacionalismo” constituye una muestra palmaria de identidad inscrita en lo que la teórica feminista Colette Guillaumin denomina punto cero del valor, la identidad pretendidamente neutra propia de los sistemas jerárquicos, libre de connotaciones y que el “grupo mayoritario se reserva para sí”, pero que, en realidad, se ubica “en el dominio del poseedor de los valores” y desde el cual se categoriza, marca, estereotipa y estigmatiza a “los grupos minoritarios”, que tienen, todos ellos, “una característica común: son colocados como particulares frente a un general”. Como advierte Guillaumin, esta “actividad categorizante”, “diferencialmente ordenada”, más allá de sus expresiones concretas —que pueden ser de naturaleza “peyorativa, agresiva o, por el contrario, laudatoria”—, es precisamente uno de los rasgos epistemológicamente constitutivos del racismo, por su carácter irreflexivo, porque no se aplica jamás “al «mí mismo»” (Guillaumin, 2002: 284, 120, 285, 286). 

Aun con un origen distinto de la mera invisibilización apologética de la dominación sobre los grupos “minoritarios” —aquí se trataba de refundar una identidad mayoritaria considerada problemática por su pasado fascista, aunque sin cuestionar el alineamiento con el imperialismo occidental encabezado por EE UU—, apenas se diferencia de la identidad nacional de punto cero kedouriana la retórica del filósofo Jürgen Habermas (1987: 168-174) sobre la “identidad posnacional referida al Estado constitucional”, que constituiría la “disposición a identificarse con el orden político y los principios de la Ley Fundamental” y donde “las identificaciones con las formas de vida y tradiciones propias son desplazadas por un patriotismo más abstracto, que ya no se refiere al todo concreto de una nación, sino a procedimientos y principios abstractos”, consistentes en la “generalización de la democracia y los derechos humanos”, contra los que chocarían “las corrientes de las tradiciones nacionales (la lengua, la literatura y la historia de la nación propia)”. Su pretendido “patriotismo constitucional” mantiene los marcadores habituales de identidad nacional, por cuanto no renuncia al idioma y el territorio como criterios para definir la nación y adjudicar la ciudadanía nacional, sino que los presupone sin expresarlos explícitamente. Y es que, tal y como apunta el filósofo Will Kymlicka, “los inmigrantes en EE UU no sólo tienen que prometer lealtad a los principios democráticos; también tienen que aprender la lengua y la historia de su nueva sociedad”. Igualmente, los Estados “pueden privilegiar sistemáticamente (y a menudo lo hacen) a la nación mayoritaria de modos determinados, que son fundamentales, como en el trazado de las fronteras internas; la lengua de las escuelas, los tribunales y los servicios públicos; la elección del calendario festivo público, y la división del poder legislativo entre los gobiernos central y locales”, de manera que “el poder político y la viabilidad cultural de una minoría nacional” queden “drásticamente reducidos”. Por lo tanto, en la medida en que “los teóricos liberales han aceptado, generalmente, aunque de modo implícito, que las culturas o naciones son las unidades básicas de la teoría política liberal”, más que un liberalismo sin atributos nacionales, lo que se ha conocido es el nacionalismo liberal, es decir, la defensa de “objetivos liberales dentro y mediante una cultura social o nación liberalizada” (Kymlicka, 1996: 24, 51-52, 93).

¿Independentismo no nacionalista?

Técnicamente, el nacionalismo es la ideología que postula la nacionalidad como la expresión de identidad colectiva más relevante sociológicamente y eje prioritario para definir los alineamientos políticos. En este sentido técnico, el nacionalismo no es la mera postulación de existencia (natural o sociológica) de una nación determinada ni la elección de una forma determinada en lo tocante a su organización territorial interna o a sus relaciones con entidades políticas supranacionales —más susceptibles de cambiar en función de las coyunturas políticas que las convicciones ideológicas—, sino la prioridad que postula para la nacionalidad sobre otras formas de identidad colectiva (muy especialmente, la clase social y el género), y que es el factor diferenciador del nacionalismo respecto a otras ideologías como el socialismo o el feminismo. Un ejemplo muy gráfico de esta prioridad identitaria a la nacionalidad, propia de la ideología nacionalista, lo dio el ex presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, al afirmar, en un acto el 20 de mayo de 2018, que “recorriendo España yo no veo rojos o azules, yo veo españoles; yo no veo, como se dice, gente urbanita o gente rural, yo veo españoles; yo no veo jóvenes o mayores, yo veo españoles; yo no veo trabajadores o empresarios, yo veo españoles; yo no veo a creyentes o a agnósticos, yo veo españoles”. Más allá de los chascarrillos a que dio lugar este alarde de capacidad visual —confundir las dimensiones fáctica y normativa del discurso, presentando como un hecho lo que no es más que un deseo, no suele llevar a buenas interpretaciones de la realidad—, lo cierto es que todos los Estados priorizan sistemáticamente la nacionalidad por encima del resto de identidades, como evidencia el que la legislación de todos ellos reconozca más derechos a sus ciudadanos que a los meramente residentes. 

Este aspecto nuclear de la definición del nacionalismo es común a sus expresiones referentes a naciones dotadas de aparato estatal y a las que aspiran a lograrlo. Así, el nacionalismo catalán no se agota, stricto sensu, en la mera afirmación de existencia de nación catalana —con independencia de cómo se defina ésta— ni en la defensa de su soberanía. De modo que la aceptación de existencia y aun la defensa de la independencia de la nación catalana no sería suficiente para hablar, en rigor, de nacionalismo catalán, aun menos si ésta responde a razones instrumentales (ya la esperanza de que un Estado catalán independiente pueda suponer la oportunidad para construir un marco de relaciones laborales más favorable a la clase obrera o un marco jurídico más amplio en cuanto al reconocimiento y ejercicio de las libertades públicas y los derechos sociales; ya como precondición para poner en marcha un proceso de integración federal o confederal con el resto de naciones ibéricas; ya para abrir un foco de inestabilidad geopolítica en el seno del imperialismo occidental, ya por cualquier otra razón). Y, sobre todo, el nacionalismo no se agota en la definición de la nación a partir de unos criterios determinados. Así, en nuestro caso, el no postular la lengua catalana como criterio definitorio de la nación catalana no es, per se, incompatible con el nacionalismo; simplemente implica que ésta se define por otros criterios —y habrá que ver si los criterios alternativos son realmente tan o más inclusivos que el lingüístico, ya que un idioma lo puede aprender todo el mundo, al menos si los poderes públicos invierten los recursos necesarios— y, en realidad, tampoco significa que desaparezcan los requisitos lingüísticos para obtener la nacionalidad, sino sólo que éstos puedan considerarse satisfechos también con la acreditación de competencia en otras lenguas (en este caso, el español).(1) Antes bien, es en el establecimiento de prioridades donde se aprecia el elemento distintivo del nacionalismo. Así, el apoyo, en nombre de una causa considerada mayor (el supuesto avance hacia la liberación nacional), a un candidato a la presidencia de la Generalitat con un historial de virulentos recortes sociales es una muestra palmaria de nacionalismo, entendido técnicamente. También lo es el apoyo y legitimación —ahora a cambio de un referéndum de autodeterminación— a unos presupuestos que no recuperaban los niveles de gasto en salud y enseñanza anteriores a 2011 ni se acompañaban de medidas para la redistribución de la renta.

La loable voluntad de conseguir que la causa independentista pueda extender su apoyo social y convertirse en mayoritaria y “hegemónica” subyace a una siempre necesaria revisión crítica de sus postulados ideológicos y principales posiciones políticas. No obstante, nos tememos que los sectores “renovadores”, tanto en el seno del independentismo catalán como del vasco, han propuesto el debate en unos términos puramente nominalistas y que, además, traicionan incomprensión de los conceptos fundamentales de los estudios sobre el nacionalismo, hasta el punto de presentar inquietantes semejanzas con los lugares comunes con que hemos empezado este texto. Así, si es un hecho sabido que el Estado es la máxima expresión de articulación política de una nación (o proyecto nacional) y el nacionalismo funciona como principal mecanismo ideológico para la legitimación del Estado y la cohesión de la comunidad nacional, ahora nos encontramos con ocurrencias como que “el proyecto de la independencia es estudiar el camino que va de la nación sin Estado al Estado sin nación” (Galfarsoro, 2017: 303). O que el independentismo vasco debe rechazar el concepto de nación porque ésta “puede excluir a la persona que no quiere ser miembro de la nación vasca, pero que está a favor de la creación de un Estado en el País Vasco” (Apaolaza, 2017: 151)(2) —ya que “me gusta más decir Estado en el País Vasco que Estado vasco” (Galfarsoro, 2017: 309)—, cuando, en realidad, en el País Vasco, lo mismo que en Cataluña, ya hay Estado: se llama Reino de España, al sur de los Pirineos, y República francesa, al norte. Los esquemas de los nacionalismos dominantes se han invisibilizado tanto (no en vano son, en la afinada expresión de Guillaumin, el punto cero del valor) que parece que hay hasta quien olvida la existencia de los Estados a los que legitiman. Y es que, en realidad, el independentismo presupone a la nación —si bien no necesariamente al nacionalismo—. Así, como replica Joxe Azurmendi (2017: 103), “si hemos descartado el carácter fundamental y central de la patria/nación para nuestro independentismo, ¿por qué limitamos a Euskadi el proyecto independentista?” “¿Por qué no descartar también el sur de Navarra e intentar hacer campaña por la independencia en Jaca y Santander, o en el Bearne y Burdeos?”

Tampoco tiene mucho sentido la contraposición que establece el politólogo Jaume López (2017: 182) en torno a la relación entre nación y “derecho a decidir”, para concluir que una colectividad “es una nación porque reclama su derecho a decidir, y no al revés”. Y es que no nos consta que las mujeres que deciden libremente sobre la interrupción de embarazos no deseados o los trabajadores despedidos de modo improcedente que, en la mayoría de Estados democráticos sociales y de derecho —no en el español, donde el sujeto del “derecho a decidir” es el empresario—, deciden si se reincorporan a su puesto de trabajo o reciben una indemnización sean naciones. Esta contraposición, en realidad, reproduce la vieja dicotomía entre “nación política” y “nación cultural” y es igualmente arbitraria que ésta, por cuanto el ejercicio del derecho de autodeterminación presupone la existencia de un sujeto político previo. De hecho, las propuestas que se oyen actualmente en Cataluña sobre un “independentismo” o “republicanismo” “no nacionalistas” presuponen la nación que niegan —¿por qué, si no, debe ser Cataluña el sujeto político, y no cualquier otra demarcación territorial?—, que queda invisibilizada como “punto cero del valor”, y, por ello, reproducen la principal añagaza discursiva del “no nacionalismo” español.

Bienestar social y reforma fiscal, claves para “ampliar la base”

A diferencia de lo que sugiere la visión idealista de los sectores independentistas “renovadores”, no es pensable que un simple cambio discursivo pueda implicar aumento alguno de la base social independentista. De entrada, el engrosamiento de las bases sociales independentistas hay que buscarlo allí donde se encuentra la mayoría de la población: la clase obrera. Lo apunta el diputado de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) en el Parlament de Catalunya Vidal Aragonés (2019: 278, 276): “Para ganar a estos sectores amplios de la clase trabajadora aún no partidarios de la República catalana, pero que, al tiempo, no son defensores de la monarquía española, no hallaremos respuestas positivas únicamente con discursos”. Antes bien, “los trabajadores y las trabajadoras tomarán un fuerte compromiso con la independencia sólo si ésta representa un avance en los derechos sociales y una potencial mejora en su calidad de vida”. No en vano las políticas de bienestar social son el instrumento más eficaz para la construcción nacional. Y, no obstante, el único cambio relevante que se ha producido en el programa de los partidos independentistas como estrategia para aumentar el apoyo social a la independencia es la rebaja del estatuto de la lengua catalana, soslayando que un régimen de doble oficialidad territorializada para los idiomas catalán y occitano junto al reconocimiento de derechos lingüísticos para los ciudadanos hispanófonos, de naturaleza estrictamente individual y extrínsecos a la oficialidad, permite compatibilizar el estatuto jurídico de preeminencia de las lenguas históricas de la hipotética república y la política destinada a obtener su plenitud funcional con el mantenimiento de los derechos lingüísticos individuales actualmente reconocidos.  

En cambio, donde sí se echa en falta una revisión profunda del programa de los dos principales partidos independentistas es en los ámbitos económico, fiscal, social y en la soberanía externa de la hipotética República de Cataluña y Arán. Como consideración previa, debe apuntarse que tanto Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) como Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) han sido responsables o corresponsables de recortes en servicios públicos básicos (salud, educación, bienestar social, función pública…) y de las contrarreformas fiscales regresivas aprobadas desde 2009. Ya hemos comentado que uno de los argumentos del pretendido “no nacionalismo” para rechazar la solidaridad basada en la identidad nacional es que la nación no es una comunidad electiva. Y también hemos recordado que, en la medida en que la familia tampoco es una comunidad electiva, en buena lógica todo “no nacionalista” debería defender la supresión o fuerte restricción de una institución jurídica como la herencia, que sirve a la perpetuación de las desigualdades sociales basadas en dicha comunidad no electiva. Sin embargo, en 2009 ERC, junto al Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) e Iniciativa per Catalunya-Verds-Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA), votó a favor de aumentar a 275.000 euros el mínimo exento de tributación del Impuesto de sucesiones y donaciones, en lo tocante a los patrimonios legados a hijos (Ley 26/2009, de 23 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y financieras, art. 22). Aunque, tras la práctica liquidación del Impuesto en la siguiente legislatura por parte de CiU y PP para legados a familiares,(3) ERC impuso una recuperación parcial del Impuesto para los patrimonios legados a hijos por valor igual o superior a 100.000 euros, los tramos sólo revestían un carácter más progresivo que antes de la reforma de 2009 en los patrimonios a partir de 750.000 euros (Ley 2/2014, de 27 de enero, de medidas fiscales, administrativas, financieras y del sector público, art. 122, que modifica varios artículos de la Ley 19/2010, de 7 de junio, de regulación del Impuesto sobre sucesiones y donaciones). Finalmente, este año los partidos que forman el Gobierno de la Generalitat han acordado, junto con Catalunya en Comú Podem (CECP), una tímida reforma fiscal, que también afecta a este impuesto y que incluye aumentos del tipo, pero lejos aún de los gravámenes anteriores a la reforma de 2009 (Ley 5/2020, de 29 de abril, de medidas fiscales, administrativas, financieras y del sector público y de creación del Impuesto sobre instalaciones que inciden en el medio ambiente, arts. 88 y 89).

En lo atinente al tramo autonómico del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), los dos principales partidos independentistas se han avenido a una reforma tímidamente progresiva, aunque nos tememos que por razones que tienen más que ver con la voluntad de lograr una cierta estabilidad gubernativa que con el objetivo de construir un sistema fiscal realmente progresivo y dar un carácter socialmente más inclusivo al proyecto de República catalana. Así, la reforma establece un aumento del tipo máximo para las bases liquidables comprendidas entre 90.000 y 120.000 euros, que pasa del 21,5 al 23,5%, con lo que sólo cuatro comunidades de régimen común tienen tipos superiores en este tramo (País Valenciano, Asturias, La Rioja y Cantabria), y entre 160.000 y 200.000 euros el tipo catalán se iguala al de estas cuatro comunidades (25,5%). Asimismo, aumenta hasta 6.105 euros el mínimo exento de tributación, aunque en las bases liquidables de hasta 20.000 el tipo aplicable en Cataluña sigue siendo el segundo más alto de las comunidades de régimen común, de modo que el sistema fiscal catalán se mantiene como el segundo más regresivo en el trato de las rentas más bajas. Además, respecto a los tramos comprendidos entre 20.000 y 90.000 euros, la progresividad se mantiene por debajo de la media autonómica: entre el 14 %, para las rentas hasta 30.000 euros, y el 23,5%, para las bases liquidables hasta 90.000. En efecto, hasta 70.000 euros, solo la Comunidad de Madrid tiene un tipo más bajo, y entre 70.000 y 90.000, solo Madrid e Illes Balears. 

Por lo demás, durante las dos legislaturas anteriores las reformas fiscales han consistido sobre todo en el establecimiento de impuestos de carácter ecológico, p. ej., sobre la producción o almacenamiento de sustancias tóxicas, y tributos indirectos sobre determinadas bebidas, o en la supresión de desgravaciones por la compra de vivienda. Se trata de medidas necesarias, en la medida en que combaten la degradación ambiental, fomentan hábitos de consumo más saludables o un uso más racional del suelo, pero no tienen como eje la redistribución de la renta.

En lo tocante a los presupuestos generales, que son el principal instrumento para aumentar el bienestar material imprescindible para la cohesión social necesaria para llevar a cabo un proceso de liberación nacional, desde 2011 ofrecen un panorama desolador. En 2010, la suma de las partidas destinadas a los Departamentos de Salud, Educación y Acción Social y Ciudadana era de 17.068,7 millones de euros; en 2014, el presupuesto agregado de los Departamentos de Salud, Enseñanza y “Bienestar Social y Familia” era de 13.994,1 millones (un 18,01% menos), y en 2015, de 14.578,4 millones (un 14,59% menos). En paralelo, crecía uno de los rasgos característicos del capitalismo posterior a la gran crisis de 2007-2008: la deudocracia. Así, si en 2010 la partida destinada al pago de los intereses de la deuda suponía un 3,83% del presupuesto total y era la sexta más alta, en 2014 se encaramaba al 9,25% y era ya la tercera mayor (en 2015 suponía el 7,32% y permanecía como tercera mayor partida). En 2017, en que las cuentas se aprobaron con el apoyo de dos diputados de la CUP-Crida Constituent, las cifras de los Departamentos de Salud y Enseñanza permanecían aún por debajo de las de 2010: 13.628 millones contra 14.941,8, un 8,79% menos. No ha sido hasta este año cuando se han recuperado, en términos nominales, los niveles de gasto de 2010 en salud y enseñanza (Ley 4/2020, de 29 de abril, de presupuestos de la Generalitat de Catalunya para 2020): la inversión dedicada a estos dos Departamentos suma 15.249 millones, un 2,06% más que en el presupuesto de 2010. No obstante, en términos reales los recortes están lejos de haber sido revertidos: en salud, el decremento desde 2010 es aún del 14,1% y en educación, del 7,5. En realidad, la partida presupuestaria de salud supone tan solo un 3,85% del PIB catalán, muy por debajo de la media de la UE (9,8%, en cifras de 2017) e inferior incluso a la media autonómica española (5,5%, también en datos de 2017). De modo que, para vincular el proyecto de República catalana al aumento del bienestar material de la mayoría de la población, es evidente que aún queda mucho por hacer en este ámbito.

Soberanías y UE

Si existe un concepto que permite enlazar el autogobierno en el ámbito nacional con el que debería ejercerse en el resto de ámbitos de decisión socialmente relevantes, éste es el de soberanía, la capacidad de articular mecanismos democráticos para la toma de decisiones colectivas en cada uno de los ámbitos de la vida social, por lo que actualmente tiende a flexionarse en plural. El aumento del bienestar social y la redistribución de la riqueza requiere una expansión del sector público —y no una retracción, como hemos visto en la mayor parte de la última década— y la recuperación de las diversas soberanías. Y eso es difícilmente compatible con el europeísmo político que impregna al independentismo mainstream. Debe recordarse que los recortes sociales de la última década han tenido como causa de fondo las políticas tendentes al déficit cero establecidas en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE, junto al empecinamiento de la inmensa mayoría de fuerzas políticas catalanas, y muy singularmente de CDC, en recurrir al sector privado para la provisión de servicios públicos. Ambos factores son rasgos característicos del neoliberalismo, a los que debe añadirse el procedimiento para nombrar a los miembros de las instituciones ejecutivas de la UE, que no es precisamente el propio de las democracias parlamentarias. El europeísmo naïf delrepublicanismo no nacionalista” catalán puede celebrar que “la Cataluña posnacionalista ya ha comenzado”, pero, en el contexto descrito, como apunta Jule Goikoetxea (2017: 38, 42), “la palabra desnacionalización es un eufemismo”, ya que, si las “estructuras políticas globales no las elige el pueblo, y no son responsables ante él, entonces la desnacionalización es otro concepto que indica privatización de la democracia o desdemocratización”. Y éste es precisamente el rol de la UE, si se analiza desde la perspectiva de clase. Puede repetirse cuanto se quiera el mantra de que “hay que dejar atrás el imaginario ideológico y político del Estado nacional” y “hacer posible la integración europea”, pero, hoy en día, las estructuras que no son estatales “son de las grandes empresas, no de los ciudadanos”. Este europeísmo indiferente a los hechos y el rechazo superficial del “nacionalismo” resultan aún más absurdos en un contexto de crisis aguda del proyecto de la UE y reverdecimiento del nacionalismo en todo el continente. Y, sobre todo, tienen más de reflejo de la mentalidad de una determinada clase social y de expresión de simples desiderata que de proyecto político basado en análisis empíricamente fundamentados. Pone el dedo en la llaga el economista griego Costas Lapavitsas (2019: 340-341) al recordar que “[l]a UE se ha mostrado completamente indiferente a las transgresiones del Estado español en lo tocante a la democracia y el derecho de autodeterminación”. “No le importó en absoluto que los líderes independentistas fueran fervientes europeístas, conservadores en la esfera económica y partidarios de establecer su soberanía en el marco compartido de la UE”. Y es que “la supuesta soberanía compartida de la UE no ofreció ningún tipo de ventaja democrática a los catalanes en su choque con el Estado español”. La absoluta indiferencia por la soberanía y las soberanías del “republicanismo no nacionalista” y de gran parte de la izquierda europea es intrínseca a la creencia mecanicista en “la UE como un desarrollo inherentemente progresivo”, lo que les lleva a integrarse en “las estructuras neoliberales del capitalismo europeo” (Lapavitsas, 2019: 343). Por lo demás, este “republicanismo” no tiene nada que ver con el republicanismo democrático histórico, que tiene como eje vertebrador del diseño institucional de la República la garantía de los medios de existencia material autónoma a todos los ciudadanos.

Por todo ello, en el contexto actual, toda propuesta de replanteamiento de la construcción nacional (o “republicana”) que no se acompañe de una estrategia para la redistribución de la renta, la mejora de las condiciones materiales de la mayoría de la población y la conquista de las diversas soberanías y que no problematice la relación con la UE no pasa de polémica de vuelo gallináceo.

1 Comment
  1. Poc a poc says

    Un gazpacho mental considerable, sí, señor, el del autor, que empieza asumiendo que “todo nacionalismo es a la vez político y étnico” (Moulines). Claro que no hubiera estado mal que, antes del barullo mental que sigue, y del consiguiente recurso a los topicazos al uso (eso tan manido de la «liberación nacional», etc.), se nos concretara qué debemos entender por «étnico» en el caso de Cataluña, salvo que nos declaremos fieles y ciegos devotos del Institut Nova Història, que entonces todo está clarísimo: ¡Colón nació en Palafrugell!

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