¿Dónde está Bloomy?

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Imagen de archivo de Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York / J. M. B.

Como adolescente contrariado, al alcalde de Nueva York no hay nada que le siente peor que le pregunten dónde ha estado el fin de semana. El argumento que utiliza es que cuando su agenda no es pública no tiene por qué decirle a nadie en dónde está (tiene cinco casas repartidas por todo el mundo). Durante nueve años nadie se había atrevido a contrariarle en este aspecto. Pero todo acabó con la desastrosa tormenta de nieve del día después de Navidad.

Michael Bloomberg lleva semanas esquivando contestar la pregunta "¿dónde estaba usted aquel fin de semana?" Todos nos imaginamos que disfrutaba de su casa en la isla de Bermuda, de la que regresó inmediatamente aquel domingo en su jet privado. Pero él se niega a reconocer que mientras la Ciudad se malpreparaba para ser enterrada bajo un alud de nieve, él estaba dándole golpes a la pelotita en un exclusivo club de golf bermudiano.

"¿Quién estaba al mando?", le preguntan los impertinentes reporteros. Según la Carta Magna municipal, el defensor del pueblo -cargo despojado de todo tipo de presupuesto, deberes y funciones, que se dedica a atender las quejas más mundanas de los ciudadanos cuando no está maquinando una candidatura a la Alcaldía- debe sustituirle en caso de que no haya delegado oficialmente sus poderes en alguno de sus vice-alcaldes antes de salir de la ciudad. Sin embargo, el portavoz principal de Bloomberg defiende que en esta era digital de blackberries, iPads y teléfonos satelitales compartir el poder no se hace necesario. Bloomberg está siempre al timón, ya sea desde Nueva Jersey, Bermuda o la Conchinchina.

No tan rápido, dice ahora un concejal de Queens, Peter Vallone, que está pensando poner a votación una ley que obligue al mandatario neoyorquino a avisar cada vez que sale de la ciudad y a decir a quién pone de sustituto. Toda una osadía cuando estamos hablando del hombre más rico de Nueva York que hace y deshace - a lo porque-yo-lo-valgo- hasta su propio derecho a la reelección. Y es que se pasó años diciendo que enredar con el límite de dos mandatos sería una vergüenza... hasta que le entraron ganas de seguir en la poltrona y decidió cambiar las reglas del partido en el último minuto: al final ganó un tercer mandato por los pelos, tras gastar más de cien millones de dólares de su propio bolsillo. Su argumento principal fue que su exitosa experiencia empresarial -es dueño de la compañía de tecnología e información financiera Bloomberg LP- lo convertía en la persona más cualificada para dirigir la Ciudad en tiempos de crisis económica. ¿Cómo ocurrió entonces el desastre de gerencia y previsión durante la nevada post-navideña que paralizó a toda una ciudad durante días?, se preguntaban indignados los neoyorquinos.

Si uno se vende como el mejor jefe -¿Espejito, espejito, quién es el alcalde más bonito?, parecía preguntar la viñeta-portada de la elitista revista New Yorker la semana pasada, caricaturizando a un Bloomberg ensimismado ante el espejo-, la gente espera que maneje bien la oficina. Y calentar la silla, aunque no se esté haciendo nada, es política no-escrita del reglamento corporativo estadounidense, donde tener un empleo no es tanto un derecho como un deber, aunque se cobre un dólar al año, como es su caso (dada su vasta fortuna, desde el primer año ha renunciado a un salario normal de alcalde).

Además, los neoyorquinos quieren saber dónde está el jefe por si hay un atentado terrorista y necesitan de un papá que pasée heróicamente por las calles tranquilizando a sus ciudadanos como hizo Rudy Giuliani el 11-S.

Está por ver si el proletario Concejo Municipal se sale con la suya y consigue que el patricio líder abra la ventana de su lujosa realidad, tan lejana a la del neoyorquino medio. Mientras tanto la prensa continuará preguntando, sin molestar mucho. La ira del alcalde es de sobra conocida y temida. Y al fin y al cabo Bloomberg es secretamente admirado por la prensa municipal, que ve en él a un multimillonario hecho así mismo, un sesentón que se permite el capricho de dirigir la capital del mundo mientras reparte toda su fortuna antes de morir.

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