Libia, Irak y el espíritu de Olof Palme

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Peshmergas del PDK de Irán, en una de sus bases al norte de Irak. / Manuel Martorell

Verdaderos ríos de tinta está provocando, tanto en la prensa nacional como regional, en radio como en televisión,  la polémica comparando las operaciones militares de Libia e Irak, como si el aval de la ONU fuera la varita mágica para justificar la intervención en un país soberano. En este sentido, recuerdo una ocasión en la que el PDKI, una de las principales organizaciones kurdas de Irán, solicitó a la UNESCO la edición de una cartilla escolar para los centros educativos bajo su control. La ONU no respaldó el proyecto porque ningún país quiso en esos momentos apoyar a un grupo armado que luchaba contra la República Islámica.

Los kurdos de Irán, Irak y Turquía saben perfectamente que si su existencia dependiera de las resoluciones de la ONU, hace tiempo que habrían desaparecido de la faz de la Tierra. Ni la destrucción de pueblos y ejecuciones masivas a comienzos de los ochenta en Irán, ni el genocidio perpetrado por Sadam Husein ni la limpieza étnica llevada a cabo por el Ejército turco en los noventa inmutaron al Consejo de Seguridad. En estos casos, y en muchos más, estaba más que justificada una intervención militar que no se produjo porque la ONU, dejando a un lado los brindis al sol en sus asambleas generales, responde, en definitiva, a los intereses de las grandes potencias.

Tal y como estaban las cosas en Libia, ha resultado un alivio la tardía resolución 1973; pero ha sido tan tardía que muchos dábamos por hecho que no se iba a aprobar. La pregunta salta por sí sola: ¿es que si no hay autorización de la ONU no es legítima una intervención militar para impedir que un régimen masacre impunemente a su pueblo? ¿No estuvo justificada -por poner un ejemplo bastante diáfano-, la invasión de Camboya por las tropas del Vietcong para acabar con la orgía de sangre de los kemers rojos?

Obviamente, sí. Estaba justificada y no porque tuviera respaldo legal alguno sino porque era la única forma de parar un genocidio en marcha. La justificación de una intervención militar depende, sobre todo, de si realmente se ayuda a los pueblos que se dice defender. Si un pueblo no puede defenderse ante la amenaza de su posible exterminio, estará justificada la intervención, tenga o no autorización de la ONU, de la OTAN o de la Unión Europea.

Los casos de Afganistán e Irak son bastante esclarecedores en este sentido. Cuando se produjo la intervención en Afganistán, los talibanes se habían hecho con el control del país y las fuerzas de la Alianza Norte, lideradas por el comandante Masud, esperaban, arrinconadas en el valle de Panshir, el asalto final. En mi opinión, una acción militar desde el exterior hubiera estado justificada aunque no tuviera respaldo de la ONU. Y por la misma razón, la de Irak no estaba justificada aunque hubiera habido resolución de la ONU porque en Irak existían fuertes y consolidadas organizaciones capaces de derribar al régimen.

Cualquier actuación en este ámbito, sea el pequeño gesto de editar una cartilla escolar o una invasión militar como la del Ejército Popular vietnamita, responderá a ese principio básico que es la solidaridad internacional, un principio que da derecho a actuar en o sobre otro país a cualquier persona u organismo que desee ayudar a un pueblo en peligro. En todo caso, el tipo o grado de actuación dependerá de cada situación concreta, espinosa cuestión que solamente se podrá diagnosticar acertadamente si existe una buena relación con los diferentes movimientos de oposición “democrática”. Por modesta que sea la iniciativa, será interpretada seguramente como una intromisión en los asuntos internos y provocará conflictos diplomáticos. Recuerdo las protestas de la Embajada turca por una exposición antropológica en Madrid sobre el Kurdistán que, en respuesta a estas quejas, fue mutilada y hasta prohibida por las autoridades españolas.

Guerrilleros kurdos durante una incursión en territorio iraní. / Foto cedida por el PDK de Irán

También recuerdo una fotografía en la que, en momentos difíciles del tardofranquismo, se veía al entonces primer ministro sueco Olof Palme recogiendo dinero para la oposición española con una hucha por las calles de Estocolmo. Creo que no llegaron a las 10.000 pesetas pero aquella imagen supuso una gran inyección de moral para quienes estaban comprometidos en la lucha contra la dictadura. Quien conozca algo del espíritu progresista y solidario de Olof Palme sabrá de su compromiso con España, Nicaragua, Vietnam, Sudáfrica, Checoslovaquia, Kurdistán… ¿Es que alguien duda de que parte del dinero sueco para la solidaridad internacional no terminó utilizándose para armar a algunos movimientos de resistencia?

Pero, sea cual sea el grado o tipo de intervención, no debería tomarse de forma unilateral sino de acuerdo con los respectivos movimientos opositores. Si hubiera habido una adecuada relación con estas fuerzas, España habría ayudado a la oposición iraquí en vez de participar en la invasión angloamericana, una operación militar impuesta con la política de hechos consumados a unos grupos bien organizados y estructurados que llevaban décadas pidiendo la solidaridad internacional, no para invadir su país sino para que les ayudaran a derribar al régimen baasista, como ahora reclaman los movimientos opositores en Marruecos, Argelia, Siria, Irán, Yemen, Bahreim y Libia, la mayor parte pacíficos en otros casos armados.

No cabe duda de que en este último país, como ocurrió en Afganistán, la superioridad de las fuerzas del régimen y el temor a una crisis humanitaria pueden terminar obligando a realizar una operación terrestre haya o no respaldo de la ONU. Si tenemos que depender del permiso de las Naciones Unidas para salvar a un pueblo en peligro, nos encontraremos con campos sembrados de cadáveres; y, si no, que se lo digan a los cientos de miles de sudaneses de Darfur, tutsis, bosnios, timorenses, palestinos y kurdos masacrados mientras esperaban a que el Consejo de Seguridad diera luz verde a una intervención militar.

3 Comments
  1. celine says

    Bonito artículo, señor Martorell. Recuerdo aquella exposición del Kurdistan en el Museo Antropológico de Madrid, que creo, organizó usted mismo. Alcancé a verla o, al menos, en parte. Ha llovido desde entonces.

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