Aunque la oposición iraní demuestre el éxito del boicot electoral, comparando las colas para votar del viernes con las de las presidenciales de 2009, la cifra oficial de participación seguirá siendo la misma que la anunciada hace ya semanas por destacados dirigentes de la República Islámica: en torno al 65 por ciento, cifra que el régimen iraní interpreta como un apoyo mayoritario frente al boicot propugnado por la oposición.
Pero las cifras no cuadran. De los 48 millones de posibles votantes, al menos 26 ya estaba previsto que no acudieran a las urnas (los trece conseguidos el año 2009 por Musavi, los seis de Karrubi y otros siete millones que forman el abstencionismo habitual). A ellos hay que añadir los que se habrían sumado debido al llamamiento unitario a no participar en las elecciones. En todo caso y de acuerdo con los cálculos opositores, habría que invertir las cifras; el porcentaje de quienes habrían decidido no ir a votar sería superior el 60 por ciento.
Sin observadores internacionales, con una prensa llevada en autobuses a determinados centros de votación y ante un recuento de papeletas controlado por las actuales autoridades, será imposible conocer la verdad. Ahora solo queda saber cuántos de los 290 escaños del Majlis (Parlamento o Consejo Islámico) son seguidores del presidente Mahmud Ahmadineyad, o de Alí Jamenei, Guía de la Revolución y máxima autoridad político-religiosa.
Una vez excluidos en el reparto del poder los reformistas de Jatami (presidente entre 1997 y 2005), la competencia se centra en estos dos sectores del núcleo duro del régimen que, durante el último año, se han enfrentado por el papel que deben jugar los clérigos en el sistema político. Ambos están de acuerdo en la orientación integrista del República, es decir en que la religión determine el sistema jurídico, legislativo e institucional.
Pero en opinión de Ahmadineyad, deben ser las estructuras políticas, como el Parlamento y el Gobierno, las que tomen las decisiones y lleven las riendas del país, mientras que para los seguidores de Jamenei debe ser el Guía de la Revolución y los organismos religiosos bajo su control quienes tengan la sartén por el mango.
Este enfrentamiento soterrado afloró hace un año, en el mes de abril de 2011, cuando Ahmadineyad forzó la dimisión del ministro de Inteligencia, Heidar Moslehi. Jamenei contraatacó reponiendo a Moslehi en su cargo, dejando así en evidencia al presidente, quien, a su vez, respondió declarándose en una sorprendente “huelga de Gobierno”, negándose a acudir a las reuniones ministeriales durante casi dos semanas.
El asunto, sin embargo, es de mayor calado. Ahmadineyad piensa que para salvar a la República Islámica es necesario un Ejecutivo fuerte, independiente y con gran capacidad de actuación. Pero, para ello, tiene que desaparecer la subordinación del Gobierno a las jerarquías religiosas. Tal postura, en el fondo, cuestiona la piedra angular de todo el sistema: el principio del Velayat-e-Faqih, es decir, el poder absoluto del Guía de la Revolución.
Ahmadineyad, por el contrario, defiende que la fuente principal del poder debe estar en las estructuras políticas del Estado islámico, por lo que impulsa una especie de “nacionalislamismo” en el que se funden los principios religiosos chiíes y el profundo sentimiento nacionalista de la población. Es necesario que la nación iraní sea fuerte y, por lo tanto, debe tener un poderoso ejército y un poder nuclear que obligue a las grandes potencias a tratar con respeto a este país.
Jamenei habría aprovechado su ascendencia en el Consejo de Vigilancia, que da el visto bueno a las candidaturas, para apartar de la carrera electoral no solo a los reformistas de Musavi y Karrubi sino también a destacadas figuras próximas a Ahmadineyad. A su vez, los asesores del presidente, temiendo tal criba, habrían presentado candidatos de bajo perfil, gente poco conocida y sin mucha preparación política. El problema estriba en que estos “tapados” tenían menos gancho electoral y, además, en caso de salir elegidos, se encontrarán en inferioridad de condiciones ante los “pesos pesados” de Jamenei, que, con gran experiencia política y religiosa, no tendrán problemas para dominar el Majlis.
Hay quien afirma que, debido a estas razones, las huestes de Ahmadineyad ya acudían a los comicios del viernes con cierta sensación de derrota y que el previsible triunfo de Jamenei sobre Ahmadineyad servirá al Guía de la Revolución para meter en cintura al presidente y hacerle volver al redil, a no ser que quiera seguir la suerte de otros mandatarios, como ha ocurrido recientemente con Musavi, Karrubi, Rafsanyani, Jatami, y, en tiempos más lejanos, con Banisadr y Bazargán.
Para la oposición, como denunciaban siete ex parlamentarios ahora en el exilio ante la Unión Interparlamentaria mundial, salga quien salga, el nuevo Parlamento no será otra cosa que una asamblea de “títeres” representando las dos caras de una misma moneda.