De las bombas de Homs a las bombas de Alepo

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La familia de Abu Fawas en la casa donde se han refugiado, en Alepo. / Reportaje gráfico: Mónica G. Prieto

ALEPO (SIRIA).- Abu Fuwas y su esposa Mariam se dieron por muertos mutuamente durante dos meses interminables. Ella, herida por esquirla de metralla en un pie, quedó atrapada por la gran ofensiva contra Homs en un hospital privado del barrio de Inshaat mientras que él se sumaba, junto a sus hijos, nietos y un yerno, a la evacuación de civiles de Baba Amr, donde residían, por el túnel que terminaría siendo bombardeado.

“Mi familia pensó que había muerto porque el hospital fue bombardeado tiempo después y porque había un francotirador frente al mismo”, dice esta mujer oronda, envuelta en ropas negras, mientras se toca distraída la venda que sigue recubriendo su pie izquierdo. “Y yo pensé que habían muerto cuando supe que el Ejército había entrado en Baba Amr. Alguien me contó que toda la familia había perecido en la matanza que hubo cuando más de 60 civiles fueron ejecutados en un puesto de control militar mientras huían del barrio. Cuando finalmente pudimos escucharnos por teléfono, fue un verdadero drama. Apenas podíamos hablar, solo llorar”.

En realidad, la caída de Baba Amr hace siete meses fue el principio de la peregrinación de esta familia de nueve miembros. Tras sobrevivir al ataque del túnel -Abu Fuwas afirma que él era uno de los que acarreaban a la periodista francesa herida, Edith Bouvier- se instalaron por 12 días en la localidad de Shenshar antes de moverse a una casa de Maskana, cerca de Hama, huyendo de nuevos ataques. Pero por más que escapaban, la violencia les perseguía. En Hama, el Ejército entró en la vivienda donde se alojaban y la familia volvió a envolver sus escasas pertenencias para ponerse rumbo al norte. Cuando llegaron a Aleppo, hace tres meses, los combates entre el ELS y las fuerzas de Bashar Assad estaban en pleno apogeo. Su hijo, explica Mariam con los ojos empañados, fue herido en el cuello por un francotirador: pocos días después sucumbiría a la herida.

Tres niños refugiados posan ante la puerta de uno de los apartamentos. / M. G. P.

La pareja y sus familiares comparten hoy un piso de tres habitaciones -no más de 45 metros cuadrados- en un bloque de Alepo reservado para familias de desplazados. Se trata de dos centenares de apartamentos de los cuales 73 están ocupados por gentes de todo el país que huyeron de sus provincias respectivas y supusieron que la principal ciudad comercial siria, inmune a la violencia hasta el pasado verano, sería el lugar más seguro del país. Fue antes de que el ELS tomara las calles en un pulso militar al régimen que, tres meses y medio después, continúa irresoluto.

Ni un mueble adorna las estancias de Abu Fuwas, sólo dos esterillas en la sala que hace las veces de salón y dormitorio. En una habitación anexa, unos bultos delatan su condición de desplazados. Sus responsables cuentan que sirios adinerados en el exilio, simpatizantes de la revolución inicial, pagan regularmente los gastos de 200 casas destinadas a quienes, como Abu Fuwas y su familia, lo han perdido todo. “Nuestra casa ha quedado al nivel del suelo. Dejamos de contar los impactos cuando le cayó la segunda bomba de la aviación y el tercer mortero”.

En cuanto a los productos de primera necesidad, nadie los cubre. “Vivimos de la caridad y de donaciones particulares”, continúa el hombre de 51 años, sentado con las piernas cruzadas mientras su hijo pequeño Aaref, de 12, le sigue con la mirada. “Desde hace un mes no hemos probado la carne. Hace unas semanas, hubo días en los que sólo pudimos comer pan, y uno de ellos no comimos en todo el día”. Sin embargo, la familia insiste en servir té caliente a los visitantes siguiendo la hospitalidad árabe.

Dos niños recogen el pan que reparte Yihad Abu Mohamed en una escuela de Alepo. / M. G. P.

La única ayuda que reciben los desplazados la distribuye Yihad abu Mohamed en una escuela vecina, donde una decena de cajas con harina y levadura de procedencia turca se acumulan en un rincón a la espera de que se las vayan llevando las familias necesitadas. “Toda la ayuda humanitaria la traemos desde Turquía”, explica sentado tras el pupitre de lo que debió ser la secretaría del centro. El lugar se transformó en punto de distribución de ayuda a finales de julio, a principios de Ramadan, cuando el Ejército Libre de Siria -cuyos miembros comparten dependencias en el colegio- lanzaron la batalla.

“Al principio la gente se alojaba en casas particulares, pero llegó un momento que no dimos abasto y buscamos instalaciones grandes”, prosigue Abu Mohamed. “En este barrio tenemos a 500 familias, y calculamos haber ofrecido ayuda a otras 2.000 (unas 10.000 personas, según la estimación más baja) sólo en esta parte de la ciudad”, dice en referencia al barrio de Karmel Jabal. La situación está en pleno deterioro: según las estimaciones de la oficina humanitaria de Naciones Unidas, el número de personas que necesita ayuda humanitaria para subsistir pasará de los actuales 2,5 millones a 4 el próximo año. El número de refugiados en el exterior de Siria, actualmente 400.000, podría llegar a 700.000 a finales de 2012 y el de desplazados internos se estima en 1,5 millones.

Los bombardeos del régimen contra las colas del pan, omnipresentes en toda la ciudad dadas las carencias, han convertido a este producto en lo más demandado en el centro. “Calculamos que han muerto unas 300 personas esperando en las colas de las panaderías”, dice Yihad. “Eso explica que muchos prefieran venir aquí a recogerlo antes que ir a las tiendas. En el último mes, unas 80 familias acuden al centro sólo para buscar pan”. El colegio es clave para la elaboración de este producto básico, ya que reparte levadura. “Si algo pasa y los panaderos no pueden venir a por ella, al día siguiente no hay pan”, se encoge de hombros.

El pequeño Omar, de 18 meses, mira la televisión en el apartamento cedido a su familia. / M. G. P.

Las principales carencias del centro, según su responsable, son la leche infantil y las medicinas. La familia de Fadi suma los pañales a la lista mientras su hijo Omar, de 18 meses, se cuelga del televisor donde un canal sirio de la oposición emite imágenes de cadáveres ensangrentados. “En realidad, necesitamos de todo. No sé cómo vamos a pasar el invierno”, musita con expresión perdida. En la casa que ocupan, de dos habitaciones, el olor a orín destaca sobre todos los demás, posiblemente debido a que se encuentra en la planta principal del edificio. Las condiciones de vida son insalubres.

Toda la vida del pequeño Omar ha transcurrido en plena huida. Un mes después de su nacimiento abandonaron su casa, situada en el barrio de Bab al Sabaa, en Homs, por el hostigamiento de las fuerzas de Seguridad. “Los alauíes de los barrios vecinos habían cometido matanzas de civiles, y hubo rumores de que los tanques se estaban concentrando para entrar en el barrio. Huimos unas cien familias, sólo se quedó una en el barrio”.

Fadi, de 37 años, su esposa y su hijo se instalaron provisionalmente en Deir Balbeh, Bayyada y Waar antes de encaminarse a Aleppo. “Me dijeron que en Aleppo ponían casas a disposición de los refugiados de Homs, y decidimos intentarlo. Mis padres se han refugiado también aquí y prefiero estar cerca de ellos”, explica el padre. “El problema es que a nadie de la familia le queda ya dinero”.

Pintadas contra el régimen en los pasillos del bloque de apartamentos. / M. G. P.

En los pasillos del bloque de sencillos apartamentos, las pintadas contra el régimen se suceden. “Que dios maldiga tu alma, Hafez”, dice una. “Lárgate, perro de Irán”, dice otra en referencia a Bashar. “Que dios proteja al ELS”. Una más elaborada detalla: “Maldito seas Hafez, maldito quien te trajo al mundo y maldito el que te sigue apoyando”. De una vivienda sale Yusef, un sastre de 44 años, con su móvil en la mano. Accede a mostrar su vivienda con la esperanza de que la denuncia atraiga ayudas. “Me disponía a vender mi teléfono móvil para buscar comida”, dice con cierto sonrojo. “Hace 20 días, mi casa fue destruida. Un proyectil hizo que las dos plantas de encima se abatieran sobre nuestro apartamento. Entonces nos dieron medio kilo de carne y té, un kilo de azúcar y otro de harina, pero se ha acabado y no tengo con qué alimentar a mi familia. Necesitamos electricidad, ropas, menaje para poder cocinar, lo necesitamos todo. Ni siquiera sé por donde empezar”, se desespera, abatido.

“Yo no estaba con la revolución ni con el régimen. Sólo quiero que nos dejen vivir”, añade.

Fadi asegura que, las primeras semanas de manifestaciones, allá por febrero y marzo de 2011, no simpatizaba en absoluto con las mismas. “Pensaba ¿pero qué quieren? Yo nunca me metí en política, y no comprendían por qué querían cambiar las cosas. Pero mis amigos no pensaban igual y salían en las marchas”. Cuando tres de ellos murieron abatidos por los disparos del Ejército, el hombre decidió sumarse a las protestas. “Si hubiera sabido de todo este derramamiento de sangre, la hubiera apoyado antes. Nos gobiernan criminales y tenemos que acabar con ellos. Terminaremos ganando y daremos su merecido a quienes nos han hecho esto”, concluye en tono vengativo.

“Yo, al principio, no apoyaba la revolución, hasta que un día vinieron las fuerzas de Seguridad a mi casa y se llevaron a mis hermanos. Cuando fueron liberados, decidimos sumarnos a la misma”, dice Abu Fawas. Asegura haber perdido, entre familiares cercanos y lejanos, a 18 miembros de su familia, incluidos sus dos hijos: Fuwas, de 23 años, y Mohamed, de 18; su mujer y una de sus hijas resultaron heridas en bombardeos. “Ahora estoy listo para morir, con toda mi familia, para derrocar a este régimen de tanto que lo odio”. Las mujeres, sin embargo, no comparten esa opinión. La esposa de Fadi, Umm Omar, afirma que, en ocasiones, añora los tiempos pasados. “Antes no teníamos esperanza pero teníamos seguridad. Ahora tenemos esperanza pero no tenemos seguridad”, intenta explicarse. Umm Fuwas es la única que reniega abiertamente del levantamiento. “Ninguna revolución merecía dar la vida de mis hijos”, dice con lágrimas en los ojos.

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