Dejando a un lado las razones para el desarrollo y expansión geográfica del Estado Islámico, lo ocurrido en Túnez pone en evidencia uno de los principales “defectos” del islam clásico que choca con valores ampliamente admitidos por la comunidad internacional, en concreto con el respeto al llamado Patrimonio de la Humanidad.
Se trata de esa concepción recogida en los textos sagrados como “jahiliyah”, según el cual todo lo anterior a la aparición de Mahoma y el Corán forma parte del “periodo de la ignorancia” y, por lo tanto, deja de tener valor por su origen pagano.
El Estado Islámico, y por lo general todo el islamismo radical, lo que hace es llevar esa idea básica en el islam hasta sus últimas consecuencias, destruyendo ese patrimonio histórico-artístico igual que Mahoma hizo con las estatuas que representaban la idolatría.
Esa es la razón por la que el Estado Islámico, al reivindicar la masacre del Museo del Bardo, ha dejado bien claro que el objetivo desde el principio era esa institución turística, que atesora una de las mejores colecciones de mosaicos romanos, desmintiendo así que fuera un “plan B” tras fracasar un supuesto asalto al Parlamento, como se llegó a decir al principio.
De acuerdo con su comunicado, el ataque se dirigía contra lo que consideran símbolo en Túnez de la infidelidad al islam, añadiendo que su sangrienta acción solo era un anticipo de lo que vendrá después.
Tal declaración de intenciones establece una relación directa del atentado de Túnez con la acción depredadora de la que han hecho gala no solo los seguidores de Al Baghdadi sino las distintas franquicias de Al Qaeda en todo el planeta, desde la voladura de los Budas Gigantes de Bamiyán a la reciente destrucción del Museo de Mosul y de las ruinas de Nínive, Nimrud y Hatra en Irak.
Si, a todo ello, sumamos otros episodios semejantes en Tombuctú (Mali), Siria, Kurdistán y Libia, se podría concluir que para el Estado Islámico y el conjunto del islamismo radical la destrucción del Patrimonio de la Humanidad es un elemento clave en su actual estrategia.
Para encontrar los fundamentos de tal posición, habría que trasladarse a mediados del siglo pasado, cuando Sayid Qutb, uno de los dirigentes egipcios de los Hermanos Musulmanes, profundizó y revalorizó ese concepto de la “jahiliyah”, extendiendo el “periodo de la ignorancia” también a los regímenes heréticos que, como el de Nasser en su país, también merecían ser destruidos.
No hay muchas dudas de que las enseñanzas de Qutb han tenido una gran influencia en toda la nueva generación de islamistas radicales, comenzando por Osama Bin Laden y su lugarteniente Al Zawahiri y terminando con Al Qaeda y el actual Estado Islámico.
Pero nos engañaríamos si limitáramos la aceptación de la “jahiliyah” solo al islamismo radical porque, como se ha dicho al principio, es uno de los principios del islam clásico y que, por lo tanto, también está presente en movimientos islamistas más moderados; por ejemplo, en los actuales gobiernos de Turquía e Irán. Es cierto que ni Ankara ni Teherán se dedican a destruir patrimonio histórico-artístico sino que, por el contrario, los explotan turísticamente.
Pero igualmente es cierto que, en su momento, el partido del que surgió el actual presidente turco, Tayip Erdogán, llegó a proponer el derribo de las murallas bizantinas de la antigua Constantinopla y que, bajo su mandato, se han sepultado lugares pre-islámicos de gran valor, como en Zeugma, Dersim o Hasankeyf.
En Irán es bien sabido que miles de yacimientos arqueológicos quedaron prácticamente abandonados cuando el ayatolá Jomeini llegó al poder en 1979. Tal vez el de Hasenlu, en una zona montañosa junto al lago Urmie, sea el mejor ejemplo. Excavado hasta bien entrados los años 70 por arqueólogos norteamericanos, este enclave fortificado se había conservado en tan buen estado que se logró reconstruir con todo detalle lo que ocurrió en ese lugar hacer 2.800 años.
Desde que el chiísmo se hizo con el poder, Hasenlu es pasto de las inclemencias meteorológicas, del frío, la nieve, la lluvia, el granizo y las rachas de viento, hasta hacer de sus muros, accesos y viviendas una masa informe de tierra. La misma conclusión saqué cuando hace una década visité los museos Arqueológico e Islámico en Teheran, situados uno al lado del otro.
El distinto trato que recibían era abismal; pese al impresionante valor de sus numerosas piezas de todos los periodos preislámicos, en el primero cundía el amontonamiento de las salas, el desorden y la dejadez, mientras que en el segundo se habían realizado grandes inversiones para dotarlo con las mejores técnicas museográficas que lo hacían comparable con cualquier otro gran museo internacional.
Ahora la amenaza se cierne no solo sobre Túnez sino también sobre Libia, en concreto sobre las ruinas de Leptis Magna, Sabratha o Cyrene, uno de los legados del periodo helénico y romano más importantes de todo el Mediterráneo.