Primer capítulo de 'Liquidación', novela de Iván Reguera

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CUARTOPODER

[La editorial Poe Books acaba de reeditar Liquidación *, la novela con la que Iván Reguera, crítico de cine de cuartopoder.es, ganó en 2013 la X Edicición del premio Café Món. Reguera ha publicado otros títulos relacionados con el cine como “2001. Un largo camino hacia las estrellas”, “Apocalypse Now. Odisea en los territorios del horror”, “Carlos Pumares, un grito en la noche” y, el pasado año, Antiguía del cine. Las 100 películas más sobrevaloradas de la historia. Por cortesía de PoeBooks publicamos el primer capítulo de la obra]

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Cubierta de la novela.
Cubierta de la novela.

"Lo único que me motivaba era escribir obituarios. Me sentía vivo con los muertos. Incluso practicaba la pequeña perversión de escribir y guardar obituarios de gente que estaba viva pero a la que, por edad, no le quedaba demasiado para diñarla. Mi favorito era el de Kirk Douglas, una pequeña obra maestra.

Nos había dejado Paul Newman, con ochenta y tres años. Ojeaba en los periódicos lo que otros colegas habían adelantado sobre él, la mayoría chorradas y datos, muchos datos, nada construido con pasión. Nada a mi altura. Mi diario ya había tratado la noticia con un gran despliegue a seis páginas y un editorial, pero querían que yo, crítico veterano, le dedicase a Newman un texto especial.

– Algo con el toque Dédalo –pidió por teléfono Pimentel, el analfabeto jefe de Cultura.

– Me pongo esta tarde –le dije.

Antes de que se apagasen las luces de la sala de cine y nos amoldásemos a nuestro hábitat de murciélagos, ojeé el periódico. Las noticias sobre la situación económica del país eran poco halagüeñas. La cosa empeoraba. Oscuridad. Móviles apagados. Cerré el diario.

La vida de una película depende de cuatro escritores: la escribe el guionista, la reescribe el director y la vuelve a escribir el montador. Luego la destruimos los críticos, escribiendo también. Ahí, en esa sala, estábamos todos. Aunque, en realidad, los críticos no escribimos; a nosotros nos apagan las luces, nos las vuelven a encender, regresamos al teclado y comentamos. Vaguedades, ideas fofas, arbitrariedades, nada profundo, nada justo. No hay más historia, es tan prosaico como eso. Puede que alguna vez un crítico de cine supiera lo que significa la palabra escribir, como François Truffaut o Pauline Kael, pero, por aquel entonces, en los tiempos de esta historia que ahora les relato a ustedes, ya no había ni rastro de escritores en mi oficio. Iletrados, frustrados, depresivos, miopes, freaks, niñatos, enchufados, ignorantes, malolientes, gorrones, chulos, putas, locazas o reprimidos sexuales, ni ellos se atrevían a llamarse así, escritores, aunque le daban obsesivamente a la tecla. Con todos ellos tenía la obligación laboral de compartir sala de cine, compartir parte de mi vida, y ya no me quedaba mucha. Tenía que soportar su olor corporal, a veces falto de la mínima higiene, su tono de voz autocomplaciente, su aburrimiento vital, su ignorancia, su gusto mediocre y sus ridículas sentencias.

No hay derecho a que se proyecten películas para la prensa a las diez u once de la mañana, pero forma parte del absurdo general de dedicarse a comentar obras ajenas en cuatro párrafos. Los dueños de salas habían renunciado a la sesión matinal porque, sencillamente, sus salas estaban vacías. Nadie entraba a ver las películas que se proyectaban y eso era lo más triste, comprobar que, en el nuevo siglo, la gente compartía colectivamente muy pocas cosas. El teatro solo era un fenómeno urbanita, los músicos hacían lo que podían y las grandes concentraciones se resumían en ocio juvenil y fútbol, que nunca fallaba. Los dueños y currantes de las pocas viejas salas que quedaban, muertas de asco, añoraban las películas que habían sido importantes, recordaban taciturnos a la gente que había considerado importante al cine. Pero es ley de vida. El cine que se hace ahora es el que se merece la gente.

La película que nos proyectaban era El cincel rojo, documental de dos horas y veinte minutos en el que un realizador seguía el proceso creativo de Volker Krueguer, afamado escultor berlinés. El largometraje había tenido excelentes críticas en el festival de Locarno y era aburridísimo. Había visto muchos bodrios como aquella mugre pretenciosa. Largos, irritantes e interminables planos de Krueguer y su cincel, decenas de minutos despilfarrados captando los trabajos de selección de grandes bloques en una cantera, encadenados inútiles, ralentizados, horripilante música minimalista... El director, cuyo nombre he olvidado, preguntaba y Volker respondía, un ejercicio visual de falsedad apabullante. El pobre director pretendía captar la esencia natural del proceso creativo del cincelador, una metáfora de a saber qué, pero solo lograba de él balbuceos falsos y preparados porque el amigo Krueguer sabía que le enfocaban y se ponía a interpretar. Y él era escultor, no actor. Y eso se notaba, y se le veía incómodo, encorsetado, atrapado por una estratagema supuestamente cinematográfica que lo oprimía. Y hacía de la película una auténtica tortura. Fundido en negro. Créditos. Por fin. Todos regresamos a la luz, nos desperezamos con la desmaña de los astronautas de la nave Nostromo. Algunos balbucearon algo. Cogí mis periódicos, me di la vuelta y los vi. Ahí estaban los de siempre. Casi todos. Los intocables, mis compañeros. “¡Caballeros de la prensa!”, como decía despectivamente la puta Molie Malone en Primera plana.

Humanes, presentador de Mira Cine en la tele, el crítico más conocido de los ochenta y noventa gracias a su programa de radio y sus legendarias broncas con los oyentes. Huraño y mal educado como siempre, no se relacionaba con nadie de la profesión y llevaba un pesado y pésimo best seller de espionaje bajo el brazo. Botero se puso sus gafas de sol en plena sala. Vestía un polo arrugadísimo y su rostro era de perdonavidas. Estaba masacrado por la viruela. Botero, al que siempre le perdió el exceso de adjetivación, era el crítico mejor pagado. Trabajaba para El Estado, del Grupo VIVEZA, y había entrado en la crítica con desgana, por hacer algo en la vida, gracias a su amistad con un director de cine tuerto. A su izquierda, cerca del pasillo, estaba Molino Moix, una dama decimonónica atrapada en el cuerpo de un sesentón. Escribía también en El Estado de cine y televisión. Lo suyo era algo inaudito: había sido crítico, escritor, traductor, director teatral y de cine y todo lo había hecho de forma mediocre. Un hito. Al fondo, cerca de la ventanilla del proyector, encendía su móvil Mercante, crítico titular del Ibérica, el gran diario decano de la prensa española. Mercante tenía tanto interés en el cine actual como Rudolf Hess en los derechos humanos. Viéndole medio dormido, tapón, cejijunto y cabezón, a uno le costaba creer que su entrada en el diario la hubiera logrado con un braguetazo, seduciendo a una de las herederas de la familia fundadora del Ibérica.

Norma Vernal, crítica de la veterana revista Fotomatón, era la única que parecía hacer sus deberes. Cargante bollera entrada en años, leía diligentemente el dossier de prensa que nos habían entregado en la entrada, la habitual comida de polla de la distribuidora con ficha técnica y artística, fotos, etc. La Vernal era una mujer aburrida y seria. Caminando hacia la salida, repasando mi horóscopo en el diario donde trabajaba (“El astro-rey Sol y Júpiter te protegen”), observé los inconfundibles andares de Gaspar Duprè, director y presentador de Que toda la vida es cine, programa nocturno de escasa audiencia en el que “el cojo”, como lo bautizaron algunos de sus enemigos, predicaba de forma patética sobre lo divino y lo humano con la pasión de un funcionario de Correos. “El cojo” se acercó a Botero, compadre desde tiempos tan remotos como los inicios de mi carrera.

Andrada los observaba con desdén poco disimulado. Su silueta era inconfundible. Anodino comentarista de cine en la Cadena COSME, era amorfo: la altura de Boris Karlof, la chepa del Salvatore de El nombre de la rosa y los ojos de Peter Lorre, un auténtico cisco, un cromo, ese cromo único y difícil de encontrar en el ‘sipisipinopinopinopisipi’ de cuando éramos críos. Andrada era, además, una locaza, un tipo seboso, una cotilla detestable, una ametralladora de clichés, tópicos y lugares comunes. Andrada era el vacío, la nada. Y le iba muy bien así desde hacía años.

Ser deforme, de cualquiera de las maneras en las que se puede ser, es una cualidad intrínseca en mi oficio. Hay un tópico que dice que un crítico es aquel que no ha podido hacer cine y se dedica a comentar el que hacen los demás. En algunos casos será verdad, pero en muy pocos. En realidad, el de crítico es uno de los curros en el que más inadaptados sociales se juntan. Los críticos somos aquellos que no tuvimos nunca nada que aportar, que hacer o que decir en la vida. A nadie en su sano juicio se le ocurre tener en casa esta conversación:

– ¿Y tú, niño, qué quieres ser de mayor?

– Lo tengo clarísimo: crítico de cine.

Una vez creí que esta ocurrencia, que solía soltar a los amigos o a los colegas de trabajo, era mía. Pronto descubrí que la había escrito mucho antes el cabrón de Cabrera Infante.

En aquella sala de cine solo había mediocridad, renuncia, imperfección, fealdad, decrepitud, tara y deformidad. Pero lo peor de todo es que éramos mucho más deformes por dentro. Sobre todo por dentro".

(*) Liquidación sale a la venta hoy en toda España.
2 Comments
  1. Piedra says

    Enhorabuena. Siga escribiendo. Muchas gracias.

  2. Luna says

    Con esta reedición, inyectate una dosis de creatividad y sigue, que estamos esperando. Suerte

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