El suicidio más fácil

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Una de las imágenes de archivo de Andreas Lubitz. / Efe
Una de las imágenes de archivo de Andreas Lubitz. / Efe

El suicidio da miedo. Mucho. La conciencia renegando del ser, asesinándose a sí misma, abortándose. Contradiós o, casi peor, contra natura. El primer vislumbre de la gravedad de estas cosas, en sociedades liofilizadas y alejadas de la realidad natural como la nuestra, sólo se conquista por el horror. Vas a abortar con veinte años, sentada alegre en la popa de tus derechos, exudando progresía por todos tus poros. Te tumbas en la camilla. Y de repente es todo tu cuerpo luchando a gritos contra lo que tú crees que piensas. O pensabas. Y te das cuenta de que lo que hiciste es peor que un crimen o un pecado. Es algo siniestro que contradice la única lógica digna de ser así entendida. Es algo atroz que va contra el sol saliendo y poniéndose y contra las cañas de bambú creciendo treinta centímetros al día.

El aborto es una forma de suicidio. Un suicidio con pasajeros. Como lo que ha hecho este copiloto de Germanwings, Andreas Lubitz.

El caso Lubitz tiene de bueno que ha elevado el listón del pánico: yendo a lo práctico, mejor que el avión se cayera porque el copiloto estaba loco, que por fallos más…¿usuales? La estadística y la estupidez, ciencias a veces casi indistintas, proclaman que no es probable que cosas así pasen dos veces seguidas. O ni siquiera dos veces.

Ya que no había explicación buena de la tragedia, que la haya lo más mala posible. Un copiloto loco.

Primera conclusión: ¿ven como la seguridad perfecta no existe, y menos a escala industrial? ¿Ven como hay que ir caso por caso? Para prevenir irrupciones de terroristas a los mandos de los aviones se blindaron las cabinas de los pilotos como el búnquer de Hitler. Resultado: Andreas Lubitz se encierra, pone en marcha el desastre y ni una escuadrilla de cazas de guerra rodeando el avión habría podido evitar nada. La puerta estaba echada. Y la suerte, también.

Pero yendo al vidrioso corazón de lo que yo quería plantear hoy: creánme, el suicidio (el clásico e individual, que admite invitados o socios, pero jamás pasajeros; ¿se acuerdan de Sylvia Plath sellando las puertas de su casa para que el gas con que se mató no envenenara a sus hijos, el desayuno primorosamente preparado que les dejó por si tenían hambre al despertar, ya huérfanos?) debería ser fácil. Mucho más fácil. Mucho más a mano.

Los medios para poner fin voluntariamente a la vida de uno deberían ser mucho menos oscuros y exclusivos. Si uno no posee armas de fuego ni acceso a información en general reservada a la clase médica, morir sin dolor y sin riesgo de fallar y quedar encima desgraciado de por vida puede llegar a parecer una misión imposible.

¿Las pastillas? Sobrevaloradas. La agonía puede ser atroz. Puedes fallar y quedar tocado. ¿Tirarte de un séptimo piso? Dolorosísimo y sin garantías plenas. ¿Ahogarse con los bolsillos llenos de piedras, a lo Virginia Woolf? El cuerpo y sus ganas animales de permanecer pueden traicionarte y además la sensación de ahogo no es agradable. Nada de lo que mata lo es. Nada ni nadie quiere morir, aún deseándolo.

Cree el alto mando biempensante que para arrinconar estadísticamente (¿y estúpidamente?) el suicidio hay que encarecerlo aún más. No desvelar sus claves. Ocultar informativamente los casos habidos siempre que se pueda. Fingir que no existe. Que nadie lo hace. Minimizar. Evanescer.

Hasta que a un deprimido y desequilibrado se le hinchan ciertas partes de su anatomía y se le ocurre la genialidad de quitarse de en medio pero llevándose con él a ciento cincuenta personas más.

¿Se habría podido evitar lo que pasó en los Alpes dándole a este hombre más y mejores oportunidades de desaparecer él solo, sin arrastrar a nadie más al abismo?

Quizás no. Quizás el filo exacto de su depresión, más su frustración profesional más su miedo al despido, habrían podido detonar exactamente la misma catástrofe de tener Andreas Lubitz a su disposición las más dulces artesanías de la muerte. Como por ejemplo la inhalación de helio.

Pero quizás sí. Quizás hay que ir aprendiendo a respetar, ya que no necesariamente a entender, lo que más tememos. Que hay vida del lado de allá. Que hay hasta legítima muerte.

Váyanse los que se quieran ir. Que sea lo mejor, irse o quedarse, sólo el dios lo sabe. Y páguese el gallo.

2 Comments
  1. unconnue26 says

    Si le dieras mas argumentos y menos poesia seria loable.

  2. Joey says

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