Las asimetrías fiscales de un «Estado plurinacional»

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Íñigo Errejón, impulsor de la introducción del concepto 'estado plurinacional' en el ideario político español. / J. P. Gandul (Efe)

Gracias a Íñigo Errejón, importador intelectual de la figura que voy a comentar, 'plurinacionalidad' es el concepto político de moda. Si acotamos el uso de ese término para significar la elasticidad máxima de la estructura territorial del Estado (sin perder su unidad) y el aumento, entre otras facultades, del poder legislativo de las futuras “naciones”, estimo que habremos entendido bien un punto nuclear del ideario de Podemos. En ese caso debo hacer una confesión personal. Si alguna vez el concepto de "Estado plurinacional" se convirtiera en una realidad, sentiría más escepticismo del habitual sobre el porvenir del imperio de la ley.

No es mi intención aquí vaticinar sobre los eventuales conflictos de competencias entre las diversas instancias “nacionales” que podrían agravar la falta de cohesión de nuestro sistema político y la desigualdad de los ciudadanos en función del territorio en el que viven. Mi propósito es menos solemne, aunque creo que enfoca con nitidez la debilidad tributaria del llamado “Estado plurinacional”. Esa distribución del espacio político que defiende el partido de Pablo Iglesias probablemente sería miel sobre hojuelas para los capitales que todavía sienten la presión de la soberanía estatal como garante del cumplimiento efectivo del ordenamiento jurídico y del respeto a la voluntad del legislador por parte de todos los individuos. Lo que me preocupa, dada la inevitable complejidad técnica de ese tipo de Estado, es el riesgo de juego sucio en la aplicación de la ley. Que alguien, por razón de su potencia económica, juegue con las cartas marcadas contra el interés general aprovechándose de las 'zonas grises' o 'puntos de fuga' inherentes a los órganos o conjuntos que se proponen un objetivo magnífico subdividiendo al máximo sus funciones entre sus múltiples componentes. Como le pasa a una gran orquesta, que chirría cuando desafina su pieza más pequeña. Ese peligro me parece evidente respecto a la aplicación de las normas tributarias.

Los sistemas fiscales modernos son incompatibles con el principio de estanqueidad. Los tributos que componen el ordenamiento fiscal y las subdivisiones que forman la estructura administrativa que aplica las normas deben estar conectados entre sí e integrados en un todo armónico superior a las partes. En otro caso los ciudadanos de un Estado nunca tendrían la certeza necesaria sobre el contenido de sus derechos y obligaciones en las relaciones tributarias que mantienen con las instancias públicas que regulan dichas cargas en su ámbito específico. Los contribuyentes tienen derecho a la seguridad jurídica. No se les deben transferir los costes indirectos que puede entrañar una organización 'plurinacional' que, por definición, necesitaría coordinar, de forma muy compleja, unos productos normativos y unas técnicas de gestión administrativa 'multifocales' y 'pluricelulares'. Por tanto, el principio de unicidad de la Administración necesariamente prevalece sobre su división en compartimentos estancos, según una doctrina consolidada que cuenta ya con una larga evolución jurisprudencial (a la medida de un ordenamiento dinámico).

Veamos el último ejemplo de la serie. El Tribunal Supremo, por Sentencia de 21 de diciembre de 2015, ha confirmado el valor de adquisición de unos inmuebles urbanos declarados por tres hermanos a efectos del IRPF. Frente a la cantidad de 60.100 euros que figura en la escritura de compra, el Supremo acepta la cifra muy superior de 1.023.364 euros, que fue el “valor comprobado” por la Comunidad de Madrid al liquidar el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales (ITP) que gravó dicha compraventa. Posteriormente, los tres hermanos, al vender los inmuebles, consignaron como valor de adquisición en su IRPF (en contra del precio que ellos mismos habían declarado en la escritura, al que lógicamente se aferró la Inspección de Hacienda del Estado), el “comprobado” por Madrid a efectos de otro tributo (cedido precisamente por el Estado). Aunque en la Sentencia del Tribunal Supremo no consta ninguna cuota, el resultado que aquí nos interesa es obvio: los contribuyentes abonaron una cuota adicional que no habían previsto por un tributo indirecto (el ITP), pero se ahorraron mucho más en su imposición personal (el IRPF), disminuyendo radicalmente el importe de la ganancia obtenida al vender los inmuebles. Incluso -es una hipótesis válida- pudieron generar una pérdida y compensarla con el beneficio obtenido en otras operaciones patrimoniales. Lamentablemente, la disparidad de valoraciones administrativas fue el agujero negro en el que desapareció el interés general y, con él, su máximo defensor en este caso, la Inspección de Hacienda del Estado. Sin embargo, ese agujero negro ha sido la salvación inesperada de unas personas que no dijeron la verdad (o sólo a duras penas confesaron un 5% de la verdad) ante un notario. Lo más aberrante es que, como las Comunidades Autónomas también participan en el IRPF, en este caso perdieron los dos intereses públicos: el de la Administración General del Estado y el de la Comunidad de Madrid.

Son los problemas que desvirtúan el necesario principio de unicidad en una “Hacienda compartida”, una institución natural en un “Estado compuesto”. Este artículo no supone una crítica a ninguno de los dos últimos conceptos. Evidencia, simplemente, los defectos de su diseño actual (e histórico), en el que las diversas piezas no encajan y priman los intereses miopes de las partes. Falta visión a largo plazo y voluntad real de cohesión del territorio para que el sistema en su totalidad sea racional y rinda beneficios al conjunto de los contribuyentes (y no, como acabamos de ver, a los más “ricos”, “listos” y/o “atrevidos”). De lo contrario, el reparto de competencias puede ser, como acabamos de observar, un juego de suma cero.

¿Es posible un poquito más de cordura? Con el sistema vigente, lo dudo. No quiero dar ideas. Pero basta señalar las oportunidades que ofrece la exención (en el IRPF) de las ganancias de patrimonio con ocasión de la transmisión de la vivienda habitual por los mayores de 65 años y, simultáneamente, las bonificaciones autonómicas en la cuota (en el Impuesto sobre Donaciones) para las donaciones de padres a hijos. En la Comunidad de Madrid absorben el 99% de la cuota teórica a ingresar. Esta combinación legal (norma del Estado-norma autonómica) puede ser “maximizada” fiscalmente por algunos propietarios para, a través de una doble transmisión (donación de padres a hijos y posterior venta de estos últimos a un tercero), producir minusvalías en el IRPF a un coste fiscal también despreciable en el Impuesto sobre Donaciones. Jugando atinadamente con valoraciones “infladas” del inmueble, los beneficios fiscales pueden ser óptimos y todos irían al bolsillo común de la familia.

Lo anterior es una burla del imperio de la ley. Uno de los agujeros negros que perforan la racionalidad de un Estado “compartido”. No creo que "compartirlo" más significara una gestión mejor de los intereses colectivos. ¿Apostarían mayoritariamente ustedes por la fuerza efectiva del imperio de la ley en un Estado “plurinacional”? Si la respuesta fuera afirmativa, creo que finalmente nos anegará una ola de optimismo sin fundamento.

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