El duque de los Abruzos

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Luis Amadeo de Saboya, duque de los Abruzos. / Wikipedia
Luis Amadeo de Saboya, duque de los Abruzos. / Wikipedia

Fue, tal vez, el último de los grandes exploradores, uno de los que llenaron los pocos vacíos que quedaban en los mapas de África y del Himalaya. Entre escaladas al límite, viajes fabulosos y amores contrariados, la biografía de Luis Amadeo de Saboya, el duque de los Abruzos, da para varias películas de aventuras. La película empieza en Madrid, el 29 de enero de 1873, al nacer Luigi Amedeo Giussepe Maria, tercer hijo de Amadeo de Saboya–Aosta, rey de España por aquel entonces. Sólo contaba catorce días cuando su padre decidió abdicar y regresar a Italia. En Turín, el predio tradicional de los Saboya, Francesco Denza, un fraile barnabita, llevaba en verano a los hijos de Amadeo a las montañas para enseñarles meteorología, geología y ciencias naturales. Fue en aquellas lecciones donde nació el futuro explorador que no sólo escalaba montañas sino que levantaba mapas y tomaba todo tipo de anotaciones científicas. Tras su paso por la Marina Real, Luis Amadeo se volvió hacia su auténtica pasión: las montañas. En sus primeras excursiones veraniegas a los Alpes escaló cumbres tan comprometidas para la época como el Dent du Géant o el Monte Rosa. En los Alpes, el duque conoció a uno de los más grandes y audaces montañeros de todos los tiempos, Albert Mummery, con quien consiguió la primera repetición de la escalada de la arista Zmutt en el Cervino. Esa proeza no fue tan duradera como el influjo que la sabiduría y el coraje de Mummery proyectarían sobre las futuras expediciones del duque.

También fue en los Alpes donde el duque conoció a otros personajes esenciales en sus futuras empresas: los guías de Courmayeur, hombres rudos y obedientes, de una lealtad a toda prueba. En 1897, Joseph Petigax sustituyó a su querido Emile Rey, muerto durante una ascensión al Dent du Géant y desde entonces la confianza del duque en él fue inquebrantable: Petigax acompañó al duque ese mismo año a varias ascensiones a cimas vírgenes en los Alpes y luego al Monte San Elías, en Alaska, como jefe de guías. La expedición al monte San Elías fue un éxito, ante todo, gracias a las cualidades de organización y a la capacidad de liderazgo del duque de los Abruzos. La victoria en la remota Alaska permitió la financiación de su siguiente proyecto: un intento por llegar al polo norte geográfico, siguiendo los pasos del noruego Nansen.

El duque llevó aún más lejos los intrépidos principios de Nansen, al concebir la estratagema de dejar el barco aprisionado por el hielo y, sin abandonarlo, aprovechar la deriva polar hasta que, en la primavera, desembarcaran para cruzar el hielo con los trineos. Aunque no logró su objetivo, su expedición batió el récord de latitud norte, aunque el triunfo estuvo oscurecido por la desaparición de uno de los grupos de exploradores, el compuesto por Ollier, Stökken y Querini. Las privaciones, el hambre, las congelaciones y las amputaciones supusieron un duro golpe para la expedición. Fue una pena que el capitán Robert Falcon Scott, quien se entrevistó con el duque en Christiania, desoyese las enseñanzas del explorador italiano, en especial en lo concerniente a la utilización de trineos con perros en lugar de con ponis. Años después, Scott y cuatro de sus compañeros morirían congelados en una tormenta en la Antártida tras su regreso del polo sur después de perder la carrera con el noruego Amundsen.

Torre de Mustagh, Glaciar Baltoro, Karakorum. / Wikipedia
Torre Mustagh, Glaciar Baltoro, Karakorum. / Wikipedia

Con el cambio de siglo, Luis de Saboya se alejó de los hielos polares para atender un misterio que seguía abierto en pleno corazón de África. El macizo del Ruwenzori, en Uganda, era un desafío pendiente y desde 1.900 numerosas expediciones ansiaban conquistar sus cimas. En 1906, la decisión y el brío de un grupo comandado por el duque despejó finalmente el misterio y los picos principales fueron bautizados con los nombres de la realeza italiana. Tras el Ruwenzori, Luis de Saboya sufrió un desengaño amoroso con Katherine Elkins, una rica heredera norteamericana. Las familias de ambos se interpusieron y, en 1909, el duque intentó olvidar a Katherine en uno de los escenarios naturales más impresionantes del planeta Tierra: el Karakorum. Las dimensiones colosales del K2, la segunda montaña más alta del mundo y una de las más difíciles, engañaron al duque, a Petigax y a sus expertos guías, quienes no consiguieron llegar a la cima, pero los logros de aquella aventura (sin duda, el más importante trabajo de exploración llevado a cabo hasta entonces en el Karakorum) fueron impresionantes: levantaron el mapa más preciso de la zona hasta la fecha; reconocieron la vía más accesible de la montaña (llamada“vía de los Abruzos” en su honor); ascendieron cerca de los 6.700 metros en el K2 y de los 7.500 en el Chogolisa, un récord de altitud que se mantuvo hasta las expediciones de Mallory al Everest en los años veinte. Tal vez lo más prodigioso de todo sea que no perdió un solo hombre en aquellos helados y remotos abismos.

Después de la guerra, donde dirigió la escuadra italiana junto a los aliados, el duque decidió abandonar Europa y se trasladó a Somalia, donde apadrinó el proyecto de crear una empresa agrícola que pudiera aliviar la pobreza de la región. Desde allí partió su expedición final: la búsqueda de las fuentes del Uebi–Shelebi, que fue la última de las grandes odiseas de exploración en el continente africano y también la última de sus grandes aventuras. En Somalia conoció a Faduma Ali, una hermosa somalí que lo acompañó en sus últimos años. Luis Amadeo adoraba la vida sencilla de los africanos y no quiso saber nada de la Italia grotesca de Mussolini, donde, irónicamente, era considerado un héroe. Murió tranquilamente en su aldea somalí el 18 de marzo de 1933. Ningún miembro de la corona ni representante alguno del gobierno fascista acudió a su lecho de muerte ni a su funeral. Tampoco hacían ninguna falta. Había dicho: “Prefiero que alrededor de mi tumba se entretejan las fantasías de las mujeres somalíes, antes que las hipocresías de los hombres civilizados”.

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