Réquiem por el genio que inventó al Real Madrid

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José María Mijangos *

Fotografía de archivo tomada el 22 de febrero de 2008 del presidente de honor del Real Madrid, Alfredo di Stéfano. / JuanJo Martín (Efe)
Fotografía de archivo tomada el 22 de febrero de 2008 del presidente de honor del Real Madrid, Alfredo di Stéfano. / JuanJo Martín (Efe)

Alfredo Di Stéfano fue convocado para jugar el mundial de Chile de 1962, pero no llegó a tocar el balón, (vieja, como lo llamaba él), por lesión. Se ha ido en pleno campeonato del mundo, el único evento donde no brilló. España era entonces un semillero de magníficos jugadores que flaqueaban al vestir la camiseta roja, y él no fue una excepción. Tampoco lo necesitó. Su clase y poderío inventaron al Real Madrid y le colocaron en el Olimpo de los inalcanzables. Cinco copas de Europa, una detrás de otra, con un aire de indolencia y atrevimiento que masacraba a los rivales sin alterar un pelo de su ralo cabello. Hasta los entrenadores le llamaban Don, cual mafioso siciliano al que convenía mostrar respeto, como los jugadores a los que se enfrentaba. Primero le observaban maravillados, y cuando llevaban tres goles en contra, aguardaban al final del partido para pedirle la camiseta. Nadie gobernó el campo de fútbol con tal talento y sabiduría. Hasta los rivales  obedecían sus órdenes.

Había nacido en Argentina, y tras maravillar en River Plate, una huelga de futbolistas le llevó a recalar en un club colombiano de irónico nombre, “Millonarios”. Jugaron en España una serie de amistosos y Santiago Bernabéu se fijó en el descarado rubio que dirigía la orquesta. Entonces, el Real Madrid precisaba a un artista que llenase las gradas de su flamante estadio. El Barcelona también estaba construyendo uno y no le pasó desapercibido. Pero ganar a Bernabéu, (como a Di Stéfano), era empresa inútil, y al final, la Federación optó por un pacto salomónico. La estrella jugaría un año con el Real Madrid y otro con el Barcelona. El Barcelona se retiró de la puja y regaló al Madrid su leyenda. Una sucesión de triunfos, un estilo de juego y una voluntad ganadora que se marchitaron con su salida del club. Frisaba los cuarenta y se resistía a colgar la camiseta. Tuvo un rifirrafe con Bernabéu y no volvió al club hasta tres lustros después, de entrenador y sacando al pasto a la Quinta del Buitre. Casi nada.

En los últimos tiempos le mostraban en las presentaciones de los grandes fichajes, colocando la camiseta al galáctico de turno. Algunos de ellos pensaban que era el padre de Florentino Pérez y que para no desentonar había que estrecharle la mano y sonreír. Tiempo tendrían de conocer al artífice del Real Madrid. Como dijo el presidente; él era el Real Madrid.

El barquichuelo de Bernabéu se llamaba La saeta rubia. El estadio del filial del Real Madrid, se llama Alfredo Di Stéfano, los madridistas componen gesto de seriedad y reconocimiento cuando lo nombran. Jamás jugador alguno tuvo tal respeto. Sólo se lo perdieron una vez, en Diciembre de 1962, cuando obtuvo una sonora pitada por anunciar medias de mujer, “Si yo fuera mi mujer, luciría medias Berkshire”, un trago amargo para el madridismo de la época. A los cinco minutos del partido, ya le habían perdonado.

Una vez, en el apogeo del Real Madrid con los galácticos, le preguntaron si él habría triunfado con tal constelación de estrellas, “¿Yo? -inquirió con sorna-, “¡Con la gorra!”. Esa misma gorra castiza con la que hoy nos descubrimos ante usted, maestro.

(*) José María Mijangos es escritor

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