Eduardo Puelles se trasladó a Madrid el pasado 15 de junio para examinarse del examen de ascenso a inspector jefe que llevaba meses preparando. Lo hizo en un “K”, como llaman los agentes a determinados coches policiales. Era un compañero más entre los compañeros. Hizo el preceptivo test y, cuando terminó, intercambió impresiones con sus eventuales compañeros de pupitre. A ninguno les sorprendió que el responsable de los seguimientos en la lucha terrorista de Bilbao condujera el mismo vehículo que solían llevar la mayoría de los agentes. Coches camuflados, pero al descubierto. Idénticos. Todos de serie y de una determinada marca fruto de la colaboración española-francesa. No se sorprendieron. Eduardo y los que desempeñan un trabajo como el suyo no suelen tener acceso a vehículos no identificables. Ni por los buenos, ni por los malos.
Eduardo habló de los avatares de su trabajo diario. Sus contertulios eran de confianza: eran compañeros que se enfrentaban a diario, como él, con los mismos obstáculos. Hablaron de la situación en "el cuerpo", de la rutina, de la lucha diaria por conseguir mejores y más medios para una batalla en la que gana el que mejor se camufla. Cuatro días más tarde Eduardo fue asesinado por la banda terrorista ETA en Arrigorriaga, un municipio situado a las afueras de Bilbao. Una bomba lapa acabó con su vida en el mismo coche en el que se trasladó a examinarse a Madrid. No tuvo ninguna oportunidad. Muchos se apresuraron a disparar, tan sólo horas después de su muerte , que Eduardo se había dejado vencer por la rutina; que se había hecho a ella. La misma rutina con la que le contestaban los mandos cuando pedían otros vehículos porque, los que tenían, ya estaban 'quemados'' (palabra que emplean los policías cuando quieren decir que el coche ya está fichado por los malos). No es raro que el vehículo identifique a un madero. Desde un narco hasta un gitano de apenas 15 años, curtido en choriceo y tráfico de drogas, es capaz de señalar a un madero por el coche en el que patrulla, está apostado realizando una escucha o una troncha a la espera que la comadreja salga del escondite.
Eduardo se sabía observado. ETA le había marcado desde los 90. Igual que sus ojos se habían acostumbrado a analizar y descifrar documentos, desentrañar entramados y señalar a terroristas en las calles, ellos lo habían identificado a él, al hombre que, con 22 años, decidió alistarse en unas filas difíciles y en unas calles enemigas y poco solidarias. Aún así, había conseguido encauzar la investigación, desarticulación y detención de numerosos comandos. Sabía que no podía vivir en ‘estado de guerra’ 24 horas, pero intentaba lidiar contra sus perseguidores con astucia en un medio inhóspito y hostil. Eduardo estaba en el blanco, pero intentaba ser gris.
Hace unos días, su viuda pidió al Ejecutivo que dote a la Policía de más medios. «Mi marido me decía que necesitaban más medios. Si hubiese tenido facilidades para mirar debajo del coche, quizás no le hubiese pasado eso», lamentó. Eduardo perdió aquella batalla. Fue un héroe y, no por sus insignes hazañas -que las tuvo-, sino porque trabajaba a diario con escasos recursos. Se sabía en la diana y lo afrontaba con naturalidad. Amaba lo que hacía y había incorporado el miedo a su quehacer diario.
El resultado de su examen se publicó en julio. Su esfuerzo quedó en un papel. Igual que las peticiones que rellenó para conseguir más medios.
Uno más, un nombre más, casi un libro lleno de nombres y de historias que van forjando nuestro destino. Eso es, no estamos solos.
Alguien que sabe de lo nuestro…por fin
Pocos medios, sueldos bajos, y el escaso reconocimiento de la sociedad…al menos, unas letras para reconocer el alto precio que pago Eduardo y otros como el