El último paseo de Marisa

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María Isabel Hernández, Marisa, vivía en su mundo. Uno que sólo ella conocía y al que nadie podía acceder. Ni siquiera sus cuatro hermanos o sus padres, con quienes vivía en San Juan de la Rambla, un pequeño municipio al norte de Tenerife. Cuando tenía cinco años, Marisa cayó desde un muro mientras jugaba con un amigo. Nunca volvió a ser la misma. Aquella caída le ocasionó una minusvalía psíquica que la impidió crecer como a los demás; su cuerpo siguió  su ritmo, pero su mente se estancó en aquella tierna edad. Por eso, a sus 36 años, aún era una niña y así hubiera vivido el resto de su vida. Pero la mañana del 9 de marzo de 2003 la tinerfeña de ojos dulces y amplia sonrisa desapareció de su casa y nunca más volvió. Dos días después, hallaron su cuerpo. Desde entonces, su muerte es una incógnita tanto para su familia como para los investigadores que se encargaron del caso y que han intentado encajar un puzle con escasas piezas y muchas zonas de sombra.

Marisa solía madrugar, aunque ella no sabía a qué hora abría los ojos. No tenía conciencia del tiempo. Tampoco había aprendido a leer las manecillas del reloj. No las entendía. Cada mañana seguía la misma rutina; hacía lo mismo y en el mismo orden. Su existencia era una partitura que tocaba insistentemente en el mismo tono. Era su forma de atarse a la realidad. Por eso, también aquel martes –el último día que se la vio con vida-, se levantó, se duchó, se visitó con sus vaqueros y una blusa amarilla y verde y salió de casa de sus padres, Tomás y Dolores. Para sus vecinos era normal verla paseando por las calles en un municipio en el que todos se conocían. La distancia era corta. Apenas dos calles separaban la casa de sus padres de la de su hermana Dolores, pero a ella le llevaba su tiempo. El accidente, que no recordaba, le había dejado también secuelas físicas en sus piernas que limitaban ligeramente su caminar.

Marisa llegó a casa de su hermana Dolores. Curioseó, le preguntó qué tenía de comer y se sonrojó cuando le dio un beso mientras la decía lo bien que olía. Le gustaba que se lo dijeran. Tanto como los dos euros de paga con los que la obsequiaba. La niña grande tampoco entendía el significado del dinero, pero sí sabía que, con un euro, podía pagarse el café mañanero y, con el otro, adquirir el cupón con el que aseguraba, ilusionada, algún día se compraría una  furgoneta. Con el dinero en la mano, salió de casa de Dolores asegurando que, más tarde, regresaría para ir a dar un paseo. No lo hizo. Tomó su cortado. Compró el cupón y, sobre la una de la tarde, su rastro se perdió en las inmediaciones de la plazoleta de Las Ramblas, en pleno centro del municipio, lugar en el que una vecina la vio por última vez.

Horas más tarde, Dolores, preocupada por su ausencia dio la voz de alarma. Aún cuando no se habían cumplido las 48 horas preceptivas para iniciar la búsqueda, la Guardia Civil decidió, dada su incapacidad psíquica, iniciar el dispositivo de búsqueda que movilizó también a la Policía Local y a Protección Civil. La buscaron por el pueblo y por los alrededores, incluido el barranco de Ruiz y el municipio cercano de la Guancha. Todo el pueblo colaboró. Tras dos días de intensa búsqueda, hallaron su cuerpo flotando en el mar cercano al barranco. Las olas lo mecían cerca de la costa de Las Aguas. Muchos pensaron que Marisa podía haberse caído. Un descuido. Un traspiés. Era más que posible. La autopsia desmintió las primeras especulaciones. Según fuentes de la investigación, Marisa no había muerto ahogada. La autopsia reveló que había muerto de una muerte violenta. Su cuerpo presentaba una fractura de clavícula y diversos hematomas. Unos, fruto de la caída. Otros, ocasionados por las olas que lo arrojaban contra las rocas. Pero, sin duda, el golpe que más llamó la atención a los agentes de la Policía Judicial de la Guardia Civil fue el realizado en la mandíbula, previsiblemente con un objeto contundente. Su muerte no había sido un accidente. Marisa no había muerto ahogada. Tampoco se había quitado la vida. Además, la habían violado. Sin embargo, la naturaleza actuó en su contra. El mar borró las huellas que su agresor pudo dejar en su cuerpo.

Los investigadores interrogaron a su entorno para reconstruir los últimos pasos de la mujer. Todo apuntaba a que alguien la había secuestrado o convencido para irse con él, la había retenido durante un día durante el que la había golpeado brutalmente y, tras su muerte, se había deshecho de ella en el Atlántico. ¿La golpeó hasta matarla o murió de un mal golpe? Las preguntas se sucedían sin respuestas y sin hilos de los que tirar. Marisa no tenía muchos amigos. Una chica de su misma edad y poco más. Sus hermanas aseguraron a los policías que no había tenido ningún novio. Ni siquiera, hablaba con desconocidos y, menos, si eran hombres según su familia. Una llamada anónima situó un coche cerca del lugar en el que fue encontrado el cadáver. Al parecer, vieron al conductor arrojar un objeto grande al mar.  Pero, después del interrogatorio, lo descartaron.

A pesar de los años transcurridos y de las escasas pruebas recabadas, su familia sigue convencida en que alguien “se apeteció de ella” y se la llevó. Pero no pudieron demostrarlo y el caso fue decretado bajo secreto sumarial. Los agentes detuvieron a un hombre, seguros de que la había rondado, pero no pasó de los calabozos. El único sospechoso negó cualquier implicación en el crimen y, a falta de pruebas para inculparle, tuvieron que dejarlo libre. No bastaron los informes periciales, solicitados por el abogado de la acusación particular, y que  concluyeron que mentía y que su declaración estaba llena de contradicciones. Nunca confesó. Tampoco encontraron la ropa que llevaba Marisa el día de su muerte. Ni el arma del crimen. La investigación llegó a punto muerto y así continúa. Seis años después de su asesinato, el sumario de Marisa, la niña grande de San Juan de la Rambla, sigue teniendo las mismas hojas y sobre él pesa el sobreseimiento provisional.

4 Comments
  1. Anónima says

    Es extremecedora la historia. Vivo desde hace unos años en un pueblo cerca de San Juan de la Rambla y conocí la historia. En ocasiones hacen manifestaciones en contra del olvido de Marisa. Querría mandar un poco de fuerza a la familia.

  2. javier says

    Demasiados casos que han quedado en la impunidad. ¿Cuántos? Lo estremedor es que los asesinos andan por ahí sueltos, amparados en el anonimato, quizás dispuestos a repetir su acción criminal.

  3. jesus says

    no hay que olvidarse de sus familias…un recordatorio de lo que padecen es siempre bueno…y el articulo no alimenta el morobo…bien bien

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