Anuska entra en la habitación con cautela. Se muestra tímida y recelosa. La vida la ha hecho desconfiada. Curtida en experiencias, escruta y, luego, actúa. Aún teme el olor del peligro. Hace unos años abandonó la casa en la que vivía con su ‘chulo’ escapando de una rutina de golpes y vejaciones diarias. Día sí. Al otro también. Desde entonces, en su huida hacia adelante, teme que aquel infierno de reclusión vuelva, y se vea reducida a ser una mera esclava sexual a la merced de la tiranía y caprichos de clientes y dueños. No quiere fotos. Tampoco revela su nombre real ni el país del que procede, aunque sus rasgos y su tez blanca no mienten. Pide intimidad, pero también respeto. A su lado, David reclama lo mismo, aunque por otros motivos que después revelará. Elena se incorpora un poco más tarde y afirma que quiere hablar, pero no descubrirse ni desnudarse. Ha pasado demasiado tiempo a la intemperie de la calle y de los prejuicios sociales. Ahora, está casada, tiene hijos y un trabajo digno. Ellos son tres ejemplos del variopinto mercado de la prostitución en nuestro país. Un mercado que dejaron atrás. En la actualidad, los tres trabajan como mediadores sociales y ayudan a otros que, como ellos, vendieron su cuerpo y un trozo de su alma en la calle. Son los llamados ‘equipos de iguales’, personas que dejaron de ‘ejercer’ y trabajan con prostitutas para ayudarlas o para rescatarlas. Sus victorias son importantes, pero pequeñas en un mercado que no deja de crecer. No hay cifras oficiales fiables. No se puede contabilizar una profesión en la que no existen registros, colegios oficiales y que se desempeña a cara descubierta, pero en el anonimato. Se calcula que aproximadamente entre 300.000 y 400.000 mujeres se dedican a la prostitución en España, unas cifras muy parecidas a las de Alemania según un estudio del Instituto Europeo para la Prevención del Crimen.
Anuska tiene 24 años. A los 21, cayó en una red de tráfico de blancas creyéndose una burda mentira. En su país, un hombre le prometió matrimonio a cambio de una vida mejor en España y pensó por qué no. Aquella opción sería mejor que el callejón sin salida en el que se encontraba. Sin trabajo. Sin perspectivas de vida en su país. A cambio, él se haría cargo de su familia. No sabía el destino que escondía la letra pequeña. “La primera paliza llegó cuando estaba embarazada. Perdí al bebé y me obligó a prostituirme a base de golpes y amenazas de hacer lo mismo a mis hermanas. Aguanté un tiempo. Me dejaba encerrada, no me dejaba trabajar…un día, me fui de casa”, relata. El vendedor de placer no tardó en descubrir la habitación de alquiler en la que vivía y se escondía. Y volvió a escapar. No quisieron o no volvieron a encontrarla, pero no ha dejado de huir. Ahora, vive mirando hacia atrás con el temor de que a la vuelta de una esquina se encuentre con el que le juró respeto o alguno de sus colegas. Sospecha de todos. Desconfía de lo nuevo, pero confía en recuperar la normalidad con el tiempo. “Cuando comprueban que no los denuncias, les es más fácil traerse a otra chica que complicarse la vida contigo o con tu familia”, asegura.
No sabía qué dirección tomar y recordó a una mujer que un día le obsequió con un preservativo en una unidad móvil de una ong que prestaba asistencia a prostitutas, cuyo nombre oculta por temor a ser descubierta, y los buscó. “La solución puede no ser la mejor, pero ellos te escuchan y no te juzgan. Es un comienzo”. Ahora ella es uno de ellos. Se ha formado y recorre las carreteras de la Casa Campo en Madrid, las cunetas, y los clubs de alterne confortando a mujeres que pasaron por lo mismo que ella. “Ninguna piensa que te has prostituido. No se lo dices claramente sino que se lo transmites con mensajes como: ‘Sé lo que estás pasando. Yo he sido como tú’. Poco a poco le cuentas que pueden acceder a recursos sociales, asistencia jurídica y sanitaria e, incluso, denunciar a sus proxenetas. Le hablas de los pisos de acogida… enseguida te das cuenta de quién ejerce libremente y de quién no. Se nota la que está ‘traficada’ por la actitud, la desconfianza”.
David no es un traficado. Tiene los ojos verdes, un rostro muy atractivo -propio de un modelo-, y habla con desparpajo. A él nadie le obligó a tener su primera relación sexual ni a venderla. “Un paisano de Venezuela me convenció de venir a España; me habló del paraíso y de que podría conseguir trabajo fácilmente. Cuando llegué me di cuenta de que tal paraíso no existía y, si no tienes papeles, tampoco hay trabajo. Empecé a ir a la sauna. Tenía que comer, mandar dinero a casa y pagar pensión. Así empiezas”. Un día alguien le habló de APRAN, la Asociación para la Prevención y la Reinserción de la Mujer Prostituida. Empezó con los talleres de salud, hizo un curso de cuidador de ancianos y consiguió un trabajo. Después, llegaron los papeles de residencia y de trabajo. En sus ratos libres, acude a la asociación y presta su apoyo a un nicho de mercado, el de los hombres que se prostituyen, en el que hace falta avanzar.
Elena entorna sus ojos mientras escucha sus relatos. Su historia es propia de una canción de Sabina. Una dosis de droga a cambio de sexo. El motivo por el que llegó a necesitar una diaria es lo de menos. “Tenía que consumir y, por tanto, pagarlo. Pero después de pasar un tiempo bordeando el abismo en el que todos pisan a todos: putas, policías, drogadictos, clientes…llega un momento que te plantas y piensas que quieres hacer con tu vida”. Y tomó la decisión. Se recluyó en un piso para desintoxicarse, salió de su submundo y volvió a la normalidad. Su familia siempre estuvo junto a ella. La proporcionó el coraje para afrontar el síndrome de abstinencia, las noches en blanco, las dudas de si no era mejor mecerse en el letargo de la heroína…y arrancó su nueva vida con fuerzas: estudió Trabajo Social y ahora ejerce de mediadora. Ella es una de las artífices de la recuperación de Anuska y David. Lo dice con orgullo. “Este no es un trabajo de ocho horas y te vas. Cada noche vas a una zona y, cuando atiendes a la última persona, entonces te puedes ir: las acompañas a la comisaría, al hospital…”.
Ella conoce bien el hedor de la calle. Sentirse a la intemperie frente a sus compañeras, los clientes, los chulos que, de vez en cuando, regalan navajazos o palizas y, lo peor, contra sí misma. “Los mediadores son los únicos que se acercan para dar, en lugar de para pedir. Las observas y descubres sus necesidades. Hay quien no quiere salir porque necesita ganar dinero rápido para enviarlo a sus casas, pero necesitan que las escuchen”. Mucha compresión, horas de escucha y sutileza, mucha sutileza, son algunas de sus armas. “En los club sólo puedes decir que vas a regalar condones porque si no los dueños no te dejan entrar a verlas. Tampoco da tiempo a establecer contacto con ellas porque las cambian continuamente”. Y nunca olvidar el medio en el que están. El peligro acecha a todos en este destierro. “Las ‘mamis’ siempre pueden descubrirte y dar la voz de alarma”. Traficadas o no, las princesas de la calle se mueven en un reino sin ley. “Por eso, nunca hay que juzgarlas”, concluye.
Estas historias las hemos leído centenares de veces. No está mal el artículo, pero hay que opinar, arriesgar… el autor debe decir qué piensa sobre este asunto..
Creo que si interesase se podria erradicar este tipo de bejaciones.
Pero no interesa. La masa masculina que consume carne humana a través del sexo es enorme: la sexualidad masculina tiene problemas insondables que deberían investigar para combatir tanta infelicidad que sufren los verdugos y que propinan a sus víctimas.