Hace años que Tamiah no contempla el mar. No puede. La simple visión del azul oceánico le devuelve a sus pensamientos el miedo y la zozobra que aún no ha conseguido desterrar. Esta bella marfileña de 25 años no está en calma. Tampoco Mohamed, su bebé de dos meses, que patalea entre sus brazos y le recuerda que ahora su prioridad es él. Tami, como le gusta que la llamen, llegó a Canarias en patera en 2003 tras librar una batalla primero en el océano y después en tierra, contra la muerte que la arrastraba con tenacidad hacia su lado de la orilla. Ahora, el destino vuelve a medir sus fuerzas. e ha quedado sin trabajo y debe varios meses de alquiler. “Es muy duro levantarte cada mañana sin saber qué será de mi hijo y de mí. No sé qué hacer”.
No es falta de voluntad. Ni un capricho. El camino recorrido hasta ahora lo ha conseguido con tesón y sin regalos. Todo se lo ha ganado a pulso. No lo cuenta con orgullo, sino con cansancio. Con desesperación.
La suya es una historia de volver a empezar, de buscar ventanas donde se le cierran puertas. Pero no todos los días tiene el mismo arrojo. Su camino de desventuras empezó a escribirse en Abiyan, Costa de Marfil. La segunda de siete hijos, se enfrentaba a la miseria que la rodeaba con decisión; buscando el resquicio. “Tenía un puesto de ropa y cosméticos que compraba en el mercado de Ghana hasta que un día estalló una bomba. Fue como un aviso y decidí, con una amiga salir de allí". Allí no tenía futuro y por aquel entonces el ronroneo de Europa, la tierra de las oportunidades, ya le susurraba. Las dos decidieron emprender el viaje en el que antes se habían embarcado tantos otros. Todos sabían de alguien que lo había conseguido. ¿Por qué no iba a salir bien?
Contactar con aquellos que organizaban el viaje a precio desorbitado no fue difícil. Todos sabían a quién dirigirse para lograr un hueco en una patera. Pero antes había que llegar. “Viajamos hasta Rabat y después, tuvimos que cruzar el desierto del Sáhara”. Las calamidades no tardaron en presentarse. Las largas horas de camino sin apenas agua y comida pasaron factura a algunos de los viajeros que se iban encontrando por el camino. “Treinta personas compartíamos una lata de sardinas y un refresco –más barato que el agua–. Pero no fue sólo el hambre y el frío. Pasamos mucho miedo. Durante el trayecto, las mujeres somos las víctimas más débiles, siempre a merced de ladrones y, aún peor, de violadores”. Aquello era un anticipo de lo que esperaba.
El 6 de febrero de 2003 las dos aventureras se subieron en una embarcación de madera de unos seis metros en un puerto improvisado entre Tarfaya y Cabo Borjador lejos de las miradas de la gendarmería marroquí. Entonces, era más fácil –por decirlo de alguna forma– que ahora. En aquel momento, los “patronos”, magrebíes en su mayoría, pilotaban aquellas embarcaciones. Al menos, eso les daba la garantía de que los llevaban al destino pactado. Ahora se limitan a llevarlos al puerto y embarcarlos en las naves. Después, algunos consejos sobre el rumbo a seguir y poco más. Suerte. Mucha suerte mientras los mercaderes de inmigrantes se embolsan las ganancias sin apenas riesgos. El destino de las dos amigas era Fuerteventura, a unos cien kilómetros, que tardarían en recorrer como máximo veinte horas. O eso les prometieron.
Los viajes de pateras con destino a las Islas, como puerta de entrada a Europa, comenzaron allá por 1994. Primero, se atrevieron unos pocos que encontraron trabajo rápidamente. El boca a boca hizo el resto y se convirtió el destino prioritario por delante de Cádiz y las costas andaluzas donde la vigilancia policial se había redoblado gracias al Servicio de Vigilancia Aduanera, el SIVE. No todos llegaban. Sin datos oficiales, en 2006, año que se denominó como el año de los cayucos, con los datos de la Guardia Civil y de la Media Luna Roja, se estimó que el éxodo africano había dejado 4.000 muertos, sólo en seis meses.
Tami está en el último trecho del recorrido. Por eso, quizás, la fría humedad de la noche que se agarraba a sus huesos apenas importaba. Tampoco el hambre, al que ya se habían casi acostumbrado. Pero el destartalado motor de la embarcación no tardó mucho en fallar. Los patrones utilizaron el móvil para llamar a los que pilotaban otra de las barcas que había emprendido el mismo viaje. Cuando llegó, sólo saltaron los jefes y algunos jóvenes que hablaban árabe. “Al resto nos dijeron que volverían a por nosotros, pero no lo hicieron”.
Dieciocho naufragos abandonados a la deriva. Durante el día, el sol quemaba su garganta y su piel. La noche era peor. Después del largo y difícil viaje, casi ninguno tenía reservas para afrontar aquel duro revés. Ninguno creía que sobreviviría. “Primero rezamos para que alguien nos rescatara. Después, para que acabara de una vez; para dejar de sufrir”. Hasta que después de catorce días un pescador avistó la patera a más de 200 kilómetros de la costa de Gran Canaria. Sólo quedaban seis ocupantes. Su amiga no aguantó. Parecían más muertos que vivos. “Pasé dos semanas en coma en el hospital Universitario de Canarias pero sobreviví. A lo mejor es que voy a tener una vida muy larga”, dice mientras sonríe tímida. Cuando despertó recibió, por primera vez desde hacía meses, las primeras muestras de cariño. En el centro se volcaron en ella y en sacarla adelante. También su asistenta social que consiguió que el Ayuntamiento la empadronara para paralizar su expulsión.
La buena estrella se apagó y empezó a labrarse el futuro por el que tanto había luchado. “Aprendí español, hice cursos de cocina y de agricultura. Trabajé limpiando en algunas casas. Nada estable”. Hasta que conoció al hombre con el que mantuvo una relación. El padre de su bebé. Aunque ha vivido en Fuerteventura, ahora reside en Gran Canaria. No consigue trabajo y debe el alquiler de varios meses del piso que comparte con una pareja senegalesa. Vuelve a naufragar. Y esta vez no hay oceáno que cruzar.Tamiah necesita un nuevo rescate.
Este relato es una consecuencia de las graves crisis economicas que afrontan todos los paises…