El escribidor que nos enseñó a leer

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Vargas Llosa, en una reciente imagen. / Kai Försterling (Efe)

Recuerdo una vez que me puse a reflexionar sobre Mario Vargas Llosa y su mundo; fue hace unos años cuando, releyendo Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, comparé a ambos autores y llegué a la conclusión de que, para mí, el autor peruano era “más” escritor, quizá “más completo”, que el colombiano, a pesar de que a éste ya le habían dado el premio Nobel y al peruano no. Ahora, por lo menos en el premio, se igualan, afortunadamente. Pero yo veo a Vargas Llosa más sólido como escritor y con más registros, con una capacidad mayor para construir personajes, y a su vez más complejos.

Pero no voy a ahondar en análisis ni a extenderme en comparaciones; de eso ya se ocuparán otros más expertos. Lo que pretendo en estos momentos contar son los recuerdos brumosos de aquellas tardes de silencio y sosiego, de lectura sin fin, cuando nos bebíamos el boom literario sudamericano, libro a libro. De aquellos días, de esto hace un cuarto de siglo por lo menos, guardo recuerdos imborrables, casi siempre ligados a los libros y casi siempre placenteros, y un relamerse de gozo con las historias trepidantes y emotivas que el autor peruano nos proponía en La ciudad y los perros, La casa verde, Conversaciones en la catedral, Pantaleón y las visitadoras..,. o en la que da título y pie a esta crónica, La tía Julia y el escribidor.

Para mí, como para muchos de mi generación, Mario Vargas Llosa fue por entonces y después ha seguido siéndolo —a pesar de sus “ondulaciones” y cambios de pensamiento, o después como “víctima” de los avatares políticos en los que se ha metido—, un gran escritor. Sus relatos, siempre aliñados de desbordante creatividad, ingenio e innegable trabajo, construyen, sin duda, asombrosas novelas; son como ríos de aguas bravas, de potente caudal, donde el lector se ve arrastrado por la corriente, sin tiempo para mirar el paisaje, mientras el fácil fluir y continuo de la lectura le llevan de una aventura a otra.

Cualquiera de las novelas citadas es una invitación a leer; yo ya era lector cuando le descubrí, pero fue entonces, y con él, también con otros cómo él —García Márquez, Sábato, Onetti, Rulfo, Asturias, y, quizá, una decena más— cuando consolidé mi vocación y “oficio” de lector. Y no me arrepiento; ni me olvido. A él le debo una buena parte de mi capacidad para soñar, también cierta disposición a vivir en permanente aventura; gracias a sus libros.

Vargas Llosa siempre me ha parecido un escritor vocacional por encima de todo, que ama la lengua y la cuida, que maneja como pocos el lenguaje. Si él es un admirador de Gustavo Flaubert, yo lo soy de él y siempre lo comparo a mis también admirados Robert Louis Stevenson y Julio Cortázar.

Sólo en una ocasión he sentido cierta fatiga al leer alguna de sus obras. Fue leyendo La guerra del fin del mundo, una enrevesada aventura vital de todo un pueblo siguiendo a un iluminado por el Sertao brasileño. Quizá me equivoqué de momento para leer este libro; quizá no esté tan logrado como afirman algunos de sus críticos cuando señalan que es, junto a Conversaciones en la catedral y La fiesta del Chivo, esa trilogía que destaca, por calidad y argumentación universal, sobre el resto de su obra.

A mí, como digo, me divirtieron y embaucaron aquellas primeras novelas y el imberbe Marito o Varguitas, aprendiz de escritor y de todo, transportado hasta el sin fin de los sueños por aquel calenturiento Pedro Camacho, excéntrico relator boliviano de radionovelas.

1 Comment
  1. Vigente says

    ‘La Guerra del Fin del Mundo’ es una novela para gente grande. Quien sienta fatiga al leerla será una lector pequeñito. A mí me pasa al revés: todo lo anterior de Vargas Llosa me dio flojera. ‘La Guerra’ es su llegada a la etapa de mero monstruo literario.

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