Khaled, Viki y Paul tienen algo en común. Son menores, inmigrantes, y han llegado solos a nuestro país tras un intenso y doloroso viaje de supervivencia desde Marruecos, Bulgaria o Camerún. No son los únicos. Unicef ha fotografiado en un estudio que titula “Sueños de bolsillo”, a otros niños que, como ellos, emprendieron viaje a nuestro país y que en el camino, sufrieron episodios de maltrato, violencia o explotación sexual. Debajo de un camión, en patera o en autobús penetraron en nuestras fronteras con el único objetivo de conseguir una vida o huyendo de la miseria, de ser enrolados en un grupo armado o de las palizas diarias en su entorno familiar. Algunos llegaron por azar. Otros volvieron sus cabezas hacia España porque sabía que “aquí” se ayuda a los menores, desde la perspectiva de la regularización administrativa o desde la inserción laboral. Todos tienen un horizonte que forjar.
Khaled no volvería a repetir la experiencia. No volvería a coger “el barco de la muerte”, como llama a la patera desde la que llegó en 2007 a Motril desde El Khelaa, Marruecos, con 16 años. Ahora, tiene 20, ha estudiado un curso de calderero y carpintería metálica, ha arreglado sus papeles y vive en un piso de la Administración, aunque asegura que se responsabiliza de todo. “Pago todo. Es un piso compartido. Quiero seguir trabajando, ahorrar y volver a mi casa, con mi familia. No me quiero quedar aquí. Necesito a mi familia, aunque, después de trabajar, uno está tan cansado que no se acuerda de nada. Quiero montar una empresa en mi país. Con lo ahorrado, construiré una casa en Marruecos, en mi pueblo. Aquí tengo amigos, pero no es lo mismo”.
Viki acompañaba a su madre a trabajar desde pequeña. “Si robar se puede entender como trabajar. Decía que le daba suerte y, cuando nos detenían, debía autoinculparme”, relata. Así aprendió el oficio. “En mi cultura los hombres no trabajan, o trabajan poco; son las mujeres las que se encargan de todo. El segundo marido de mi madre no trabajaba y bebía mucho; cuando estaba borracho nos golpeaba a las dos. Y no sólo eso. Un día, que mi madre estaba de viaje, él intento abusar de mí. Mi madre no me creyó”. En verano, carretera y manta, como se suele decir. La familia al completo cogía un coche y se trasladaba a robar a otros países desde Bulgaria. “Fuimos a Suecia, Grecia, Italia, Austria...” A los doce años la casaron con un chico de su misma edad y eligieron España para instalarse. Aquí continuó en el oficio hasta que un día tuvo la mala suerte de robarle la billetera a un policía de paisano. Su familia no realizó ningún trámite para recuperarla, así que decidió contarle todo a un educador. Viki había roto la regla de oro: nunca hablar de los trajines de la familia y de sus medios de vida. Ella cantó para que la tutelaran. Cantó como medio para cambiar de vida y salir de la miseria en la que vivía desde pequeña. De eso hace un año. Ahora, tiene 14 años, estudia y aprende español. Dice que tiene una vida por delante.
A Lovepat “le gusta crecer acompañada”. A los 8 años, en su tierra, Liberia, la violaron tres hombres. Había estallado la guerra civil. “Me dejaron inconsciente y me recogió un hombre blanco. No sabía quién era, pero tampoco sabía qué les había pasado a mis padres. No podía encontrarlos. Él me cuidaba, me dijo que me ayudaría, que no podía dejar que marchara porque me matarían los soldados. Nunca me tocó. Un día, cuando ya había cumplido los dieciséis, me llevó de viaje. Me dijo que iba a ser feliz y me dormí en el viaje. Cuando desperté, habíamos llegado a Londres, pero estaba sola. La policía me llevó a un centro para menores en el que estuve un año. Tramité los papeles de solicitante de asilo y conocí a una mujer nigeriana. Yo estaba siempre triste y, un día, me llevó de viaje. No sabía que iba a España. Me llevó a casa de unos amigos y nunca regresó. Me había vendido y debía trabajar para devolverle los 50.000 euros que había pagado por mí. Debía hacer lo que ella me dijera. Me quitó la documentación y me puso a trabajar de prostituta. Ella también lo era. Era ella quien contactaba con los clientes, pues yo no sabía cómo dirigirme a los hombres. También les tenía que robar, si podía. Me escapé una vez, pero volví. En la calle, se pasa muy mal. Una noche hubo una redada y la policía me llevó a un centro. Ahora, hago cursos de cocina y me gustaría ser abogada”.
En las 196 páginas de las que consta el estudio hay muchas líneas contando historias similares, como el caso de un menor paquistaní, cuya emigración es decidida por la familia, ante el mal comportamiento y la mala relación entre los padres y el hijo, y un menor palestino que después de la muerte del padre por una bala perdida en un enfrentamiento en Gaza, se refugian en Jordania en casa de una tía, hasta que ésta le pega convirtiendo su día a día en una rutina de golpes y palizas, con lo que finalmente el menor decide marchar. Pero no hay sólo historias. También hay muchos datos recogidos entre 2006 y 2008 en todas las instituciones sociales y administrativas que se dedican, de una forma u otra, al fenómeno de los menores inmigrantes con la vocación, a diferencia de otros, de ser el primer estudio de “ámbito español” que incluya las nuevas nacionalidades y perfiles los menores inmigrantes –hasta ahora centrados en los procedentes de Marruecos–, e investigar la incipiente feminización de este fenómeno. Hay que tender a “desmasculinizar” y “desmarroquizar” el fenómeno, dicen Violeta Quiroga, Ariadna Alonso y Monserrat Soria, sus autoras. Todo ello, con el único objetivo de “forzar a cambiar las miradas y proporcionar elementos para acometer medidas que mejore la situación de los menores”.
Sin embargo, el documento no arroja cifras “oficiales” de estos menores ni en cada Comunidad Autónoma (CCAA) ni a nivel nacional porque, como argumentan, el sistema de contabilización de estos niños es independiente y propio de cada CCAA y, entre ellas, no comprueban de forma sistemática si los menores son detectados por primera vez o ya han pasado por alguna otra comunidad anteriormente. “Es posible que existan expedientes repetidos o duplicados de diferentes CCAA”, aseguran.
El movimiento de los menores inmigrantes no es, como reflejan, un fenómeno nuevo ni propio de este país sino que también se registra en países como Francia, Italia, Inglaterra o EEUU. En nuestras fronteras, la primera vez que se registró la llegada de un menor, de nacionalidad marroquí, fue hace quince años en Extremadura. Desde entonces, concluyen, se percibe una evolución en el fenómeno. Al principio, el perfil mayoritario que se detectaba era el del menor marroquí de sexo masculino. Procedían del norte de Marruecos, de la ciudad de Tánger y alrededores -en los inicios-, y, más tarde, de Tetuán y otras ciudades. “Seguían los pasos de muchos de sus compatriotas adultos y cruzaban las fronteras de manera irregular, bajo camiones o autocares con el único objetivo de mejorar sus expectativas sociales. También huían de la situación de precariedad del sistema de protección de la infancia marroquí, la situación social de muchas familias en las áreas metropolitanas de las grandes ciudades y en zonas rurales aisladas y el papel trascendental del imaginario colectivo de la inmigración que ve en ésta una opción de promoción social”.
A partir del año 1998-1999 ya se detectan menores que llegan a las costas canarias en patera desde el sur de Marruecos en su gran mayoría (una media de 94%). Su proyecto migratorio es de carácter más familiar y se activa como una estrategia clara de beneficio colectivo. La utilización de la patera/cayuco como transporte para acceder a territorio español se extiende y se consolida año tras año. A partir del año 2000, en Canarias se produce un giro importante en torno a las nacionalidades y el 60% de menores que llegan proceden de países del África Subsahariana, principalmente Nigeria, Sierra Leona y Guinea Conakry. Los años amplían el abanico y empiezan a verse menores de países como Senegal, Ghana o Mali. En 2001, en la comunidad Valenciana el 75% de los menores no son marroquíes sino que pertenecen a otras nacionalidades, Rumania y países del África Subsahariana.
La llegada de las pateras y los cayucos se extiende entonces a las costas andaluzas y esta situación, ya consolidada, empieza a denominarse “la paterización de los menores”. Es en 2001 (en Canarias, las nigerianas, en Valencia y en Cataluña, las rumanas), cuando puede considerarse que aterrizan en nuestro país de forma más significativa las menores detectándose en los servicios de protección años más tarde, principalmente rumanas, marroquíes y nigerianas.
Aunque la entrada a territorio español se hace, principalmente, por la Comunidad de Andalucía y por alguna de las islas de Canarias, y en una proporción mucho menor por otros puntos como Cataluña, País Vasco o Valencia, no significa que los menores se queden a vivir en dichas comunidades. Los que no acceden inmediatamente a alguno de los servicios de protección, suelen deambular hasta que en algún momento consiguen llegar a una comunidad autónoma en la que establecerse. Mientras, viven en la calle o en casas de familiares o compatriotas, y es frecuente que, mientras se hallan en ruta, accedan a algún tipo de trabajo temporal, de días o semanas, de cualificación muy baja, como ayudante en tiendas o de oficios, o bien trabajando en los invernaderos de Almería o bien en la venta ambulante (los subsaharianos). Muchos se personan directamente en las dependencias policiales o en los centros, hecho que denota el conocimiento previo del circuito de “protección institucional a los menores de edad” y sus ventajas, especialmente los marroquíes por encima de menores de otras nacionalidades.
Es importante considerar, dicen las firmantes del estudio, que “a día de hoy, el fenómeno de la migración de menores no acompañados ya no debe verse de forma monocolor sino que la diversidad se ha instalado definitivamente en el sí de esta migración. Esta heterogeneidad, representada principalmente por las múltiples nacionalidades y la diversidad de sexos, debe ser interpretada como la confirmación de la consolidación de este tipo de migración protagonizada por niños/as y jóvenes sin referentes familiares que tiene manifestaciones en otros muchos puntos del mapa global.”
¿Y qué sabemos de las menores? “Podríamos decir que casi nada. Los datos apuntan a que las chicas aparecen en el año 2006 y 2007, pero desconocemos casi absolutamente al nivel de información sociodemográfica básica, tales como la edad o la nacionalidad”. Las chicas son inexistentes en las estadísticas oficiales y en investigaciones y en los estudios aparecen en contadas excepciones. Ciertamente, las chicas son muchas menos que los chicos, un 8% frente al 92%, pero para las autoras, el motivo es que las migraciones femeninas se han “olvidado” e invisibilizado y, cuando se han abordado, se hace desde una posición de dependencia (como esposa, hija, hermana) o una perspectiva victimista, enfatizando las situaciones de explotación o relatando las graves consecuencias que las salida de las mujeres implican en origen.
¿Y cómo son ellas? Tienen entre 14 y 17 años y son, principalmente, rumanas y marroquíes, aunque también se han detectado casos de Nigeria, Bulgaria, etc. A diferencia de los menores, son escasos los casos de refugiadas políticas y emigran para trabajar en la prostitución –de forma voluntaria o fruto de una explotación -, y escapan de graves conflictos familiares, embarazadas, repudiadas, madres adolescentes... “Cuando una chica emigra sola, lo hace porque las circunstancias en las que viven son extremas, mucho más que las de los chicos”, concluyen. Ellas se ven obligadas a escapar de una prohibición de continuar los estudios o el trabajo, de matrimonios forzados o severas limitaciones en las relaciones sociales.
Precisamente en el proceso de acceso a un ámbito laboral desregularizado y clandestino el motivo principal por el que estas chicas pasan inadvertidas por los servicios de protección al menor. Una parte importante de este colectivo no accede jamás a estos circuitos de protección, y aquellas que sí lo hacen, con frecuencia es demasiado tarde, a pocos meses de cumplir la mayoría de edad. La cosa se complica cuando hablamos de las menores que se dedican a la prostitución. Su detección es difícil debido a la clandestinidad de los circuitos y la ambivalencia en las edades. Las menores que se han incorporado de forma voluntaria a la prostitución son todavía mucho más inaccesibles e invisibles que aquellas que han entrado de forma forzosa.
El informe no sólo expone, sino que anima a trabajar a la luz de los nuevos datos. Hay mucho camino que trillar y, por eso, concluye, con una serie de recomendaciones que comprenden desde la detección de los menores hasta medidas sociales entre las que destaca la necesidad de consensuar criterios comunes de actuación en todas las comunidades españolas liderada por el Estado, revisar conceptos como el de repatriación que, recomiendan no deben llevarse a cabo automáticamente sin un estudio pormenorizado, la creación de un Registro único, compartido e informatizado para todas las instituciones implicadas, impulsar recursos de detección y prevención para garantizar el acceso al sistema de protección de los y las “menores invisibles” o la necesidad urgente de disponer y aumentar la figura del mediador sociocultural para mitigar las múltiples situaciones de incomprensión y conflicto en el día a día.