Creció con su padre entrando y saliendo de casa a horas intempestivas. No entendía bien qué hacía, pero la solemnidad con la que se rodeaba le hacía creer que era una tarea importante. De pequeña, le gustaba verle con su uniforme caqui. Era esbelto, fornido y tenía la mirada profunda y honesta. Se sentía orgullosa, pero nunca pudo decirle a sus amigas del cole que su padre era militar. ´Funcionario´, repetía como una autómata. Y en el estómago sentía una quemazón y una rebelión difícil de digerir. Ella quería pronunciar aquella palabra con el mismo orgullo con el que otras compañeras de pupitre y de patio repetían profesor, electricista, abogado o panadero. Corrían los años 80 y su familia vivía en Madrid. La amenaza de la banda terrorista ETA caía con todo su plomo sobre policías, militares y guardias civiles. Ella aprendió a esconder algunas palabras, a esbozar otras y a no pronunciar nunca otras muchas. Aprendió pronto un vocabulario diferente al de sus amigas que ni siquiera sabían que existía un grupo de terroristas que mataban sin pudor y escrúpulos a quienes pensaban que el País Vasco era otra comunidad autónoma más y que no debía independizarse rompiendo aquel mapa que se llamaba España. Ella aprendió la palabra ETA al mismo tiempo que aprendió a jugar con las muñecas. Y aprendió que quienes defendían o estaban al servicio del Estado en aquella lucha eran sus víctimas. Un uniforme era un blanco fácil. Pero no podía verbalizarlo fuera de las paredes de su casa. Algunas de sus compañeras de pupitre lo verían en el telediario. De pasada, quizás. Ella no. Escuchaba atentamente cada noticia de la banda. Formaba parte de su vida. En su casa, veía los rostros de su padre y de su madre cuando sonaba el teléfono de aquella manera. O cuando se preparaban para acudir a algún funeral. El destino tocó a su padre en dos ocasiones.
El sabía que estaba en las listas de la banda; con nombre, apellidos, cargo, domicilio…En la primera ocasión fallaron. En la segunda… aún resuena el estallido de aquella bomba. Aquella mañana una broma entre compañeros hizo que una furgoneta con más de diez militares llegara a su destino antes que el coche en el que él viajaba. Y el ‘artefacto’, que iba destinado para él, estalló en aquellas vidas y no en la suya. Bajó del coche y tuvo que ver los restos de los cuerpos de sus compañeros desperdigados por la cuesta de San Vicente. Los amasijos de hierro aún rompen algún sueño. Y también el horror y el sentimiento de culpabilidad, porque aquella era su fecha, no la de ellos. Desde entonces, sus ojos son vidriosos. Renunció a vestir el traje militar por la calle. Su hija no lo entendía. Cualquier ciudadano podía llevar su uniforme de trabajo por la calle con dignidad. Él debía esconderlo. Y asumió que debía cambiar y acentuar algunas costumbres; cambiar de itinerario, de vehículo, de horario... evitar recoger a su hija en el colegio o a hacerlo cuando nadie lo esperaba. Y mientras la ya no tan niña aprendía cosas que no se aprenden ni en el colegio ni en la universidad, como a pasar un detector por el coche de su padre si iba a utilizarlo, a mentir sobre su lugar de residencia o a no participar en determinadas conversaciones por miedo a delatar aquella existencia.
Y ustedes se preguntarán quiénes son los protagonistas de estas líneas. Esta historia no tiene nombre. Pero existe. Existen los ojos de aquel militar y el velo que los empaña cuando ve ciertas imágenes en el telediario o cuando escucha las informaciones que hablan del plan de reinserción o del fracaso o no de la vía Nanclares. Existe esa vida atada y la libertad cercenada. Y ella, su hija, no se arrepiente de haber nacido en otro hogar que no sea el de su padre. El hombre ya no viste aquel uniforme. Su lucha ya no existe. No cree en la política ni en los partidos. Analiza la ilegalización o no de Bildu, Sortu… y la entrada de Amaiur en el Congreso de los Diputados con su hija. También con otros como él. Pero nunca con gente fuera de su entorno. Sienten que no les importan a nadie. Y pega un puñetazo en la mesa cuando se entera que Amaiur ha recibido de su bolsillo, que es el de todos, más de 13.000 euros por seguridad para hacer frente a los gastos ocasionados por la banda terrorista ETA. Pega el puñetazo porque otra cosa ya no puede hacer.
Algunas viudas de aquellos compañeros asesinados le preguntan ahora si ellas deberían hacer como Consuelo Ordónez y acudir a la cita con el que segó la vida a su marido. El hombre, con el cabello ya canoso por los años y el dolor de las pérdidas, duda. Él nunca lo haría. No cree en el arrepentimiento, pero duda qué aconsejarles. Él sabe que la hermana del edil asesinado en San Sebastián en 1995 no acudió a la entrevista para escuchar el arrepentimiento de Valentín Lasarte, responsable de aquel asesinato, sino para explicarle que deben colaborar con la Justicia en la resolución de los crímenes sin resolver. Y duda. ¿Y si todas las victimas hicieran lo mismo? Saldrían de la invisibilidad del anonimato y visibilizarían su reivindicación ante una sociedad que, a su juicio, es impasible a su problema. Él suscribe los argumentos de Consuelo tras la cita. Suscribe, como ella, que nadie puede creer que solo el autor del asesinato tiene conocimiento del mismo: “ Nos quieren enredar con perdones y arrepentimiento cuando lo que realmente nos consuela a todas las víctimas es saber la verdad sobre quiénes mataron a nuestros familiares, que los autores sean condenados y cumplan las penas que merecen”. Consuelo reconoció, también, apartarse de todo acercamiento. “Yo no he ido a juzgar su conciencia o su actitud, sino sus crímenes. Le pregunté cuándo ingresó en ETA, las zonas por las que solían salir a matar y le leí 14 crímenes perpetrados en esas zonas que están sin esclarecer”. El etarra no respondió. Silencio. Consuelo sirvió de voz de otras muchas víctimas que no tienen ni quieren ese protagonismo. Como la de esta historia. Esta historia no tiene nombre, pero existe. Y se ha forjado lejos del País Vasco. Como la de tantas otras víctimas. Es silenciosa como silenciosas fueron las lágrimas de aquel hombre; de aquel padre. Es silenciosa porque vivió en el anonimato luchando contra aquella banda terrorista y así quiere que siga. Pero desde el silencio repudia los acercamientos, las negociaciones y las sentencias de ilegalización. Y quiere que, eso sí, se sepa. Y ella, su hija, también.
Magnífico artículo.
La cruda realidad escrita de una manera que me deja sin palabras…
Sabias reflexiones.