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La perspectiva de que esta crisis será más larga de lo que los más optimistas piensan o desean ha extendido la idea de que el concepto de desarrollo sostenible quizá deba ser sustituido por el de decrecimiento. Sin embargo, en España parece que esto no es de nuestra incumbencia y las administraciones siguen volcadas en la planificación y realización de todo tipo de infraestructuras con la esperanza de que servirán de vehículo para superar el hundimiento económico actual y traigan un desarrollo sostenible.
Vemos ahora con nitidez el resultado al que nos ha llevado una serie de años de bonanza económica que muchos creían sin fin: el exceso de infraestructuras que quedan sin sentido nada más ser terminadas e inauguradas. El ejemplo más visible son las ciudades fantasma que jalonan la costa mediterránea, con miles de viviendas de segunda residencia agrupadas en supuestamente modélicos resorts nucleados alrededor de los correspondientes campos de golf.
Junto a ellos, aunque no necesariamente cerca, han proliferado otras infraestructuras, los aeropuertos, de cuya utilidad se dudó desde que fueron iniciadas y se sabe ahora que están terminadas, y viendo los resultados de AENA, que pueden ser perfectamente ruinosas, aunque las empresas que las construyeron sí hayan obtenido su rentabilidad correspondiente. Por cierto, el triunfalismo de la nota oficial de la compañía oculta unos resultados paupérrimos: de 49 aeropuertos, sólo once tuvieron resultados positivos después de impuestos en 2010.
Algunos de ellos, especialmente los financiados por las autonomías, han proliferado como setas en otoño lluvioso y no precisamente en lugares turísticos, sino más bien al socaire del deseo localista y envidioso movido por el “yo también”, del que las grandes constructoras son cooperadoras necesarias. Verbigracia, el de Castellón ha sido escenario para un espectáculo esperpéntico protagonizado por el presidente de la Diputación provincial, Carlos Fabra (PP), que hizo olvidar el anterior gran fiasco aeroportuario de Ciudad Real, debido a la administración regional castellano-manchega (PSOE).
No muy lejos, en Castilla y León, rivalizan los aeropuertos de Valladolid, León, Burgos y Salamanca. La competencia entre ellos para alcanzar la rentabilidad a base de subvenciones oficiales es caballo de batalla de los partidos políticos mayoritarios, una vez hecha la onerosa inversión para ponerlos en marcha o mantenerlos abiertos.
En Murcia, otro caso autonómico, se construye sin prisa, pero sin pausa, para que abra en el verano de 2012 un controvertido aeropuerto privado que dista apenas 30 kilómetros del aeródromo público de San Javier que acaba de ampliar sus instalaciones con una segunda pista. Y ambos a unos 80 kilómetros del de Alicante, que inauguró a final de marzo una nueva gran terminal para intentar seguir siendo el número dos en rentabilidad entre los aeropuertos españoles. El primero es el de Palma de Mallorca.
Hay más, desafortunadamente. Huesca y Lérida tienen también sendos aeropuertos cuya rentabilidad inicial y futura es nula. Además, ambas ciudades tienen conexión rápida por tren AVE con Madrid, Zaragoza y Barcelona. El destino de ambos, como el de los cuarenta pequeños aeródromos españoles –la lista es larga–, es el de ser zarandeados económicamente por las espantadas y los regresos de compañías aéreas en busca de subvenciones para mantener su servicio. Lo mismo pasará en Teruel.
Lo peor es que se podría prescindir de la gran mayoría de esos aeropuertos ahora que las infraestructuras de transporte terrestre han crecido exponencialmente en España. Muy pocos tienen justificación económica. Algunos, pocos, política. Luego sobran muchos. El problema es quién se atreve a plantearlo. Ningún político al uso, desde luego: sería reo de lesa provincia, acusado de vil defensor del decrecimiento y contrario al desarrollo sostenible.