El guanaco es un camélido huidizo que se deja adivinar, solo eso, en los Andes más sureños. Tuve un encuentro con uno de ellos hace ahora un año en las quebradas del Cerro Aconcagua, pero no me dejó acercarme lo suficiente como para averiguar si era macho o hembra.
Bastante más al sur, en tierra fueguina, bien abajo del Estrecho de Magallanes, tiene el animal un monumento digno de ver y que toma su nombre del camélido. A casi mil metros de altitud, en la cumbre del Cerro Guanaco, hay una de las mejores panorámicas del Canal Beagle, dicen. No tengo opinión comparativa, de momento, pues no he disfrutado de otras alturas similares en la isla grande de Tierra del Fuego, sobre la mítica vía de agua que comunica el Atlántico austral con el Pacífico y que evita el terrorífico contorneo del Cabo de Hornos. Se ve también, justo enfrente, desde lo alto del cerro, el Canal Murray que comunica el Beagle con la Bahía Nassau, en cuya salida está el archipiélago del que forma parte la Isla de Hornos, donde está el cabo quizá más famoso del mundo.
Por supuesto que desde la atalaya bautizada con el nombre del camélido el espectáculo es emocionante. Puede uno desde allí imaginar las singladuras del Beagle del capitán Fitz Roy y su amigo naturalista Darwin, o extasiarse, aunque el día sea brumoso, con la contemplación del Cordón (cordillera) Darwin, cuyas cumbres tapan la perspectiva del territorio chileno. Buena recompensa para una ascensión de apenas 950 metros, pero exigente por su cortedad.
También se puede soñar desde el otero con las peripecias de tantos otros aventureros, como el capitán francés Louis Martial, que exploraron cada uno lo que pudo hace dos y tres siglos. O, incluso, adivinar en la distancia la huella de las largas zancadas del malogrado Bruce Chatwin, en los recién pasados años ochenta, que lo llevaron a cruzar desde Ushuaia, allá abajo, hasta la estancia Harberton, primera en establecerse en territorio yamaná, a donde llegó maltrecho, sucio y exhausto debido a la labor destructiva que los castores, que aquí es especie invasora y exógena, someten a los bosques de lengas y de ñires, haciendo desaparecer caminos, sendas y trochas, alterando cursos de agua y borreguiles.
Sin embargo, el recuerdo de los avatares pasados en estas tierras aún medianamente salvajes queda definitivamente convertido en añoranza cuando sobre la misma cumbre del Cerro del Guanaco suena alarmante mi teléfono y recibo una llamada de España, concretamente desde Murcia. ¡Hay cobertura de móvil!
Así que después del esfuerzo concluyo que algunos o muchos horrores y ventajas de la civilización han llegado al Fin del Mundo, etiqueta turística omnipresente en Tierra del Fuego y, sobre todo, en Ushuaia.
Estos días, hordas de veinteañeros israelíes abarrotan los Hostels de la ciudad (70.000 habitantes) más austral del mundo. Celebran viajando el haber salido físicamente indemnes de un servicio militar de tres años para ellos y dos para ellas. A bastantes se les nota en su mirada joven que han podido ver la muerte de cerca. Quizá por eso quieren ahora contemplar el fin del mundo.
Algunos incluso cruzan el Beagle para ir a Puerto William (2.000 habitantes), base militar en la chilena isla de Navarino que es el pueblo más al sur del globo. Llegan los cachorros de la estrella de David fascinados por la latitud y por no se sabe muy bien qué más, mientras otros visitantes de cualquier parte aprovechan el verano austral, porque el invierno es supuestamente congelante. Cosa no del todo cierta, pues el mar ejerce su influencia moderadora en el clima.
El caso es que ya, a estas alturas del siglo XXI, ha quedado poco espacio para los aventureros de los de antes en esta isla definitivamente conquistada por el turismo selectivo, que no de masas, desde que se abriera para todos el paso Garibaldi.
Aquí parece suficiente con estar donde se está. Porque la hazaña mítica de los marinos de hace dos y tres siglos -o sea doblar el Cabo de Hornos, aquella odisea que daba el derecho de colgarse un arete de la oreja a quienes la completaran con bien- no se puede hacer por libre desde Ushuaia, ni desde ninguna otra parte, salvo que uno tenga barco propio o posibles para fletar uno.
Hay que ser muy turista ahora para doblar el Cabo de Hornos: embarcarse en un caro crucero de tres días a 1.200 dólares de vellón por persona si se va en pareja -si uno va solo y no consigue acompañante son 2.000- que va de esta ciudad argentina a la chilena Punta Arenas. O viceversa. Es la única oportunidad para viajeros independientes o turistas al uso que quieran obtener la regalía marina de perforarse un lóbulo y lucir un arete. Lo que los desarraigados del mundo hacían antaño por obligación, para ganarse la vida o huyendo de la justicia europea, ahora solamente lo puede hacer los turistas ricos. Sic transit gloria mundi.
Una precisión. En El Chaltén cae en mis manos una vieja edición de In Patagonia, de Bruce Chatwin. Releo algún pasaje y caigo en la cuenta de que el trayecto a que me refieron lo hizo Chatwin entre Hacienda Harberton y la granja Viamonte, no entre Ushuaia y Harberton. Me falló la memoria. Uno no puede viajar con la biblioteca a cuestas.
Qué buena aventura, José Luis; está cargada de aires de leyenda, de novelas de Verne y de la mejor fantasía infantil; envidia verde y cochina. Gracias por el relato.