Una Asamblea Constituyente para Egipto

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Julián Sauquillo

Jóvenes egipcias gritan consignas contra la Junta Militar en una protesta, ayer, en El Cairo. / Efe

Los egipcios están inmersos en un proceso constituyente desde que el pasado enero desalojaron a Hosni Mubarak del poder. La eliminación de un dictador produjo una comprensible euforia que apreció una revolución que se extendía como una llama por todo el sur del Mediterráneo. La ilusión estaba casi justificada por la celebración de tal liberación. Ahora, estamos en plena elección de una Asamblea Constituyente en Egipto. Y, tras las esperanzas llegan las decepciones y el bochorno. La sociedad civil egipcia y la junta militar afín al rais se disputan el timón que dirija la transición. Se suceden las torturas, los heridos, los muertos y las detenciones de los manifestantes. Las manifestaciones se dan en la Plaza Tahrir tanto como la Junta Militar tutela el proceso, retarda los cambios y asegura su presencia para garantizarse los privilegios que disfrutaba con el faraón. Cunde la desconfianza en torno a la limpieza de las elecciones que conformen a esta Asamblea Constituyente y los militares controlan a un gobierno interino que permanecerá hasta las elecciones no fijadas hasta ahora del nuevo Presidente. La cautividad del proceso se agrava porque los militares desean imponer unos principios supra constitucionales a la comisión que redacte la nueva Carta Magna. Así que, aunque sigue hablándose de “revolución” (Nuria Tesón, Egipto tortura su revolución”), tenemos un problema semántico -¿a qué llamamos revolución?- y un mal diagnóstico sobre el cambio político y social en Egipto, bajo sospecha del poder temible de los islamitas entre los manifestantes reprimidos.

Los cambios pueden ser a mejor y a peor –siempre la historia puede empeorarse por mala que fuera-. Habrá que atender a cómo transcurran los acontecimientos para hacer balance. Pero no me ocuparé de si se trata de una revolución positiva o negativa sino de si estamos ante una revolución en el Egipto de hoy. Por el momento, choca la perseverancia puesta en ver una Revolución en este proceso (Lluís Bassets, “Sólo es el comienzo”). Una persistencia que llega a ver esta revolución como un proceso y no como un acontecimiento. Como el cambio se obstruye y retrasa realmente –no acaba de aparecer-, siempre se puede decir que está empezando la gran transformación y que ya lo veremos: que estamos en el comienzo de la revolución. Pero el argumento sostenido por los partidarios de esta visión no me  convence. Para hablar de revolución, en mi opinión, tiene que darse un cambio drástico, rotundo, en el aparato de Estado. La expulsión de un dictador no basta: es un efecto político secundario, incluso, si me apuran, aunque simbólicamente muy importante. Además, la revolución es un acontecimiento, un corte inédito en la historia (Michel Foucault y Gilles Deleuze así lo creen) y no un proceso que se atasca. Si el proceso discurre, estamos ante un proceso de transición deseable en Egipto y, entonces, más vale pensar en sus condiciones más deseables. Y si el proceso no arranca puede que se dé un cambio de personas en el gobierno autoritario sin transición alguna a una nueva forma política. Estar vigilantes con el proceso requiere no premiarlo, ser más bien severo, y revelar continuidades, reticencias, obstáculos, más que observar tendencias de cambio que llegarán. Que veremos, si esperamos un poco.

Las revoluciones contemporáneas no se dan más que en los deseos de personas muy bien intencionadas. A la vista de cómo está el mundo, yo también preferiría ver revoluciones frecuentes. Pero Claus Offe señala, con razón, como los procesos de transición se parecen a las guías que pone un jardinero para enderezar un árbol o unas flores y no a la construcción de un jardín de nueva planta que ideara un ingeniero demoliendo previamente los cimientos antiguos y todas las canalizaciones de agua anteriores. La propia Revolución francesa fue un pacto de la burguesía más diversa con el monarca Luis XVI –luego guillotinado- y no culminó en una revolución neta sino en el autoritarismo bonapartista: los radicalismos se fueron enfriando, primero con una Constitución que no entró en vigor (C. de 1793) y luego con otra que acabó con las “alegrías” (C. de 1795). Max Weber mismo llegó a pronosticar que el futuro carecería de revoluciones y habría, más bien, golpes de mano en los aparatos de poder más o menos estables. Exageraba un poco pues veía en el ejército rojo de Trotski a los militares zaristas, únicos capaces de dirigir profesionalmente la máquina de guerra y policía rojas. Pero llevaba, fundamentalmente, razón.

¿Pero cómo van a ser sustituidos los militares egipcios tras tantos años de ejercicio de una autoridad omnímoda? Reflexionemos mejor sobre el proceso de transición en Egipto que acerca de su “revolución”. Su suerte dependerá de que las sesiones constituyentes sean públicas, partan de ejemplos constitucionales contrastados, cuenten con modelos de administración desarrollados y existan élites opositoras preparadas. También de que la Asamblea constituyente sea libre e incluya las demandas de sus electores y se diluya una vez realizada su tarea constituyente, para pasar a elegir una asamblea ordinaria que desarrolle la Constitución, una vez aprobada en referéndum. Esta es la encrucijada difícil de los egipcios y no la Revolución. El camino no es fácil. Cuentan con nuestra experiencia transicional y la de los países de Europa Central y del Este. España, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia les preceden. En muchos lugares, las Asambleas constituyentes fueron sustituidas, desgraciadamente, por “mesas de diálogo” y “asambleas ordinarias”. Sólo Polonia y España tenían una oposición muy preparada.

Estos procesos no son inmaculados: Francisco Rubio Llorente ha señalado que las transiciones constituyentes son actos de dominación y poder (no hay otra) que, en el mejor de los casos, se resuelven por mayorías. Los egipcios tendrán que dejar de lado pasiones, emociones, deseos de venganza y tendrán que administrar la condena penal retroactiva y la legítima restitución moral. La transición será más segura cuanto más se afiance el laicismo y la aconfesionalidad. No va a ser fácil, como pueden imaginar, pero este es el camino egipcio actual y no el revolucionario. No soy “negacionista” de las revoluciones. Es que no las veo por ninguna parte.

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