Sobre la ‘Gente peligrosa’

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Invitado por el propio barón D´Holbach, el entonces famoso actor y empresario teatral  londinense, David Garrik, visitó París en los años 1763 y 1765. Asiduo del salón del barón, en una carta a un amigo escribió: “Nos reímos mucho en casa del barón (donde una vez cenaste) por la gente peligrosa que frecuento, siempre estoy en ese círculo”. La gente peligrosa no era otra que los frecuentes moradores del más radical de los salones parisienses en las décadas previas a la Revolución: Chez D´Holbach, el salón de Paul Henri Thiry D´Holbach, encarnación por antonomasia del ateísmo ilustrado, el “enemigo personal de Dios”, según le llamaban sus amigos. Dos veces por semana, el barón recibía a sus amigos en su casa, donde les ofrecía menús salidos de una cocina exquisita y el acompañamiento de una bodega espléndida. En el ambiente eufórico y bullicioso de tan gratas condiciones, los ilustrados radicales echaron las bases de un mundo nuevo, que tenía que erradicar de cuajo la opresión alienante de la religión y sus dioses, y sustituir sus sombras de sumisión por la luz de la razón, la ciencia y la materia.  Tanto tiempo después, en plena confusión intelectual y cultural, en medio de un océano de impostura y banalidad, aparece la traducción española del libro de Philipp Blom, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea (Barcelona, Anagrama, 2012), una obra tan amena como rigurosa, tan poco académica como muy atractiva; una lectura deseable que pone ante nuestros ojos las claves de unas vidas y obras cuya frescura nos tonifica, y cuyo ejemplo nos sigue resultando imprescindible.

Separada de los ilustrados moderados y deístas (Voltaire, Kant, o el  paranoico Rousseau, que renegó a ultranza de sus, en un primer momento, amigos radicales, para simbolizar en adelante la Contrailustración, etc.), la “sinagoga de los filósofos” (como llamó Diderot al salón D´Holbach), reunió a los más jóvenes, prometedores y radicales ilustrados franceses (Diderot, Helvetius, Grimm, Morellet, Marmontel, Raynal, La Mettrie…), hasta seducir con su eco a los ilustrados británicos e italianos ( David Hume, Edward Gibbon, Adam Smith, Galiani, Cesare Beccaria…) y convertirse incluso en un hito del Grand Tour para los viajeros intelectualmente elevados. A todos les unía una idea firme: cambiar el mundo y buscar la felicidad, para lo que había que arremangarse y empezar a desbrozar el camino que el oscurantismo de la Iglesia y la tiranía de los reyes habían obstruido y cortado, sumiendo a los pueblos y las gentes en la ignorancia, la superstición y la miseria. Querían construir una nueva moral, sana, que sustituyera a la vieja y roída del cristianismo, liquidando el aparato clerical de su Iglesia, que perseguía la razón, porque conducía al orgullo de los hombres; y el deseo, que traía la lujuria, obsesiva e inmunda para la Iglesia. Querían implantar una nueva, radical forma de vivir y estar en el mundo, del que había que borrar el lúgubre aspecto que el despotismo de la creencia en Dios había impuesto a los pueblos. Debía ser sustituido todo por la luz de la observación empírica, la demostración científica y el normal desarrollo del deseo y las pasiones humanas, con respeto a las leyes de la naturaleza.

La estrella más rutilante de aquel sistema fue Denis Diderot, el amigo más íntimo y compenetrado de D´Holbach, el sol supremo cuyo brillo ofuscó al gran naturalista Buffon, que no pudo soportar aquel deslumbramiento superior al suyo y abandonó discretamente el salón del barón para pasarse al de Madame Geoffrin, la más grande entre las salonières. Pensador excepcional, irónico, mordaz, conversador fascinante, Diderot había iniciado la tarea, junto a D´Alembert, al frente y como redactor-jefe de la Encyclopédie, cuyo rigor y método, y, desde luego, su tono escéptico y subversivo, bebieron en el gran Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle (1702). Pero, por supuesto, los hilos de la base y salto de su conocimiento y el impulso radical de los philosophes se habían urdido un siglo antes, en el desarrollo de la “filosofía natural” y de la propia ciencia, a través de las obras de Galileo, Newton, Descartes y de la bomba de relojería que supuso para la teología el pensamiento agudísimo de Spinoza. Con todo ello, Diderot y sus radicales enunciaron muy pronto un nuevo planteamiento de la interpretación del mundo y de la vida: el alma y el cuerpo eran la misma cosa, y la naturaleza y sus leyes regían la necesidad, los sentimientos y pasiones de los hombres. A la luz de la ciencia, los misterios que utilizaba la religión para mantener en la ignorancia y sumisión a la sociedad quedaban desvelados, clarificados, desechando para siempre la superchería religiosa, el ardid de los clérigos. El reino de Dios se había acabado. Comenzaba con ellos, con los philosophes del salón D´Holbach, el reinado auténtico de los hombres, una nueva era que conduciría para bien el futuro provechoso y naturalmente placentero de la humanidad entera.

En el afianzamiento del ateísmo y la interpretación materialista radical del comportamiento de los hombres, Diderot había llegado más lentamente y con muchas más dudas que sus compañeros: “Mi cabeza desea una cosa; mi corazón, otra”, escribió. Y aunque siempre prevaleció su cabeza, supo en todo momento que la razón, siendo imprescindible, sólo podía iluminar, analizar convenientemente el mundo propio e incontinente de la pasión y el deseo. Las leyes de la naturaleza, la necesidad de los seres vivos, son implacables, pero la razón humana se pregunta en tanto por el bien, quiere distinguir, elegir. La moral entonces se convierte para Diderot en una vía sencilla, estoica: “Hacer el bien, conocer la verdad, eso es lo que distingue a un hombre del siguiente. El resto es nada. La vida dura tan poco, sus necesidades reales son tan escasas, y una vez que uno se va, importa muy poco si fue alguien o nadie. Al final, lo único que necesitamos es un retal sucio y cuatro tablas de madera de pino”. Lo cual no impidió que en sus últimos años anduviera seriamente preocupado por su fama después de muerto.

La defensa resuelta del ateísmo entre los philosophes les pareció a Hume y Gibbon demasiado exagerada, intolerante, como si hubiesen abandonado la creencia religiosa  por otra nueva, igualmente dogmática, dedicada a la razón y al ateísmo. El escepticismo de los británicos daba una respuesta filosófica: la cuestión no era afirmar o negar en absoluto la existencia de Dios, sino la imposibilidad de alcanzar certeza alguna, mientras la actitud de los philosophes perseguía una respuesta política, que debía imponer la interpretación materialista del mundo. Y, sin embargo, en plena Revolución a la que tanto habían contribuido, no fueron ellos los glorificados; muy al contrario, fueron declarados sus enemigos y sus restos vilmente profanados. El propio Robespierre deificó a su más violento antagonista, el protototalitario Rousseau, el nuevo profeta: “ Oh divino Rousseau -escribió- tú me enseñaste a conocerme (…) Quiero seguir tu venerado sendero (…) seré feliz si, en el curso peligroso que una revolución sin precedentes pone ahora ante nosotros, me mantengo siempre fiel a la inspiración que he encontrado en tus escritos”. La Revolución no sólo devoraría a sus hijos, sino que, de entrada, arrancó la más fecunda semilla de los padres y su  memoria.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor.
2 Comments
  1. perniculás says

    A estos asuntos (los de la razón) deberíamos dedicar nuestras energías y no a la palabrería de la prima de riesgo, los mercados, la deuda y las tonterías del consumo… ¡Que vamos a volvernos locos! ¡Qué pena, trescientos años después y aún seguimos llenos de telarañas! Como siempre, es un placer leerte, Agustín.

  2. flagellum says

    Muy buen Libro

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