Nacionalismo

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Quizá convendría advertir de entrada que el nacionalismo tribal o identitario poco o nada tiene que ver con el nacionalismo de la nación-estado, de la nación de ciudadanos que nace de la Revolución francesa, con una soberanía nacional que pertenece y descansa en la representación popular y une, por primera vez en la historia, los conceptos de nacionalidad y Estado, que antes de la Revolución se hallaban todavía separados. La característica más importante de esa nación-estado surgida en la contemporaneidad histórica (o sea, lo que combaten a ultranza los nacionalistas tribales o identitarios, como vascos y catalanes) es la que confería al Estado la función suprema de proteger a todos los habitantes de su territorio en virtud de su condición de ciudadanos, que les igualaba en derechos y obligaciones, independientemente del lugar donde habitaran y de que su origen o nacionalidad fuera igual o distinta del resto. La perversión del nacionalismo en la nación-estado surge cuando se ataca política y violentamente  esa suprema potestad del Estado en el amparo universal de sus ciudadanos, restringiéndola a la nacionalidad mayoritaria, con marginación y segregación de los advenedizos y distintos, a los que se niega o priva de su condición de ciudadanos.

El nacionalismo tribal o identitario es otra cosa. Pertenece a la voluntad dispersa, históricamente frustrada, de pueblos que se han desarrollado insuficientemente para formar nación propia, algunos con lengua distinta, de la que han hecho obsesiva bandera, pero que han constituido siempre parte de un todo superior geográfica y políticamente (Cataluña, parte del reino de Aragón; el País Vasco, de Castilla, por ejemplo). El hijo indeseado de la Revolución, la otra cara tan ensoñadora como inquietante, el romanticismo, sublimó todos estos nacionalismos a lo largo del siglo xix, hasta el punto de dar pábulo a los mitos de su fundación y diferencia; por supuesto, imaginada y, sobre todo, ahistórica. En el siglo xx, los totalitarismos comunista y nazi-fascista hicieron del nacionalismo y del uso de su connatural delirio uno de sus componentes esenciales. El resultado, muy grosso modo, es que el nacionalismo de cualquier índole ha sido y sigue siendo (recuérdese la guerra reciente de los Balcanes) el factor más importante de las guerras, ruina y desolación europeas de los últimos doscientos años.

El fracaso de la Revolución burguesa en España, sus repetidos y frustrados intentos de consolidación del Estado liberal a lo largo de los dos últimos siglos (el último y definitivo fracaso fue el de la II República española) frente, por una parte, al casticismo español y, por otra, a los particularismos periféricos y, en el uno y los otros, siempre omnipresente, el poderoso factor de freno del catolicismo, han permitido hasta hoy la existencia y desarrollo exitosos de los nacionalismos vasco y catalán. Se han nutrido del odio a la nación española, su lengua y su cultura, y fortalecido en el empeño de la destrucción de su Estado, de entre cuyos restos esperan obtener su propia soberanía absoluta, sin renunciar a la intervención y negocio, en condiciones privilegiadas, de lo que quede de España. Este fenómeno, inimaginable en un Estado consolidado y firme, como la República francesa o los Estados Unidos, por ejemplo, ha sido posible históricamente en España por la fallida construcción del Estado y, salvo el periodo de las dictaduras, por la consecuente debilidad del poder central. Ortega lo explicó en los años veinte del siglo pasado (¡se dice pronto!) con expeditiva lucidez: “Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España”. El expresidente Rodríguez Zapatero sería el último en ilustrar patéticamente esta afirmación orteguiana.

Pero en la democracia española que nace de la Constitución de 1978, con sus dadivosas concesiones a los partidos nacionalistas, fruto de un complejo en los demócratas españoles envenenado por la dictadura de Franco, no se explica la prepotencia que han alcanzado los nacionalismos vasco y catalán sin su alianza con la izquierda española. Una alianza contra natura que en medio de su desconcierto y traición a sus principales convicciones y valores (el más grave el abandono y hasta la justificación infame de la desigualdad de los ciudadanos en la España autonómica, de su segregación por motivos de lengua, etc.), la desgajó radicalmente de la izquierda republicana hasta convertirse en los últimos años en una especie de mamarracho postmoderno y políticamente correcto, ajeno en absoluto a los viejos valores de la izquierda española y de la socialdemocracia más responsable con la nación y el Estado. La izquierda actual no tendría que haber hecho mayor esfuerzo que repasar la experiencia y opiniones de sus antecesores más ilustres, acerca del nacionalismo vasco y catalán en la República y en la Guerra, para hacerse una idea, en su inanidad cultural, del fenómeno que tratan de aplacar con entusiasmo. Habría bastado un simple repaso a lo que sobre el nacionalismo pensaban gentes como Prieto, Negrín, Ramos Oliveira, el propio Azaña de la Guerra, descarnada y terriblemente lúcido… Al menos, se habrían enterado por ellos de que el nacionalismo es una enfermedad social grave, de índole totalitaria, ajena a la razón; que se reproduce y expande por contagio sentimental, y resume su delirante  obsesión en la culpa del otro o los otros, a los que conviene apartar o, sencillamente, liquidar: “un sucedáneo emocional de la religión”, como nos recordó Hannah Arendt. Pero a estas alturas y con el patio que tenemos, parece ilusorio escribir en este tono.

Por supuesto, de la derecha no cabe esperar nada bueno. Baste decir, sin temor a equivocarse que, a principios del siglo XXI, buena parte de la derecha española no ha llegado al liberalismo político; de modo que, más allá de la suma y resta de los intereses concretos e inconfesados de las “élites extractivas” (que, como lo más natural, comparte con la izquierda y las oligarquías nacionalistas vascas y catalanas, o sea, la casta), y de la yuxtaposición de sus clanes y sensibilidades más o menos mostrencas, parece excesivo pedirle alguna responsabilidad de Estado inequívoca frente al arrogante y achulado órdago catalán en pleno marasmo de la crisis económica. A la espera de la próxima vuelta de tuerca del nacionalismo vasco y de la eclosión por generación mimética del nacionalismo gallego, tan pronto como la derecha pierda la mayoría absoluta en las elecciones autonómicas, el panorama no puede resultar más excitante y más nefasto.

Uno se pregunta, no obstante, hasta dónde llega de verdad el contagio nacionalista en Cataluña, tras las maniobras de huida hacia adelante de sus políticos malversadores y demagogos. ¿Se confirmará el salto de la quimera? ¿O asistiremos al prematuro recogimiento de las velas, una vez que la burguesía afecta a la pela y el orden calibre el despropósito? Hay una observación de Pla en sus Dietarios que nos puede poner en la pista: “Como buen futurista -escribe-, el catalán se cree los mayores infantilismos. A menudo cree que todos los aspectos de la vida y de la actividad humana pueden salir, uniforme y paralelamente, adelante. Es una de las sandeces imperantes que no terminan de desarraigarse. Una de las características de la vida humana es que todo está hecho un desbarajuste”.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor.
8 Comments
  1. Anonimo says

    La primera parte intachable, pero la segunda degenera en lo soez; suele ocurrir cuando se habla o domina un solo idioma, parece que limita algún lóbulo cerebral a la hora de sacar conclusiones.

  2. celine says

    Una exposición clara y sencilla. Una asignatura pendiente en la sociedad española: hablar claro y sin engañifas. Discutir, llegar a acuerdos -para lo cual se impone el destierro del insulto-. Una asignatura pendiente, ya digo. Y así nos va.

  3. Otro anonimo says

    Los nacionalismos son como los culos.
    Todo el mundo tiene uno.

  4. Dante says

    Suscribo el artículo en su totalidad.
    Parece que el fin último del nacionalismo catalán y vasco sea ser un problema para el resto de España porque la independencia (hasta Pujol lo reconoce) es imposible.

  5. Rinconga says

    Suscribo prácticamente todo lo escrito, no dista mucho de mi propia opinión, pero se agradecería un poco más de elegancia en el discurso. No caer en el error de identificar al todo con la parte, no enrabietarse, que siempre resta credibilidad a la argumentación.

  6. Ramón says

    Espléndido artículo, al que le sobran las dos primeras líneas del último párrafo. Ahora más que nunca se necesitan voces como ésta que digan las cosas claras… Pero se echan en falta en Cuarto Poder voces del otro lado.

  7. manel says

    El articulo es ofensivo, es digno de la intelectualidad de interconomia. Identificar nacion y estado, y sugerir que el nacionalismo catalan y basco son enemigos del estado español es de pirueta del intelecto. El problema es el jacobino concepto de estado que se tiene, el mismo que tiene el autor. Yo no veo ningun problema en construir, pensar un estado plurinacional, en España hay varias nacionesos guste o no. La realidad se impone. Dejar marchar a Catalunya y quedaros con vuestro modelo de Estado.

  8. Pepe says

    Simplemante:¡¡sensacional…!! Escrito desde el análisis más profundo y tocando de pies al suelo; pero como todo tiene su parte mala: no puede ser no ya compartido si no entendido por todos, somos muchos los que aún no hemos aterrizado, los que seguimos en las nubes…

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