La incomprendida felicidad de los deberes escolares

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Miguel Álvarez Ortega *

miguel-alvarez-ortegaCuando las negras nubes del panorama político actual dejan vislumbrar cuestiones diversas a la sempiterna corrupción y la incapacidad para formar gobierno, asoma la cabeza el incómodo e irresoluto problema educativo. Que en este país, una derecha reticente a dejar la formación religiosa para el espacio privado y una izquierda que sorprendentemente mira con recelo los exámenes estatales, no hayan conseguido generar un pacto de estado en materia tan crucial no es en absoluto novedoso. Sí lo es, en cambio, el inusitado encuentro que protagonizan, en tanto que padres, en su férrea oposición a los deberes escolares. Nuestros niños, ya de por sí agotados por su actividad de mártir en las aulas, ven sus tardes empantanadas por interminables tareas que les dejan sin espacio para vivir su infancia, desarrollar sus potencialidades en libertad y disfrutar de “tiempo de calidad”, que dicen los anglosajones, con sus padres y hermanos. Los deberes, se alega, no proporcionan beneficio educativo alguno y por tanto deberían ser abandonados. Ningún estudio demuestra el valor de los deberes, se aduce; las instancias internacionales están alarmadas, se esgrime; el mejor sistema educativo del mundo según los informes PISA, el finlandés, ha prescindido de ellos, se sentencia sin espacio para la réplica. Y ésto último parece proporcionar gran tranquilidad espiritual para todos: en el teaser de un reciente documental de Michael Moore se presenta con claridad el mensaje por medio de un profesor de matemáticas que orgulloso responde que su objetivo principal es la felicidad de sus alumnos. Redondo. Si eliminamos los deberes contentamos a todos, a la progresía buscadora de sonrisas infantiles y a la derecha preocupada por el rendimiento académico. Parece, por tanto, que hay que ser muy desalmado para estar dispuesto a defender un tiránico instrumento sin valor formativo que siembra tanta desdicha infantil.

Todo esto sería tan bello si fuera cierto… como dicen en las películas. Pero está lejos de serlo. Para comenzar, la mayoría de los entusiastas pro-fineses presentan un cuadro tan simplificado que impide un cotejo y análisis cabal. Ignorar el contexto socio-económico del sistema educativo es imperdonable y se obvian alegremente elementos esenciales que van desde las bajas por paternidad a la ratio de alumnos por clase, el tiempo dedicado a la lectura en familia, el perfil del docente o la consideración social de la educación. Sería interesante ver qué tal se desenvuelve el profe de Mates del ejemplo en un barrio marginal norteamericano con detector de metales en la entrada. En un documental sobre el tema de Jordi Evole, mucho más matizado y reflexivo que el de Moore, una niña finlandesa con experiencia en las aulas de este país se quejaba de que no aprendía nada en la clase con los españoles, para empezar, porque sus compañeros no se callaban y ni siquiera podía oír al profesor. Y esto comienza a ser incómodo porque desliza la sede del cuestionamiento desde el colegio a las familias. Los padres, cuyo compromiso con la educación cívica de sus hijos resulta en ocasiones cuanto menos cuestionable o externalizado como la producción de las grandes empresas, ven desproporcionado el volumen de tareas para casa (se calcula que la media de dedicación ronda una hora al día, para que precisemos de qué estamos hablando), en parte porque los profesores se ven incapaces para trabajar en el aula con niños malcriados; en parte porque asumen una carga que no les corresponde y se pasan las tardes haciendo las tareas y estudiando para los exámenes de sus hijos. Todo ello apunta a una total falta de cultivo del esfuerzo, la disciplina y la responsabilidad personal de los escolares.

Pero volvamos al referente finés. ¿Es realmente el faro solitario e indubitado que ilumina al mundo en el terreno educativo? Pues si miramos a PISA, la respuesta es que el dominio nórdico duró hasta el 2006; en cambio, en el informe de 2013, Finlandia pasó a ocupar el sexto lugar en lectura y el duodécimo en matemáticas. Lo cierto es que la clara hegemonía en educación desde hace diez años corresponde a enclaves y países asiáticos como Hong Kong, Singapur o Japón. Como su apuesta educativa es diametralmente opuesta, basada en mayor presencia escolar, tests normalizados y las malditas tareas para casa (que muchos suplen o complementan con escuelas nocturnas para mejorar su rendimiento, cosa que se empeñan en obviar los informes de la OCDE), parece que muchos prefieren mirar para otro lado. Rara opción si nos preocupa el rendimiento académico.

El padre amoroso y biempensante puede aún enrocarse en su finlandismo y confesar que prefiere que su hijo sea feliz, aunque no gane premio internacional educativo alguno, antes de verlo víctima de una maquinaria escolar confuciana y alienante, lo que suscita ciertas dudas filosóficas. Debe ser muy difícil encontrar un docente que se despache declarando que busca el sufrimiento y la agonía de sus alumnos. A fin de cuentas, desde cierta óptica, cualquier actividad humana busca en última instancia la felicidad, especialmente aquellas que tienen naturaleza asistencial. Por eso no se entiende bien a qué alude eso tan etéreo de buscar la felicidad del alumno. Extraño será pensar que el niño haya de decidir de manera irrestricta qué quiere o no hacer en todo momento. Básicamente porque es un niño, y la minoría de edad justifica ese intervencionismo que Kant calificara, precisamente, de paternalista. Que los niños precisan dirección, guía, límites y disciplina es algo en lo que hasta el más moderno de los psicólogos insiste, aunque algunos viven en esa paradójica disociación de propugnar la educación silvestre en la infancia y la corrección a base de terapias en la edad adulta. La alternativa es la de generar inadaptados sociales sin tolerancia a la frustración y problemas psico-emocionales como para tres temporadas de cualquier reality a lo Supernanny o Hermano mayor.

El razonamiento, más bien, va en sentido opuesto: es mediante el esfuerzo y la ejercitación como pueden adquirirse conocimientos y desarrollarse capacidades que permitan que cada uno, de adulto, pueda desarrollar su plan de vida, ser feliz a su manera. Kantianamente, podría decirse, la disciplina educativa es prerrequisito de la autonomía. Presentar, además, las tareas y el esfuerzo como antónimos naturales de la felicidad no sólo es teóricamente discutible, sino que está plagado de ejemplos contrafácticos. Buscando la complicidad de su auditorio, el gurú de la felicidad Shawn Achor preguntó a unos escolares de un gueto sudafricano que a quién le gustaba hacer los deberes, a lo que, para su sorpresa, todos respondieron eufóricos y conscientes de la suerte de poder estudiar: “¡A mí! ¡A mí!”. Tampoco se percibe mucha desdicha en los relatos de infancia del gran Paco de Lucía, quien no obstante sus dotes, era obligado por su padre a practicar escalas todas las tardes. La satisfacción de recoger los frutos del propio esfuerzo siempre ha sido un lugar común de la felicidad.

La cuestión de fondo parece perfilarse entonces, al menos en cierto sentido, sobre quién ha de hacerse responsable, o cómo ha de distribuirse, entre padres y profesores, esa parte tan ingrata de la educación que consiste en decirle a alguien: “¡No! Guarda tu jueguito electrónico, siéntate y haz la tarea, que aunque aún no lo entiendas, es por tu bien”. Porque puestos a reflexionar en perspectiva, bien puede concederse que los deberes en sí no son más que un instrumento sobre cuya presencia e intensidad se puede discutir. Pero en el contexto español, tras la oposición radical a los deberes, más que una reflexión racional sobre el proceso de educación y aprendizaje, se esconde el deseo, consciente o inconsciente, de los padres de mandar a sus hijos por la mañana a un sitio mágico del que se los devuelvan cultos y bien comportados. Se reafirma así peligrosamente frente a los docentes a una generación que ya de por sí tiene serios problemas con la autoridad y la responsabilidad propia. Tengamos presente que, en términos de valores informantes de la educación, desde los bosques fineses a las macro-urbes de Asia oriental se prima el esfuerzo, la autonomía, la dedicación y la responsabilidad, elementos imprescindibles que tienen en los deberes escolares importante símbolo y plasmación. Quien quiera hacer abdicación de tales valores, y asumir la sociedad de incompetentes y maleducados que ello acarrea, haría bien en hacerlo de frente y en consecuencia, sin invocaciones torticeras de tierras lejanas y horizontes edulcorados de felicidad. Claro que eso supondría un ejercicio de responsabilidad y eso, en este país, sí que son deberes pendientes.

(*) Miguel Álvarez Ortega es profesor adscrito al Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla.
1 Comment
  1. Guillermo says

    Excelente. Gracias por poner en contexto y perspectiva esta cosa de la educación. Me has aclarado dudas sobre esta cuestión.

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