DOCENCIA / El preocupante deterioro de la educación universitaria, una auténtica bomba social
Augurios de final de curso

Salvo entre ingenuos y beneficiarios de la actual situación, se ha extendido un pegajoso clima de pesimismo. Muy pocos son los que conceden el aprobado a la coyuntura presente, y suman demasiados los que aseguran que es peor lo que se avecina. Hacía décadas desde que la competencia salvaje, las tensiones bélicas, la financiarización económica y la proletarización masiva no generaban semejante malestar en la cultura.
No faltan motivos para alimentar esta sensación de fatalidad, de acuerdo. Pero también existe otra variable digna de ser tenida en cuenta. Desde hace ya casi una década, el tempo de la historia ha vuelto a acelerarse. Los cambios comenzaron a agolparse, espoleados por los avances tecnológicos, y nos hallamos ahora en medio de una travesía que aún no ha arribado a puerto seguro, si es que en algún momento ha de llegar a alguno. La activación de un nuevo tiempo transicional ha sacudido las convicciones acomodadas, las posiciones estables, obligándolas a adaptarse a un marco renovado de valores y relaciones, o condenándolas a desdeñar con displicencia los nuevos referentes colectivos. No es casual por eso que vuelvan a aparecer los cascarrabias reaccionarios, ahora llamados pollaviejas.
Y es que este pesimismo envolvente también podría ser una cuestión generacional. Lo decía Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena: “Aunque el mundo se ponga cada día más interesante, nosotros envejecemos y vamos echando la llave a nuestra capacidad de simpatía, cerrando el grifo de nuestros entusiasmos. Podemos ser injustos con nuestro tiempo, por lo menos en la segunda mitad de nuestra vida, que casi siempre vivimos recordando la primera”.
Los centros de irradiación mediática están aún copados por escritores e intelectuales casi en edad de jubilación. Su mundo, el que los elevó a la posición que todavía disfrutan, se está desmoronando, y el radio de alcance de sus opiniones amplifica y generaliza su angustiosa sensación de pérdida, su rechazo reflejo a lo que comienza a predominar. ¿Pero se alimenta este sentimiento aciago solo de una perspectiva trasnochada? ¿No hay, quizá, elementos objetivos que nos den un mal agüero?
«La burbuja educativa devastará cualquier tipo de cultura, incluso la popular. Y en solo dos generaciones, podría abrirse una nueva edad de barbarización, impulsada por el desprecio oficial hacia las humanidades»
Algunos de ellos, temibles, pueden contemplarse de forma nítida desde el observatorio del docente universitario. Si los resultados de las burbujas financiera e inmobiliaria están siendo catastróficos, los de una posible burbuja educativa tendrán un alcance destructivo aún mayor. Sus consecuencias se traducirían en una devastación de la cultura, o, por mejor decir, en una laminación de los canales que permiten germinar cualquier tipo de cultura, también la extraacadémica y popular. En el curso de dos generaciones, podría abrirse una nueva edad de barbarización, impulsada hoy por el desprecio oficial hacia las humanidades, una acosadora industria cultural de contenidos cada vez más performativos y un entorno mediático de perfil descaradamente propagandístico.
Abundan los indicios visibles desde el laboratorio docente, tanto en los primeros pasos de una carrera en ciencias sociales como en su broche final, en la orientación y evaluación de esos ensayos ahora llamados «trabajos fin de grado». Crece la dificultad entre los estudiantes para retener contenidos, para comprender conceptos abstractos y relacionarlos entre sí, lo que les lleva a reivindicar con insistencia una enseñanza practicona, de habilidades rápidamente traducibles en ejercitación profesional y remuneración económica. Que no existe práctica fructífera que no esté integrada en un corpus conceptual de carácter general es idea ya casi imposible de explicar. Y que solo adquiriendo esa visión global pueden situarse los problemas, comprenderse sus implicaciones mutuas e inspirar, por tanto, una praxis productiva es razonamiento no menos rechazado.
Al ser inquiridos los estudiantes de grado sobre algún punto relevante del programa, los resultados escritos de su contestación revelan en proporción creciente una incapacidad profunda para atrapar estructuradamente contenidos, asimilarlos y exponerlos con el lenguaje especializado en el que deberían instruirse. Diríase que la mente opera como un cedazo de enormes agujeros por los que se cuelan los principios centrales del asunto, inservible además para cribar y distinguir lo importante de lo irrelevante.
Si nos colocamos al final de su trayectoria académica el diagnóstico no es más esperanzador. Son demasiados los que concluyen su carrera sin tener capacidad suficiente para realizar un ensayo personal sobre un asunto de su elección. La consulta transversal de materiales, el acopio de referencias bibliográficas especializadas, la ordenación de ideas y su ulterior plasmación por escrito son tareas que resultan sustituidas fraudulentamente, con inaceptable frecuencia, por textos plagiados o, en el mejor de los casos, por meros resúmenes de una sola fuente.
«Si el profesorado universitario solo permite que aprueben los capaces, es el responsable de los suspensos, y si rebaja su grado de exigencia, cómplice de expedir títulos a quienes no están capacitados»
El profesorado universitario, hoy tan denostado, se encuentra en una posición vidriosa frente a tales tendencias. Si resiste en su canon evaluador, asociando a su responsabilidad profesional el garantizar que solo aprueben los capaces, puede convertirse, no ya en un docente antipático, sino en el principal responsable de sus suspensos por no adecuar su nivel de exigencia a la medianía de sus estudiantes. Y si sucumbe a este tipo de presión, rebajando el grado de requerimiento, se hace cómplice del gran fraude institucional que supone expedir títulos a quienes realmente no están capacitados. Basta pensar en un mundo futuro de médicos, arquitectos, jueces e ingenieros con título formal pero sin capacitación intelectual para figurarse la envergadura del desastre.
Ante este desafío concreto, la izquierda no está ni se le espera. Hablar de una educación pública mucho más exigente en lo que hace a las aptitudes básicas de lectura comprensiva, redacción escrita y cálculo matemático le produce directamente sarpullidos. Plantear la posibilidad de un examen de acceso a nivel de facultades que remplace la actual selectividad, proponer un nuevo diseño de grados que integren un año preparatorio en capacidades elementales y transversales o encajar una enseñanza superior de público más reducido, con la consiguiente derivación de numerosos estudiantes hacia una potenciada formación profesional, son asuntos de los que no quiere oír ni hablar, porque le parecen elitistas, antidemocráticos y autoritarios. Les basta, al parecer, con mantenerse en el eslogan de una enseñanza pública y de calidad, mientras abrazan, con total irresponsabilidad, todas las sugerencias de la «innovación educativa» diseñada por el capital.
«Acaso estas líneas solo contengan augurios de final de curso fruto de la edad. Pero no se adivina lo bueno que pueda engendrar el discurso discontinuo, inconsistente y deshilachado que comienza a predominar en las aulas»
Mucho más consecuentes son los partidos liberales. Cuentan con un programa detallado de reforma universitaria, cuyo único problema es que no solventa, sino que potencia la línea de declive actual. Vinculando excelencia académica y empleabilidad en el sector privado mutilan la ciencia hasta reducirla a mero protocolo funcional a la administración de empresas. Su odiosa visión jerárquica del mundo universitario, que conecta la financiación recibida a la posición ocupada en rankings de dudosa confección, no ayuda a corregir desigualdades, reforzando al vulnerable, sino a aumentarlas. En su ensoñación funesta, la cultura humanista, que debería estar en la base de toda formación, pasa a ser puro divertimento de filántropos, el clavel en el ojal de los ricos. De realizarse su utopía invertida, la universidad dejaría de ser un centro de producción de cultura destinada a su ulterior socialización para convertirse en un departamento gerencial anexo al mundo empresarial. Renunciaría así a su misión fundamental de capacitación ciudadana y generación de libertad.
Acaso estas líneas solo contengan augurios de final de curso provocados por la edad. Pero no se llega a adivinar lo bueno que pueda engendrar el discurso discontinuo, inconsistente y deshilachado que comienza a predominar en las aulas. Diríase más bien que esta incapacidad creciente para retener, comprender y relacionar, para analizar y sintetizar en un razonamiento trabado y continuo, anuncia un mundo donde prevalecerá la heteronomía y la desigualdad, donde el diálogo entre sensibilidades diversas se tornará en pugna entre dogmas y donde los descendientes de la ilustración crítica se encontrarán condenados a la decadencia, el sufrimiento y la resignación, debido al desajuste entre su complexión espiritual y la propia e imperante de su sociedad.