El quiosco de Rafa y otras pérdidas del tiempo ido

  • "El quiosco de periódicos de Rafa, el más conocido de los de mi barrio, de estratégica posición frente a la cafetería y a la espalda de la parada del autobús, cierra, como decenas y decenas de quioscos en todo el país"
  • "Rafa era un comunista de raza, de los fieles a Carrillo, que había conocido a Marcelino Camacho en la Perkins"
  • "Ha cambiado la cafetería, sufre los golpes de la pandemia; hace mucho que perdió a sus mejores camareros y ahora es el dueño el que ha tenido que ponerse al timón"

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El quiosco de periódicos de Rafa, el más conocido de los de mi barrio, de estratégica posición frente a la cafetería y a la espalda de la parada del autobús, cierra, como decenas y decenas de quioscos en todo el país, tras muchos años de servicios impagables. Rafa y yo mantuvimos una amistad tranquila e indeclinable desde mi aparición por el barrio, en 1972, hasta que él se jubiló, treinta o treinta y cinco años después. Le sucedió su cuñado, Jose, al que mantuve mi fidelidad pese a que ya nada podía ser igual. Y es este el que procede ahora a la ceremonia del cierre, que me parece que yo vivo con más sentimiento que él mismo.

La hermosa tormenta de nieve, que hace unas semanas nos vistió de blanco y aprisionó de pasmo, debió de sentar como la puntilla a sus ya desinfladas perspectivas (“Cada día se vende menos”), cuando tuvo que contemplar el histórico quiosco sepultado bajo el ramaje de los pinos doblegados. Acudí a fotografiar el espectáculo, por si le servía de algo, y me lo encontré dándole vueltas, en alma y cuerpo, meditando en silencio y –por lo visto después– tomando decisiones. Minada su moral, decidió no traspasar, ni en un día más, la fecha de jubilación y sin esperar a que alguien quiera sucederle (“Esto ya no interesa a nadie”, se me ha lamentado).

Para mí acaba la historia de una lenta decadencia, tras años exultantes, en la que me he sentido más despellejado que deshojado, perdiendo uno a uno los amigos con los que compartía el café mañanero y los primeros comentarios sobre la cosa política. Durante varios años Rafa y yo disfrutamos de amistosa y muy concienciada charla, al ritmo de nuestras actividades. Él, que siempre se bebía un gran vaso de agua antes del café, ante mi impotente admiración, entraba y salía atendiendo a los clientes, y yo vigilaba, por el ventanal, la llegada de mi autobús: nos daba tiempo a desmenuzar la vida política madrileña, la del país y la del mundo mundial.

Rafa era un comunista de raza, de los fieles a Carrillo, que había conocido a Marcelino Camacho en la Perkins, fábrica de motores de automóviles, donde ambos trabajaron, y luego fue miembro activo del sindicato clandestino de vendedores de prensa, su verdadera vocación. Entonces a mí el trabajo me “empapaba” de multinacionales, fuente de mi izquierdización, y él completaba, con su experiencia proletaria, lo que yo necesitaba saber. Luego fui yo el que le transmitió lo de la ecología, que entendió muy bien y a la primera. Su sabiduría era la del combatiente obrero, clara e innegociable, perspicaz y sin tapujos. Y con él viví, en primera línea y con la información caliente, los años azarosos de la sacrosanta (por más que descalabrada) Transición. Recuerdo que, cuando le contaba mi colaboración y amistad con Ramón Tamames, figura estelar del Partido Comunista en aquellos años, y de cuyo gabinete de estudios recibí varios encargos (lo que me dio a conocer bien la capacidad, el brillo y la generosidad de su director), siempre me advertía de lo poco que le gustaba el personaje, o sea, que no se fiaba. Años después, cuando el gran Ramón derivó a la derecha, ambos celebrábamos su aguda suspicacia de currante neto, al que los burgueses de origen difícilmente se la pegan. Fueron varios los años aquellos en que yo le compraba tres periódicos diarios (a un coste llevadero y como fuente básica de información, nada que ver con lo de hoy día), ya que era un tiempo, para mí, de periodismo vertiginoso y de supervivencia: asistíamos, bullendo, al remolino inquietante de la España en cambio, sin saber muy bien en qué quedaría aquello.

Siguieron años de pausado regocijo, cuando se nos unió Manolo, un afable jubilata del barrio, soltero y que me decía chato, un madrileñismo que me encantaba. Con él vivimos la desaparición, sucesiva, de las dos hermanas con las que vivía, y la silenciosa amargura que, quieras que no, le afloraba de cuando en cuando, hasta acabar recluido en la soledad de su piso, del que un día decidió no salir. Del recuerdo de Manolo retengo, aparte de su sencillez, algo muy emocionante: hablando un día de su soltería, me contó que había tenido una medio novia, compañera del trabajo, pero que en una excursión a Italia con sus amigas debió pillar algo malo y murió al poco de regresar. Y contándome esto, como el más valioso, a la vez que doloroso, secreto de su vida, tiraba de cartera y me enseñaba la foto de esa muchacha y unas amigas, mientras remataba: “Y no he conocido a ninguna más”. Yo estoy seguro de que Manolo se ha llevado esa foto a la tumba.

Algunos años después también se nos juntó Miguel, para formar un cuarteto pintoresco; era escultor y también comunista, autoaislado y cascarrabias, igualmente entrañable para mí. Pero inquieto, protestón y desarraigado, un día tomó el portante y nos dejó, fugándose a Cedeira, en las Rías Altas, donde tenía un amigo con el que también se peleó al poco de llegar. Lo visité un día, en su nuevo ambiente, en uno de mis viajes por la Galicia brumosa y embrujada (de la que la ría de Cedeira y la costa de la Candieira es uno de sus mágicos enclaves) y lo encontré bien, ambientado y conforme, y disfruté en su breve y céltico mundillo de bohemios y (auto) segregados. Por más que le llamo, no coge el teléfono, pero en cuanto pueda me las piro y lo veo, que sé de sobra que en su minúsculo habitáculo hay siempre un lugar para mí.

También ha cambiado la cafetería, y sufre los golpes de la pandemia; pero hace mucho que perdió a sus mejores camareros, amigables y ocurrentes, de conversación profusa y castiza, y ahora es el propio dueño el que ha tenido que ponerse al timón en solitario. Mas no me gusta la nueva situación, en la que el halo ultra apenas queda disimulado. No hace mucho estuve a punto de convertirme en (involuntario) héroe, con consecuencias que (me) pudieron ser lamentables, cuando uno de los menas que tenemos en el barrio (ya saben: menores emigrantes acogidos en un centro en el que se les acoge y alimenta, dejándolos al desamparo de sus peligrosos años) entró a pedir no sé qué favor y de ello se derivó una escena insufrible, de invectivas hirientes y muy mala uva. Me molestó sobremanera la reacción de racismo puro y duro que surgió desde la barra como por ensalmo, y algo debí decir, indignado, que rompió de inmediato la coalición de miserables, pero que podría haberse encaminado malamente, de no estimar el dueño que procedía congelar el incidente.

Menos mal que tengo alternativa y podré afrontar la debacle. Porque hay otro quiosco cercano, en manos de afables y serviciales peruanos que se hicieron cargo del negocio tras el abandono de los de antes; y enfrente mismo dispongo de una cafetería de prosapia y condiciones, que dirigen filipinos tan asentados en el barrio como yo, con los que da gusto tratar y que te traten. Además, tiene sus mesas en el interior, que es a lo que yo vengo recurriendo las tardes de corrección de textos, cuando mi gabinete me expulsa hacia paredes y ambientes de repuesto, lo que agradezco. Es verdad que no tengo el bus a mano, ni los más cercanos me llevan a mis destinos más frecuentes, pero ni tengo horario ni me acucian prisas, así que por ahí no veo pérdida sensible alguna. O sea, que encajaré este golpe.

A Rafa lo suelo ver, con Tere, su mujer, paseando las calles cuesta abajo, que su corazón, intervenido, no tiene ya el resuello de otros tiempos; luego, para remontar hasta su casa, cogen el metro y arreglado. El otro día me advirtió que tendrá que ir cargando con el oxígeno de ahora en adelante; y añadiéndome “hasta que me llegue la hora”, yo encaraba, con emoción y nostalgia, su mirada serena y clara.

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