Koestler: la recuperación de un clásico

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La aparición reciente de una nueva edición de El cero y el infinito (Barcelona, Debolsillo, 2011), obra cumbre del periodista Arthur Koestler, nos trae de nuevo al primer plano uno de los símbolos bibliográficos más importantes y efectivos del antiestalinismo y anticomunismo soviético en la segunda mitad del siglo xx; pero, a la vez, esta recuperación oportuna (la última edición española de esta obra, si no me equivoco, es la impresa en 2001 por el Círculo de Lectores) nos permite evocar la figura de uno de los intelectuales más conocidos, influyentes y controvertidos de todo el siglo pasado, un hombre al que el tristemente fallecido, lúcido y esclarecedor Tony Judt, no dudó en calificar de “intelectual ejemplar del siglo xx”. Lo fue, sin duda, en cuanto que fue capaz de elevar por encima de todo y de todos una voz propia, combativa y molesta, y de porfiar, con una valentía vehemente y provocadora, ante auditorios poderosos y hostiles, que no le perdonaron sus verdades escabrosas, ni por sus contenidos ni por su forma de exponerlas. Arthur Koestler fue un especialista en dejar enemigos por el camino, y sólo ya muy al cabo de su vida parece que se tranquilizó un tanto, antes de suicidarse junto a su esposa Cynthia un día de 1983, con veneno de su propia mano.

De familia judía, Koestler nació en Hungría en 1905. Se educó en Viena y vivió en Palestina, Berlín, París y Londres. Una línea que une dos de sus condiciones vitales determinantes, sin las que, difícilmente, puede explicarse su personalidad y su peripecia polémica: su ambivalencia conflictiva con su herencia judía y las características propias de los intelectuales centroeuropeos de entreguerras, aquellas ansias desatadas de arreglar definitivamente el mundo y el desengaño monstruoso de la hecatombe totalitaria. El propio Koestler lo resumió con sencillez y eficacia periodísticas: “Qué enorme anhelo por un nuevo orden humano había en la era entre las dos guerras mundiales y qué miserable fracaso fue hacerlo realidad”. Como tantos otros, Koestler vio esa redención definitiva del género humano en el movimiento comunista, donde ingresó en el partido alemán en 1931. Y cómo no, la Guerra Civil española le esperaba como periodista y comunista. En ella fue detenido, encarcelado y condenado a muerte por Franco, del que se salvó gracias a la intervención británica. Parece que fue en esa extrema circunstancia de espera de la muerte, en el tétrico aislamiento de una celda de condenado final, cuando llegó al convencimiento de que ningún ideal abstracto justifica el sufrimiento individual; y es de suponer que, ya por entonces, sus dudas sobre la ortodoxia comunista estuvieran más que esbozadas, camino de lo que, finalmente, constituiría un rechazo total a las doctrinas revolucionarias, tras el Pacto germano-soviético de 1939. Fue precisamente ese rechazo tajante, sin matices, el que, según indica Tony Judt, llevó al propio Orwell a criticar frontalmente a Koestler, al haber reducido todo credo revolucionario a “racionalizaciones de impulsos neuróticos”. Pero su Un testamento español (1937) o La escoria de la Tierra (1941), obras que flanquean El cero y el infinito (1940), lo acreditan como uno de los más genuinos hijos del siglo, antes de que su prestigio decayera en sus finales incursiones en la ciencia y la filosofía.

Faldero empedernido, promiscuo por necesidad, mujeriego hasta el acoso y la violación, no obstante padecer un “paralizante déficit de autoestima” (o precisamente por eso, habría que apuntar), Koestler, “con la fuerza de sus argumentos y su ejemplo personal -en palabras de su biógrafo David Cesarani- emancipó a miles de personas de la servidumbre de Marx, Lenin y Stalin”. Semejante victoria en la mitad del siglo xx, cuando fueron contados los intelectuales en Europa no afectos a un encendido estalinismo o, como mínimo, compañeros de viaje del comunismo soviético, es mérito de esta obra, El cero y el infinito, que ahora conoce una nueva edición española con prólogo pertinente de Mario Vargas Llosa.

Fruto de la propia experiencia del autor en la Guerra de España y de su conocimiento personal de algunos líderes de la vieja guardia bolchevique, como Karl Radek y Nicolay Bujarin, asesinados en las famosas purgas estalinistas, conocidas como Procesos de Moscú (1937), Koestler pergeñó en esta novela la historia de los interrogatorios y ejecución final a manos del aparato soviético de uno de los viejos y principales comunistas de la Revolución de Octubre. Lo que El cero y el infinito nos describe y muestra, en definitiva, es la dialéctica de la lógica y la moral comunistas, en las que el fin justifica los medios. Una fría aritmética que cosifica y numera a los individuos como meros elementos del engranaje del Movimiento y el Partido Comunista, únicos motores de la Historia, cuya necesidad justifica la eliminación física y sistemática de cualquier individuo, no ya que se oponga al Partido, sino que, simplemente, se atreva a pensar por su cuenta. La novela, en este sentido, sigue leyéndose con elevado interés y sigue desafiando el paso del tiempo, pues muestra con clarividencia y fuerza conmovedora la justificación totalitaria del asesinato de cuantos se oponen o son reticentes a la verdad suprema del comunismo. Pero el tiempo no ha pasado en balde, y las circunstancias del autor y la propia escritura de la novela se reflejan con nitidez al cabo de los setenta años transcurridos. Koestler escribió una novela para comunistas, impregnado todavía del halo y mentalidad del comunismo de la época, en la que bajo ningún concepto podía compararse el comunismo con el nazismo como expresiones genuinas del concepto totalitario; de modo que el primero, en sus aberraciones y matanzas millonarias, fuera, en todo caso, una mala consecuencia de un ideal bueno. Eso explica, por ejemplo, que en la novela no haya tortura física, algo completamente fuera de la realidad histórica.

Hoy sabemos fehacientemente que los regímenes comunistas del siglo xx torturaron y asesinaron tan bárbaramente como los fascistas y los nazis y que, tras la obra de Hannah Arendt, el comunismo del siglo xx sólo se explica a la luz de la concepción totalitaria de la política y de la propia vida de hombres y mujeres; es decir, con palabras de la propia Arendt: “la dominación permanente de cada individuo en cada una de las esferas de la vida”. En este aspecto, El cero y el infinito de Koestler fue, y sigue siendo, un gran salto sobre su propio tiempo.

(*) Agustín García Simón es editor y escritor.

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