Francisco Serra
“Papá, ¿quién es la Señora Crisis?” A un profesor de Derecho Constitucional casi se le atragantó la magdalena que estaba mojando en el café con leche a la hora del desayuno. Unos días atrás su cuñada le había llamado por teléfono para preguntarle si conocía a algún abogado que la pudiera asesorar, porque le habían comunicado su despido, tras casi diez años trabajando en la misma empresa, justo el día antes de empezar las vacaciones, “por culpa de la crisis”. La tarde anterior, al pasar por la librería del barrio, les habían confesado que iban a cerrar el negocio a finales de mes, después de más de treinta años ofreciendo buena literatura, “por culpa de la crisis”.
Para la hija del profesor, la Señora Crisis se había convertido en un monstruo más pavoroso que el lobo feroz o cualquiera de los ogros que poblaban sus cuentos. También, por culpa de la Señora Crisis, había subido el precio de las chuches y era menos frecuente que le ofrecieran golosinas a la niña cuando iba a hacer la compra con su padre. El profesor renunció a explicarle a su hija de forma pormenorizada en qué consistía la crisis económica y se limitó a contarle que no era una persona concreta sino un conjunto de circunstancias adversas. La animó, por una vez, a acompañarlo a la manifestación para protestar contra los recortes sociales, convocada por las organizaciones sindicales y otros grupos sociales, que iba a tener lugar unas horas más tarde, y la niña consintió, alborozada. “¿Puede venir Raquel”?, preguntó (mientras acariciaba el pelo de la muñeca) y, con la resignada conformidad del profesor, se pusieron los tres en marcha.
Aunque parezca mentira, la más vehemente era la muñeca, que había costado casi treinta eurazos, ya antes de la subida del IVA (quizás veía en peligro la adquisición de un nuevo vestido, que venía necesitando, en la imaginativa tienda de juguetes próxima a la casa del profesor). Con los globos de colores que, cada cierto tiempo, emprendían camino al cielo y la marea de vistosas camisetas que se acercaban desde diferentes lugares a la plaza, la concentración representaba un espectáculo lúdico y gozoso, aunque era difícil precisar el número de participantes.
Las manifestaciones actuales, pensó el profesor, eran cada vez más diferentes de las que él había conocido en épocas anteriores. No se trata ya de una multitud que camina hacia algún objetivo o algún punto emblemático, sino de una aglomeración que se desparrama por la ciudad, en la que algunos llegan cuando otros ya se están retirando. En el fondo, tanto los que intervienen en la convocatoria como aquellos a los que en principio pretenden conmover y obligar a alterar sus decisiones saben que el verdadero poder está en otra parte. Como inquirían algunos de los convocados: “¿Dónde está Mariano?”, para responderse, en seguida: “En el fondo de La Moncloa, matarile-rile-ron”.
Todos sabemos que en el mundo de hoy la fuerza irresistible, que en otro tiempo llegó a alcanzar el Estado, ahora se encuentra en unos evanescentes mercados, que actúan con un frenesí ciego. En el siglo XVII, Pascal afirmó que, si no se puede conseguir que sea forzoso obedecer a la justicia, al menos sea justo obedecer a la fuerza; mas en el momento actual el poder no actúa con arreglo a ningún tipo de principios, sino en movimientos espasmódicos, sin ningún sentido, ajeno a valores como bondad, justicia o, incluso, maldad. Si nuestro destino estuviera en manos de un aciago demiurgo (ya solo los muy píos creen en la existencia de un Dios omnipotente) aún podría pensarse que hay salvación posible. Pero no hay tal, sino una multitud que deambula sin dirigirse a ningún lugar ni buscar la culminación de ningún objetivo.
Unos días antes había tenido lugar una movilización quizás aún más numerosa en Barcelona con motivo de la Diada. En ese caso se trataba de una convocatoria a la vieja usanza, en la que una multitud emprendía la marcha hacia un sitio determinado, quizás porque perseguía una meta conforme con los parámetros tradicionales: dotar a Cataluña de nuevas “estructuras”, demandar la independencia frente a Madrid para permitir el nacimiento de un nuevo Estado en Europa.
Siempre en momentos de crisis ha sido un recurso frecuente apelar a los sentimientos nacionales, exaltar unos supuestos valores propios de los que derivaría nuestro auténtico ser. En Cataluña se exige la celebración en breve plazo de una consulta popular sobre la creación de una nueva nación con un nuevo Estado, pero esa nación –“comunidad imaginada” en sentido cultural- ya existe desde hace mucho (y todas las querellas que provocó el Estatut ahora se revelan vanas) y ese Estado –en sentido jurídico- tal vez no necesite llegar a existir.
Para Carl Schmitt, el soberano era el que podía decidir la proclamación del estado de excepción. En el mundo posterior al 11-S (y es una extraña paradoja que la celebración de la Diada tenga lugar también en esa fecha) vivimos en el estado de excepción permanente y no son ya los pueblos los que eligen su destino, ni siquiera para ponerlo en manos de un dictador. El Estado español ya apenas existe y Mariano Rajoy, en el fondo de La Moncloa, es una figura que produce más pena que ira, incluso a sus adversarios políticos.
Los sindicatos con su manifestación exigían un referéndum que era posible celebrar (ya ha sucedido algo parecido en otros países, como Islandia, que, pese a la crisis, sigue siendo el sitio ideal para que un niño que nazca hoy pueda llegar a tener una vida feliz) pero, casi seguro, no se va a realizar; y los catalanes con la suya demandaban un referéndum que quizás tampoco tendrá lugar, no porque sea incompatible con la Constitución española de 1978 (a quién le importa), sino con la Constitución material europea, los “factores reales” de poder que no descansan en el pueblo español (que ya casi no existe) ni en el pueblo europeo (que aún no existe), sino en un mercado “continuo”, que se hace y se deshace, sin dirigirse a ningún destino, a merced de los dictados de la Señora Crisis.
Espero que la Diada no arrastre la voluntad de tantos catalanes que nos sentimos miembros del Estado español y no queremos una secesión ni en pintura
Los niños son un termómetro de la crisis. Cuanto más infelices son más aborrecible es la situación de crisis. Yo también estoy perdiendo el sentido del humor
Cataluña me trae los ecos trágicos de nuestra historia contemporánea. Allí se desatan las pasiones políticas más elementales antes. A ver si moderamos el «seni» catalán y no alentamos los desahogos políticos que no nos llevan a buen lugar. Calma y negociación