Anatomía del funambulista de hoy

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Julián Sauquillo

Que el funambulista es el malabarista que más fascinación nos produce no requiere ni demostración. El propio Nietzsche le rindió tributo –en Así habló Zaratustra- por hacer del peligro su profesión. A un volatinero que se desplazaba por encima del mercado y el pueblo, sobre una cuerda que se extendía entre dos torres, le jugó una mala pasada el diablo vestido de bufón al movérsela. El pueblo huye ante su caída pero Zaratustra le brinda un consuelo sin esperanza –una desaparición completa- pero con el tributo excelente de no encontrar en él nada despreciable. De pocos hombres, Nietzsche diría algo semejante.

De alguna manera el desafío de su volatilidad enmarcada de muerte simboliza nuestros temores ancestrales y su superación en un juego que recuerda la “ruleta rusa”. Por eso se nos abre la boca aunque se nos disloque la nuca al verle en lo alto. El trapecista de alto riesgo es nuestro héroe público. Precariedad, ansiedad, soledad, miedo, desprotección, son los latidos más íntimos ante el paro, la desaparición de las prestaciones sanitarias y educativas, la falta de cobertura por desempleo, la competitividad más feroz. Cada vez, todos estamos más inermes ante el futuro más inmediato. El funambulista es quien gravita sobre todos los defectos y virtudes de la gran ciudad y a sus dimensiones inhumanas le hace un corte de mangas. Además, es un héroe si sale indemne.

Pero no tenemos madera de equilibristas de alto riesgo. Nuestras instituciones están diseñadas como justas para ciudadanos que prefieren la libertad para ir construyendo su vida, la igualdad de oportunidades y la justa redistribución de la riqueza para superar las desigualdades del mercado, por si su vida no les fuera muy afortunada. El Estado social contaba con modelos como el de John Rawls que velaban por acercarnos a la justicia distributiva, a la equidad, por si nuestras fortuna, energía vital, talento natural y herencia genética no nos fueran muy beneficiosas. La protección social era una red por si caíamos en nuestros particulares sobrevuelos. A partir de ahora, con la volatilización del Estado social, por vía de privatizaciones constantes, nos queda un régimen de servidumbre permanente bajo el desempleo, la movilidad constante de la mano de obra, el pago privado de los gastos sanitarios, la inversión particular en educación, la eliminación del tiempo de sociabilidad o la desaparición de cualquier ocio creativo. Desaparece la red protectora y nos la vamos a dar. Nos estrellaremos. Aparece un mundo de empleo eficiente de la energía de la población viva. Se gestionarán sus energías facilitando pulcramente los recursos médicos estrictamente necesarios a la parte de la población útil, cada cual debe realizar continuas inversiones educativas para ser adecuado a la demanda laboral y comienzan las valoraciones biomédicas del capital biológico que cada cual porta desde el nacimiento. La vida laboral de cada cual, incluso, comienza en la lactancia dependiendo de los recursos que cada padre pueda realizar en sus hijos. Y un sector de la población cada vez más numeroso no tendrá recurso sociales públicos a su alcance. “¡¡Sálvese quien pueda!!” Cada sujeto llegará pronto a ser prescindible dentro del engranaje productivo y comercializador de bienes en mercado abierto. Todos nos debemos comprender como empresas productivas sin fallos o inconsecuencias dentro de la lógica competitiva –según una “sociedad cerrada” por el mercado, descrita por Michel Foucault.

El saltimbanqui de Nietzsche es un artista que desafía a todos. Su disposición, por airosa, es bella y dramática. Antes o después o se cae o le mueven la cuerda. El modelo de ejecutivo futuro no es el funambulista sino Matrix. Se requieren individuos que se caen y se levantan desde altos edificios y sean inasequibles a las bajas laborales por accidente. Los derechos sociales están cuestionados en todo el mundo occidental.

Así las cosas, Philippe Petit, el gran funambulista que cruzó los sesenta y un metros que separaban las Torres Gemelas de Nueva York [en el vídeo] de forma furtiva y fascinante en 1974 –no el asesor áulico de José Luis Rodríguez Zapatero, del mismo nombre-, queda como símbolo de nuestro tiempo zozobrante. Una época que preserva los riesgos públicos con fuertes medidas de seguridad y grandes pólizas de seguros, pero que puede precarizarnos a todos si el Estado social llega a desaparecer. Este gran funambulista se rió de cualquier consideración de inalcanzable para las metas sociales. Sostener el Estado social, librarlo de su cuestionamiento constante, va a necesitar de semejante esfuerzo colosal. La hazaña del funambulista justifica un comentario especial. La nuestra todavía está por escribir.

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